14 oct 2014

EL TRATADO DE CAZORLA Y LAS REACCIONES DE LOS REINOS

En 1177, ante la creciente amenaza de los almohades, Alfonso VIII había creído conveniente apoderarse de Cuenca, a causa de su posición estratégica. En el largo sitio, que duró más de nueve meses, fue ayudado por Alfonso II de Aragón. En recompensa, Alfonso VIII firmó un pacto en el que se acordaba que cuantas tierras poseyeran uno y otro las tuvieran en plena soberanía, sin deberse por ellas ningún acatamiento. Con ello, implícitamente, desaparecía la obligación que pesaba sobre Aragón de prestar vasallaje a Castilla por el reino de Zaragoza. Quedaban por liberar las futuras conquistas a los musulmanes. A este fin hubo de atender el Tratado de Cazorla, lugar entonces existentes en las proximidades de Ariza. En un primer documento, ambos monarcas renovaron anteriores alianzas, ofensivas y defensivas, con especial alusión a Navarra, cuyas tierras se repartieron de forma análoga a como se hiciera años antes en Tudillén. Luego se hizo otro acuerdo sobre lo que ellos dieron en llamar "la división de la tierra en España". A continuación Alfonso VIII concedió al aragonés "que pudiese conquistar, tener y poseer a perpetuidad libre y soberanamente el reino de Valencia, sin que esa posesión pudiera ser interferida por derechos contrarios anteriores de uno sobre el otro". Del mismo modo le otorgaba Xátiva y Dénia, hasta Biar. Lo demás fue concedido por el rey de Aragón al de Castilla en las mismas condiciones.
Como se ve, se trata de un auténtico reparto de la Península entre los dos sobreanos, que desconocen deliberadamente la existencia de los restantes. Supone alguna modificación de límites respecto al Tratado de Tudillén, en el que Murcia era atribuída a Aragón, aunque como vasallo de Castilla. La importancia del Tratado de Cazorla estriba en que este reparto es el que va a prevalecer en la realidad, después de ser renovado en Almizra cincuenta años más tarde. De esta forma, Murcia será castellana y parte de las tierras alicantinas recibirán una primera influencia de Castilla, que no borrará su posterior incorporación a la Corona de Aragón. Pero quizá lo más relevante del tratado que comentamos sea el hecho de que los soberanos de Aragón y de Castilla se tratan mutuamente con plena igualdad y que, por consiguiente, las tierras se asignan a cada uno con completa soberanía. Tras la firma del Tratado de Cazorla no queda ningún vestigio legal de supremacía castellana sobre Aragón, ambos reinos se contemplan a sí mismos como iguales.
Unos meses después de la firma de este tratado, Portugal veía reconocida su categoría de reino por la Santa Sede, en documento que Alejandro III dirigió a Alfonso Enríquez. Todo marchaba definitivamente hacia la desfeudalización de los reinos españoles entre sí.
Pero esto no suponía el equilibrio, ni mucho menos satisfacía las aspiraciones de todos, como puede imaginarse. Los años siguientes fueron de continuas rencillas que resucitaban viejas rivalidades de los Castro con los Lara, de León con Portugal, de Castilla con León, en busca de los límites fronterizos fijados por Alfonso VII y traspasados por Fernando II durante sus pasados triunfos. El Tratado de Fresno-Lavandera (1183) vino a poner paz entre leoneses y castellanos. Cinco años después moría Fernando II. Su heredero, Alfonso IX, vio disputada su sucesión al trono por su hermanastro Sancho, hijo de Urraca López de Haro, primero amante y después esposa de Fernando II. No le fue muy difícil a Alfonso IX imponerse; mas no pudo evitar los desórdenes que el partido contrario provocó en el reino, ni la alianza que firmó dicho partido con Castilla, desde donde Alfonso VIII invadió León y ocupó algunas poblaciones. A causa de esta situación, Alfonso IX hubo de hacer importantes concesiones a sus súbditos. En la curia extraordinaria, convocada en León en 1188, participó por primera vez, al parecer, el estamento popular, y el rey otorgó a los representantes de los tres estamentos importantes poderes políticos. También al rey de Castillla hubo de cederle las plazas que había ocupado. Mas aún, en una entrevista celebrada un mes más tarde en Carrión, Alfonso IX fue armado caballero por su primo, al que besó la mano en señal de acatamiento. Semejante gesto parecía querer hacer resucitar anteriores aspiraciones hegemónicas a favor de Castilla. La sensibilidad de los restantes monarcas en este sentido era tal, que no tardaron en reaccionar de una manera que no dejaba lugar a equívocos respecto a su postura. El primero en hacerlo fue el rey de Aragón. Hacía años que la vieja amistad con Castilla venía enfriándose, sobre todo después de que el Tratado de Cazorla los había puesto en plena igualdad. Primero fue la desconfianza de Alfonso II hacia un posible entendimiento de Castilla con Pedro Ruíz de Azagra que perpetuase el dominio de éste sobre Albarracín; después la disputa sobre la posesión de la plaza de Ariza... Gracias a la intervención de Ricardo Corazón de León se había conseguido un arreglo pacífico, firmado en Ágreda en 1186. Pero ahora, al entrar en la última década del siglo XII, Alfonso II contemplaba cómo Castilla no sólo humillaba al rey leonés, sino que concertaba alianzas con el nuevo rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, con cuya hermana estaba casado Alfonso VIII, y se acercaba a la casa alemana de los Hohenstaufen. En efecto, un hermano del emperador Enrique VI, llamado Conrado, había sido armado caballero en la corte de Castilla, donde esperaba contraer matrimonio con una infanta. En semejantes condiciones, Alfonso II podía sentirse amenazado de asfixia, mirando sobre todo a sus posesiones en el mediodía francés. En septiembre de 1190 celebró una entrevista con el rey de Navarra en Borja. Allí puso punto final a la vieja enemistad que enturbiaba sus relaciones desde que ambos reinos se separaran a la muerte de El Batallador. Al mismo tiempo, y respondiendo a la misma amenaza castellana, León y Portugal dejaban de lado sus crónicas diferencias y firmaban la paz mutua. Luego los cuatro reyes acudieron a Huesca, donde la alianza anticastellana se consolidó uniéndolos a los cuatro. En 1191 firmaron un acuerdo por el que se comprometían a hacer la guerra a Castilla conjuntamente y a no firmar nunca la paz por separado.
La respuesta de Alfonso VIII fue enérgica y apuntó a lo que en realidad era el centro de la coalición, esto es, hacia Aragón, donde entró con su ejército en a primavera de ese mismo año. Mas Alfonso II lo rechazó. El panorama peninsular se veía además ensombrecido por la amenaza almohade que se cernía sobre España. En semejante situación los coligados de Huesca llegaron a buscar la amistad de los almohades, en su afán revanchista contra Castilla. Hubo de intervenir el Papa, por medio de su legado Gregorio, a fin de obtener una reconciliación. De lo contrario, España entera corría el peligro de perderse. Los resultados obtenidos por el legado fueron tan sólo parciales, pero al menos permitieron el forcejeo de cristianos y musulmanes que va desde la victoria de éstos en Alarcos hasta su derrota definitiva en la batalla de las Navas de Tolosa.


2 comentarios:

moni dijo...

Muy intereante, me lo pienso leer todo,
Un saludo!

FRANCISCO GIJON dijo...

Gracias, Moni, por el honor que me haces. Siéntete como en tu casa. Un abrazo y toda mi gratitud para tí.