Hasta que un día pensó en consultar al que años atrás había sido su maestro y director espiritual, el que ahora estaba de abad en San Juan de la Peña.
-Nadie como él -se dijo el rey- podrá darme el consejo apropiado para resolver la grave situación en que me encuentro.
Y una noche, con gran sigilo, envió el monarca un mensajero de su confianza al abad.
-Explícale -le dijo Ramiro II- que traman algo contra mí varios señores principales. Dile que necesito urgentemente su consejo. El abad no te responderá, porque la regla le prohíbe hablar. Sin embargo, él se valdrá de algún medio para indicarte qué es lo que debo hacer.
Unas horas después el mensajero se hallaba ante el abad, que era un hombre alto, imponente en su hábito negro. Llevaba puesta la capucha, y en su recatado rostro destacaban su espesa barba y unos ojos negros e inquisitivos.
Cuando el emisario le explicó el objeto de su visita, el abad meditó un instante y luego le indicó con un gesto que le siguiera. Salieron a un huerto. En aquel momento precisamente amanecía y el aire de la mañana hacía ondear suavemente las maduras espigas de un sembrado próximo.
El abad tomó una afilada hoz en su mano y, tras mostrársela un momento al mensajero, fue cortando todas las espigas que sobresalían. Sus tajos eran seguros, contundentes, pero suaves, sin ruido.
Una vez terminada su tarea, se volvió al emisario real y se quedó mirándole fijamente con sus ojos brillantes.
-¡He comprendido! -dijo el emisario mirando las espigas decapitadas que había esparcidas por el suelo.
Y tras despedirse del abad, emprendió rápidamente el regreso a la corte para informar de su embajada a Ramiro II.
A los pocos días se anunció que el monarca aragonés deseaba construir una campana enorme. Tanto que su sonido alcanzaría del Pirineo al Ebro y del Sobrarbe hasta Navarra. Mientras las gentes hacían cábalas sobre cómo sería posible hacer una campana semejante, cierto día, el rey hizo saber que ya estaba fundida, en un lugar de su palacio.
-Espero a todos los nobles para mostrársela -dijo.
Toda la nobleza, devorada por una curiosidad irrefrenable, acudió para ver aquella campana tan renombrada. Y el rey, después de agasajarlos con una comida abundante y exquisita, les rogó que le siguieran a una espaciosa habitación del palacio.
Cuando los nobles vieron lo que allí había quedaron en silencio, consternados. Alguno hubo que no pudo reprimir un grito de espanto. Y no era para menos, ya que en el centro de la estancia había quince cabezas de hombres, puestas en círculo en el suelo.
-¿Qué os parece esta campana? -preguntó el rey -. Y esto es el badajo.
Y señaló una cuerda que pendía del techo, al final de la cual, otra cabeza, la del obispo conspirador, se balanceaba levemente, como un péndulo siniestro.
Allí estaban las cabezas de todos los que hasta entonces habían conspirado más abiertamente contra Ramiro II. Los nobles allí presentes reconocieron perfectamente aquellos rostros grotescos y trágicos. Y al pensar en que podían correr una suerte igual, no faltó quien se estremeció involuntariamente y sintió erizarse sus cabellos.
A todo esto se había hecho un silencio impresionante. El rey habló así entonces:
-¿No es cierto, señores, que esta campana de Huesca es la más famosa de todos los tiempos? Yo os digo que sonará magnífica y terrible hasta para vuestros hijos e incluso para los nietos de ellos.
Hizo una breve pausa y agregó:
-Y recordad vosotros, nunca se os olvide, que oiréis su terrible sonido cuantas veces os tiente la idea de insubordinaros o de conspirar contra mi.
Y dando media vuelta, Ramiro II el Monje salió de la habitación dejando en ella aterrados y silenciosos a todos los nobles aragoneses.
1 comentario:
No conocía esta historia. Lo cierto es que no desentona con lo que era la época, y sea cierta o no, no desmerece el suspense que has sabido darle.
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