
Después de las vistas de Sahagún, ambos monarcas se encaminaron a Aragón, donde el castellano había de recibir a Leonor y contraer luego con ella matrimonio en Tarazona. Esta larga convivencia entre ambos monarcas, aún adolescentes, debió facilitar un acuerdo total en todas las cuestiones que afectaban a los dos reinos.
Próximos estaban los más fuertes ataques de los almohades, y mientras Castilla y León guarnecían sus fronteras con la instalación en ellas de órdenes militares propias, Alfonso II tomaba posiciones apoderándose de Caspe, los valles de Alfambra y Guadalaviar y la ciudad de Teruel. Pero el asunto más espinoso en aquellos años fue la cuestión de Navarra, con la que tanto Castilla como Aragón habían firmado paces desventajosas en 1167 y 1163 respectivamente. Éstas habían permitido a la primera quedar en posesión de parte de La Rioja y de algunas tierras de Burgos. Como antaño tras el Tratado de Tudillén, también ahora actuaban conjuntamente castellanos y aragoneses. El interés de éstos últimos estaba en asegurarse el derecho de la conquistas musulmanas por el sur, derecho que en parte habían tenido que ceder a los navarros, los cuales podían cerrarles el paso. El peligro no era puramente teórico, sobre todo desde que el caballero navarro, Pedro Ruiz de Azagra, se había establecido en Albarracín, probablemente como consecuencia de los acuerdos anteriormente citados, y, como señor de esa plaza, desconocía la soberanía del rey de Aragón. La guerra contra Navarra, acordada por castellanos y aragoneses, debía incluir por tanto entre sus objetivos la cuestión de Albarracín. La lucha se mantuvo a intervalos entre 1173 y 1176, hasta que decidieron someter los problemas con Castilla al arbitraje de Enrique II de Inglaterra, quien, tras analizar detenidamente los alegatos de las partes, sentenció que el navarro debía devolver a Castilla todo lo qeu le había arrebatado durante la minoría de edad de Alfonso VIII. Sncho VI de Navarra aceptó, al fin, esta sentencia en 1179. En el asunto de Albarracín, en cambio, Pedro Ruiz de Azagra siguió poseyendo la ciudad como señor absoluto de la misma.
La buena armonía castellano-aragonesa iba a dar sus mejores frutos al final de esa década en los acuerdos firmados por ambos Alfonsos durante el sitio de Cuenca en 1177 y en Cazorla en 1179. Ya con anterioridad el Tratado de Tudillén, firmado por Alfonso VII el Emperador y Ramón Berenguer IV en 1151, había echado las bases de las actuales negociaciones. Se había determinado entonces, además del reparto del Reino de Navarra, nunca llevado a efecto, la asignación de las respectivas zonas de influencia de ambos reinos en la Reconquista. Ramón Berenguer se había atribuído Valencia, Denia y Murcia, pero con la obligación de prestar por ellas vasallaje a Castilla, con lo que el emperador daba a entender que a él le correspondía la suprema potestad sobre todas las tierras de la Península. Sin embargo, semejante condición, que hubiera hecho de Aragón un vasallo de Castilla, iba en contra de las corrientes igualitarias que venimos describiendo, razón por la cual se hacían difícilmente sostenibles, ya que los monarcas aragoneses harán cuanto esté de su parte por eludirla. Y lo conseguirán a través de los dos tratados antes mencionados.
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