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30 abr 2016

LOS NÚCLEOS LITORALES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII (II)

Durante el siglo XVIII Santander multiplica su población por cinco, y de un pequeo puerto pesquero se convierte en plaza mercantil de primer orden, en el balcón por el que Castilla se asoma al mar. Cuenta con sus productos de comercio ultramarino: el hierro, los curtidos, la erveza y las harinas. "El Correo Mercantil de España y sus Indias" habla así del puerto de Castilla, en su publicación del 7 de enero de 1793:

"Esta ciudad, único puerto comercial de Castilla la Vieja, está en el centro de su costa, en ameno sitio y clima templado y sano. Es abundante y barata y tiene actualmente buen comercio, sin más estímulo que el de su situación ventajosa. Su mayor proximidad a Castilla la Nueva y León, su famoso camino abierto a expensas del Real Erarioy hoy reformado por este Real consulado, le dan proporciones para su inmenso tráfico. Igualmente cuenta la ventaja de una abundante arriería en sus contornos, y tantos millares de carros tirados de bueyes, con que se hacen las explotaciones a precios muy equitativos. Con la misma facilidad y equidad que interna los efectos de su comercio marítimo, extrae para la América los osbrantes de sus producciones de los reinos y provincias interiores, sus circunvecinas, singularmente los aguardientes, los vinos generosos de la Nava y Peralta, y los comunes de Rioja y Campos, donde antes del comerco libre se veía en varias ocasiones con harto dolor derramarse para hacer la vendimia, por no haber quien les comprara ni vasijas en que conservarlos y recibir los nuevos. También se extraen con el auxilio del libre comercio los sobrantes de tejidos y lanas y otras manufacturas, cuyas primeras materias abundan en Castilla y León. Por estos medios no puede dejar de aumentarse la agricultura, de multiplicarse y perfeccionarse las fábricas, porque dando ocupación honrosa y lucrativa a los habitantes, ellos no desampararán sus casas impelidos de la necesidad. Se pueblan los lugares desiertos, se llenan de gentes los habitados y, en una palabra, se hacen felices unos reinos que, siendo los primitivos de la Monarquía y por naturaleza opulentos, se iban despoblando y estaban sus moradores poco menos que en la última miseria. Por último, es grande el aumento que se sigue al Real Erario por los consumos, trueques, compras, ventas, introducciones y extracciones de este comercio. De todas partes concurren a buscar las evidentes utilidades del tráfico de esta plaza. Vienen de Galicia y Gijón, de Vizcaya y aun de Madrid. Los Cinco Gremios Mayores de dicha Villa comercian con ella y la compañía de Longistas ha fabricado casas".

Por su parte, el comercio gaditano se inicia con el contrabando ejercido por los extranjeros y respaldado por nombres españoles. En el año 1680 Cádiz ya es cabecera de las flotas de Indias, y en 1717 pasa a Cádiz la Casa de Contratación, que hasta entonces había estado en Sevilla. Cádiz multiplica su población. Sólo el número de comerciantes extranjeros pasa de 4.545 en el año 1709 a 8.734 en 1791. De éstos, 2.701 eran franceses, quienes llegaron a contar con 62 casas comerciales y un considerable número de comerciantes independientes. Hay alrededor de 5.000 italianos: genoveses, milaneses, napolitanos, venecianos, florentinos, piamonteses; ingleses, holandeses, etc... Es rara la ciudad extranjera de cierta altura mercantil que no tenga un corresponsal o consignatario en Cádiz.
También vascos, santanderinos, riojanos, catalanes, levantinos y otros andaluces acuden a Cádiz. Arroja una pléyade de comerciantes ricos, que sólo son considerados así si cuentan con una fortuna de más de 300.000 reales.
El extraordinario volumen de su comercio apenas si queda perfilado con estas cifras sugestivas: los ingresos ascendieron en el año 1784 a 55 millones y medio de pesos de a 128 cuartos. En 1793, mientras por el puerto de Santander entraban y salían productos por valor de poco más de 24 millones de reales, por Cádiz la cifra superaba los 818 millones.
Contra lo que se puede pensar, el comercio gaditano no ceduió tras la ruptura de su monopolio con las Indias y la declaración del libre comercio. Experimenta, por el contrario, su mayor apogeo entre los años 1778 y 1786. Fue el "crack" de este año (no atribuible a la pérdidad de su monopolio ni mucho menos) un golpe mortal para su comercio. Aunque se apuntan síntomas de recuperación a partir de 1790, otra vez, en 1796, comienza una decadencia casi definitiva. En el año 1801, tras firmarse la paz con Inglaterra, parece que el comercio gaditano quiere resurgir, pero de nuevo la guerra anglo-española de 1804 lo hunde sin remisión.
Entre 1796 y 1801 se arruinan la mayoría de las casas comerciales. Se pierden 186 buques. Las represalias de los primeros días de octubre de 1804 le cuestan al comercio de Cádiz más de 600.000 reales. La batalla de Trafalgar acabó de darle el golpe de gracia definitivo.
Hemos visto la dinámica que siguen algunos de los núcleos costeros. Lo mismo, aunque con sus variables peculiares, se podría apuntar sobre Gijón, La Coruña, Málaga, Alicante y otros puertos.

23 abr 2016

COMPAÑÍAS DE COMERCIO PARA EL MERCADO INTERIOR

Entre 1476 y 1773, esto es, durante el reinado de Fernando VI, se crean nuevas compañías que tienen como finalidad el desarrollo económico del interior, ya que ni las compañías de los Cinco Gremios ni las ubicadas en los puertos costeros dejan sentir su peso en las zonas centrales de la Península. Así surgen las Compañías de Zarza la Mayor, Extremadura, Granada, toledo, Requena, Cuenca, Ezcaray y Burgos.
Fueron previas y, por supuesto, independientes a la apertura del libre comercio con América. Los objetivos que se propusieron no fueron otros que instalar fábricas y manufacturas, venta de estos productos, intercambios mercantiles, producción de paños, financiación industrial, comercio de lanas, etc...
Se las dota con grandes privilegios y exenciones; se les regulaba el vender acciones, así como el dar y recibir dinero. Comienzan sus operaciones con gran entusiasmo, cuentan con modestos capitales, compran, venden... En resumen, se benefician. No obstante, su exitencia apenas sobrepasó un promedio de diez años; o cayeron en bancarrota o fueron consideradas perjudiciales al interés público.
La compañía de Zarza la Mayor se proponía exportar tejidos de seda y lana a Portugal, para lo que contaba con una exención del 75% de los derechos arancelarios. Absorbió a la de Granada y ambas fueron absorbidas por la de Toledo. Entre todas sumaban un capital social de cinco millones de reales. La quiebra no se hizo esperar y la abolición fue la consecuencia lógica. Todo ocurrió entre los años 1746 y 1756.
La Compañía de San Carlos, de Burgos, se funda el 27 de noviembre de 1767; hay auspicios de que será la mejor de Europa. Pero desde un principio se nota que aquello no marcha. Se anuncia una suscripción de acciones por valor de seis millones de reales; sin embargo, sólo se cubren 998.000, con el caudal de los capitalistas madrileños y montañeses. No hay duda de que su participación es tímida.
A los tres años, las cotizaciones de las acciones habían caído más de un 30% por debajo de la par. A los seis años todo se había disipado como un sueño. El fracaso fue total. El enraizamiento de las causas es muy similar al que provocó la ruina de las Reales Fábricas: altos costes de producción, dirección incompetente con descuadre de balances, barreras geográficas y ubicación desventajosa, inelasticidad de la demanda, carencia de economías externas y debilidad de los accionistas, no pueden sostener la competencia y basta una ligera contracción para que se hundan.

22 abr 2016

LOS CINCO GREMIOS MAYORES DE MADRID

Los Cinco Gremios Mayores de Madrid los componen los gremios de sedería, joyería, mercadería-especiería-droguería, paños y lienzos. Son la flor y nata de los comerciantes madrileños. Estos gremios, vinculados entre sí, forman, en 1734, una compañía para explotar el arriendo de las rentas reales. Ya antes habían tenido contactos con la Hacienda Real, realizando un gran negocio, ya que jugaban con el dinero de particulares a quienes pagaban unos intereses menores de los que percibían por los empréstitos que hacían a la Hacienda.
Dan un nuevo paso al constituir la Compañía de Comercio, con un capital de un millón de reales y con la finalidad de comerciar con Europa y América. Poco después se fusionan con los hermanos Uztariz, potentes comerciantes de Cádiz, y del concierto sale una compañía con un capital de 15 millones de reales.
A partir de 1761, los Cinco Gremios han adquirido dinero y competencia para realizarlo todo por su cuenta. En 1763 constituyen la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, con un capital de 15 millones de reales, y a la que sólo podían pertenecer los miembros de estos gremios; eran varios cientos de sujetos, cada uno con establecimiento propio y monopolio en un barrio de la capital.
Tienen varias factorías y dos delegaciones en Valencia y Cádiz. Poseen barcos y traen productos finos de las colonias. Los beneficios son impresionantes. El espíritu comercial parece querer invadirles al intentar que la compañía funciones por individuos y no por el sistema gremial. En 1777 se les calcula a los 375 miembros adheridos una cantidad de 210 millones de reales.
Alcanzan una irradiación enorme, con factorías en Londres, París, Hamburgo, México, Veracruz, Guatemala, Arequipa, Lima y Manila. Financieramente lo constituyen todo: banco de depósito, de giro, de crédito e industrial. En 1785 se concede a esta fuerte entidad capitalista un aumento de capital de hasta 30 millones de reales.
En el sector agrario, los Cinco Gremios se dedican a recaudar la Gracia del Excusado, arriendo de las rentas de las órdenes militares, abastecimiento del ejército, marina y de la ciudad de Madrid. Cuentan con enormes privilegios para drenar la economía española. Pero su posición es eminentemente conservadora, basándose en sus fuertes oligopolios.
Los Cinco Gremios tomaron también a su cargo las manufacturas sederas de Talavera, Valencia y Murcia, las lanas y estameñas de Guadalajara y San Fernando, los estampados de Barcelona, los paños de Cuenca y Ezcaray...
Siguen haciendo ampliaciones de capital y aumentando su función de intermediarios. En 1785 se les confía también la construcción del Canal de Aragón.
En la guerra de la Independencia de los Estados Unidos, en la que se vio envuelta España, los Cinco Gremios prestaron a la Corona 30 millones de reales. Pero éste fue un paso peligroso, pues su ligazón con el Estado terminó fundiendo su destino al del Estado mismo. La inflación y las guerras de la época de Carlos IV socavaron su prestigio. Las pérdidas crecían a la par que sus préstamos a la Corona aumentaban. Debilitada la Compañía de los Cinco Gremios en 1808, la invasión napoleónica le dio el golpe de gracia y quedó aniquilada totalmente.
Este "trust" tuvo en sus manos el transformar las estructuras comerciales del país, pero los avatares señalados, su signo conservador, sus preñados monopolios, el abrazo mortal que le dio a la Corona y su filiación antiilustrada, hicieron que no sacaran provecho ni remozan la economía castellana.

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7 mar 2016

DON JUAN JOSÉ DE AUSTRIA vs. VALENZUELA

En 1675, el rey Carlos II alcanza la mayoría de edad. Según lo dispuesto por Felipe IV, una vez que cumpliese los catorce años, dejaría de existir automáticamente la Junta de Gobierno. Pero el rey no reunía las condiciones físicas ni espirituales que necesitaba un digno titular de la Corona. En estas circunstancias, la aristocracia arranca del rey una carta en que comunicaba al cardenal de Aragón su propósito de "asumir el poder el mismo día de su cumpleaños, valerse de las luces y la experiencia del cardenal, prender al favorito y tomarle cuentas". En efecto, la aristocracia, humillada por Valenzuela, a quien no perdonaban que, procediendo de las filas de la plebe, se hubiera encumbrado hasta el valimiento, trataba de deshacerse de él por todos los medios. Una vez más, don Juan José volvía a ser el Mesías restaurador de los males de la monarquía. Así lo hizo saber Carlos II, a instancias de sus consejeros, a don Juan José. "Días seis, juro y entro al gobierno de mis Estados. Necesito de vuestra persona a mi lado para esta función y despedirme de la reina, mi señora y madre; y así, miércoles, a las diez y tres cuartos, os hallaréis en mi antecámara; y os encargo el secreto".
Don Juan José acudió presurosamente a Madrid; mas la regente y la facción que la apoyaba le gastaron una mala jugada. Doña Mariana hizo acudir a sus habitaciones a Carlos II. Después de una larga entrevista, de la que el rey salió con evidentes señales de haber llorado, don Juan José recibió una orden firmada por Carlos II, en la que se le mandaba salir hacia Italia. Pero todavía hubo más. El 7 de noviembre de 1675, el Consejo de Estado y el Consejo de Castilla dieron a conocer una consulta según la cual se disponía, de hecho, una prórroga de la minoridad del rey. Los decretos debían ser firmados por Carlos II; mas durante otros dos años debían ser supervisados por la Junta de Gobierno, presidida por doña Mariana. Don Juan José debía marchar a Italia y Valenzuela sería apartado del valimiento.
En realidad, ni uno ni otro cumplieron lo dispuesto en esta consulta. Don Juan José ni salió de España ni siquiera devolvió el dinero que le habían dado para costear los gastos de su viaje. Valenzuela, nombrado embajador en Venecia, volvió a la corte en abril de 1676. Como Carlos II estaba dominado por su madre doña Mariana, Valenzuela pasó a ser valido de la reina y del rey. La sanción oficial la recibió con su incorporación a la Grandeza de España y con el nombramiento específico de primer ministro, que se le concedió en septiembre de aquel mismo año. A primera vista, tal nombramiento parecería ser la institucionalización de lo que hasta entonces no era más que una costumbre. Pero Valenzuela, a pesar de su flamante título de primer ministro no tenía el menor interés por dirigir efectivamente la política de la monarquía; toda su atención se conccentraba en ampliar su clientela de paniaguados, con los que hacer frente a la creciente y hostil marea de sus adversarios. La aristocracia, humillada hasta la exasperación, cerró filas como un solo hombre contra Valenzuela.
El resultado de la oposición nobiliaria fue el manifiesto de diciembre de 1676, en el que, con la firma de 24 nobles, se atribuía la postración del país al pernicioso influjo de doña Mariana y, en especial, ,al encumbramiento de Valenzuela. Pedían los nobles en su proclama el alejamiento total y definitivo de la regente, el encarcelamiento de Valenzuela y el establecimiento permanenete al lado de Carlos II de don Juan José de Austria.
Una vez más las esperanzas del país volvían sus ojos a don Juan José. el ejército le admiraba, después de sus victorias sobre los franceses en Cataluña durante la primera guerra contra Luis XIV, en 1668. Los catalanes, que no esperaban ya nada del gobierno central, veían en don Juan José al único hombre capaz de aumentar y afianzar sus libertades forales y de hacer algo positivo por el florecimiento de la industria y el comercio en Cataluña. La aristocracia aragonesa y andaluza coincidían con don Juan José en la oposición al valimiento del primer ministro Valenzuela. También en las dos Castillas los nobles armaban a sus vasallos en espera de que sonase la señal del levantamiento. La Iglesia también veía en don Juan José al salvador que acabaría con la corrupción reinante y devolvería a España a la vida virtuosa, de la que, por otra parte, pocos ejemplos positivos habría podido ofrecer el infatuado bastardo.

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19 ene 2016

ÚLTIMOS AÑOS DEL REINADO DE FELIPE II (I)

"La ruina final que se persigue a ojos cerrados"
Elegimos estas palabras de Antonio Perrenot de Granvela, pues describen a la perfección los últimos años del reinado de Felipe II, años que servirán de escenario a la iniciación del repliegue español en todos los frentes en que hasta ahora había logrado mantener su presencia y su hegemonía, y en los que tendrán lugar los primeros conflictos internos que servirán de precedente a los que, andando el tiempo, tenderán a desintegrar la unidad nacional tan laboriosamente construida por los Reyes Católicos.
La derrota de la Armada Invencible significó también para Francia la señal de que había llegado el momento de sacudir la engorrosa tutela de su poderoso vecino español. Enrique III, como ya dijimos, aprovechó la decadencia del prestigio español para afianzar su posición en el trono. Francia volvió, pues, a su punto de equilibrio contra la casa de Austria y a ser, en consecuencia, principal mantenedora de las libertades de Europa mientras éstas se viesen amenazadas por los Habsburgo. Sin la victoria de Inglaterra... Enrique III quizá nunca habría tenido valor para librarse del yugo de la Santa Alianza, y la subsiguiente historia de Europa pudo haber sido incalculablemente distinta.
La matanza de los Guisa acaba con los líderss del partido católico en Francia. La guerra se enciende una vez más en el país. Felipe, como se recordará, aprovecha la muerte de Enrique III para hacer valer sus propios derechos o los de su hija a la corte francesa. Las tropas españolas, acantonadas en los Países Bajos, entran en Francia. Entre 1590 y 1592, Alejandro Farnesio se ve obligado a abandonar sus campañas contra las provinias rebeldes del norte y a intervenir en las guerras de Francia. En 1592 Farnesio muere en Arrás cuando se preparaba para intervenir nuevamente en el país galo, gesto que, indudablemente, significaba un retroceso en los Países Bajos.
Enrique IV, recibido como rey por los católicos franceses, que creyeron sincera su conversión, declara la guerra a Felipe II. En 1595, España se encuentra, pues, en conflicto contra una liga formada por Inglaterra, Francia y los Países Bajos. Era un suicidio querer proseguir la lucha contra tan formidables enemigos. Los éxitos de las tropas de Felipe se frustraban al tener que establecer un gobierno sobre súbditos que le eran absolutamente hostiles. Felipe, que tenía ocupadas algunas regiones francesas desde los días de su alianza con los Guisa, tiene que abandonar Marsella, Toulouse y la Bretaña. La ciudad de Amiens, conquistada por los españoles, fue abandonada a los seis meses. Mientras que las finanzas de Felipe se arruinaban tratando de mantener una guerra costosísima, los ingleses y holandeses hacían fabulosos nogocios no sólo a base del comercio atlántico, sino incluso introduciéndose en el área mediterránea. Desde 1595, el mismo Papa se había inclinado inequívocamente a favor de la independencia francesa. Ahora no cabía más solución qeu la de llegar a una paz honrosa.
Desde la muerte de Alejandro Farnesio, en los Países Bajos se habían ido sucediendo varios gobernadores: el conde de Mansfeld (1592-94), el archiduque Ernesto de Austria, don Pedro Enríquez de Guzmán, conde de Fuentes de Val de Opero. El archiduque murió pronto; el conde de Fuentes, hombre de excelentes dotes militares y políticas, pronto fue sustituido por Felipe II por encontrarlo inadecuado para sus fines. No se comprende por qué se empeñaba el rey en continuar aquella política de guerras, aquellas misiones imposibles, que en ningún modo estaban respaldadas ni por la opinión de sus más lúcidos colaboradores ni, por supuesto, por las finanzas del país.
Felipe, para atender a sus descomunales propósitos, había dado una vuelta más al tornillo de los impuestos. Ya no eran suficientes ni la alcabala, ni los servicios ordinarios votados por las Cortes, ni los subsidios extraordinarios. Apartir de 1590 introdujo uno nuev: el de la "sisa", el mismo que había intentado imponer Carlos V en 1538, sin conseguirlo. Felipe obtuvo la votación favorable de las Cortes. Éste fue el impuesto de los "millones", nombre que se le dio porque se evaluaba en millones de ducados, no de maravedís. Se pagaba por todos los artículos alimenticios esenciales, en especial la carne, el vino, el aceite y el vinagre. En teoría, este impuesto no conocía exenciones; pero en la práctica, los que en realidad lo pagaron fueron los pobres, ya que los nobles, al poder abastecerse con lo que se producía en sus tierras y granjas, no tenían que comprar aquellos artículos sobre los que pesaba el impuesto. Una vez más, Castilla cargaba sobre sus famélicos hombros el peso entero del mundo, como un Atlante decrépito, a punto de derrumbarse.

5 jul 2015

CUANDO CARLOS I SE QUEDÓ A SOLAS CONSIGO MISMO... (II)

Cuando Carlos regresa a España en 1522, ya se han apagado las hogueras de las Comunidades y las de las Germanías. Pero simultáneamente han surgido nuevos conflictos, instigados por el rey de Francia. La preocupación inmediata de Carlos en la etapa que ahora comiena será la de consolidar sus dominios hereditarios. El motor último de su actividad sería su peculiar concepción del Imperio. El Sacro Imperio romano Germánico no es el que interesa a Carlos. Como entidad política, semejante Imperio se había convertido a finales de la Edad Media poco menos que en una entelequia sin valor alguno a efectos practicos. El poder del emperador en Alemania no pasa de ser nominal. En el resto de los países integrantes de la cristiandad, ni siquiera es eso. El creciente espíritu nacionalista ve en la idea medieval del Imperio más que un factor aglutinante, una amenaza a la soberanía e independencia de las naciones. Cuando Carlos piensa en el Imperio, imagina una comunidad supranacional de pueblos unidos por un supremo ideal: la paz cristiana, y vinculados por su común pertenencia a una misma dinastía: la que él representa. Para él, el dinasta es, más que un príncipe, un propietario de sus reinos. Es una idea típicamente feudalde la que Carlos no se ha despojado todavía. En consecuencia, él, como cabeza de la dinastía Habsburgo, es cabeza también de los pueblos gobernados por ella. Su primer objetivo será recobrar los territorios que en el pasado pertenecieron a su dinastía. La nostalgia por la recuperación de Borgoña aparecerá en el trasfondo de su política. Esta restauración de las posesiones territoriales sería, sin embargo, un primer paso destinado a garantizar la paz cristiana. Mas ya en esta etapa chocarán sus ideales con serios obstáculos: Francia, acorralada por todas partes por el Imperio de Carlos, no sólo retiene Borgoña, sino que toma la ofensiva tratando de romper el círculo que la atenaza y que la pone en peligro de convertirse en un satélite del Imperio. El papado, que en el pasado había sido inspirador y aliado del Imperio, no comparte tampoco las ideas imperiales de Carlos. Más atento a la realidad, comprende que la paz cristiana sólo se puede conseguir aceptando la pluralidad nacional y construyendo un sistema de equilibrio que, manteniendo a todos los implicados en un plano de igualdad, impida a uno de ellos pretender la hegemonía sobre el resto. El mismo papado siente amenazada su independencia por el Imperio de Carlos. Sus estados peligran, amenazados al sur por las posesiones carolinas de Nápoles. El peligro sería mayor si Carlos llegara a afianzarse en el norte de Italia. Por eso, los papas preferirán unirse a Francia en su lucha contra Carlos. Éste, por su parte, no comprende cómo el mismo Papa se opone a lo que él considera verdadero ideal cristiano. Para él, el pontificado está traicionando el verdadero cristianismo aliándose con el rey de Francia, que, a su vez, ha establecido una alianza con el turco. La Iglesia, piensa Carlos, está necesitada de reforma. El pueblo alemán, a la sazón, también se siente sacudido por una preocupación semejante, la de reformar la Iglesia. Pero el movimiento reformador deAlemania, desencadenado por Martín Lutero, ha emprendido una línea crítica tan radical que ha lanzado a sus seguidores por el camino del cisma. En estas circunstancias, Carlos da un paso más en su ideario político. En esta segunda etapa, el monarca tratará de llevar a cabo su ideal imperial a partir de una sólida base: España.
No sabemos si las palabras que el obispo Mota dirigió a las Cortes de Castilla, reunidas en Santiago de Compostela, en las que hablaba de hacer de Castilla el corazón el Imperio, se debían solamente a razones de oportunidad u obedecían también a un sincero deseo del reciél elegido emperador. El hecho es que, al volver Carlos a España en 1522, comienzan a convertirse en realidad. Carlos, sí, se hispaniza. Carlos convierte a Castilla en el punto de apoyo de sus amplios dominios. No cabe duda de que el prestigio alcanzado en el exterior por los reinos hispánicos durante el reinado de los Reyes Católicos atrajo las miradas de los estadistas y políticos contemporáneos, que vieron en ellos un ejemplo digno de ser imitado. Pero, aparte de las razones de prestigio, Carlos podía encontrar en sus reinos hispánicos, y sobre todo en Castilla, muchos de los recursos que necesitaba para realizar sus propios ideales. La libertad de acción que la constitución castellana concedía a la Corona, hasta permitirle llegar a los extremos del absolutismo, merecía la pena ser imitada en las demás posesiones imperiales. Esa misma libertad permitía al monarca disponer de los valiosos recursos humanos de aquellos reinos y de los ingentes recursos económicos que se le podían ofrecer, sobre todo desde que América había comenzado a volcar sus tesoros sobre el país. Por otra parte, en ningún otro lugar podía Carlos encontrar servidores tan dispuestos a luchar contra la herejía protestante, que amenazaba con desintegrar el Imperio, o contra el poder de los turcos, que presionaba cada vez más fuerte, no sólo el Mediterráneo, sino también en la cuenca del Danubio, en las fronteras orientales de su imperio continental. La culminación de esta hispanización de Carlos la marca su casamiento con Isabel de Portugal, cuyo influjo personal sobre el emperador le inclinaría cada vez más a la línea política que iniciaba.

30 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (y IX)

En julio de 1522, Carlos regresó a España. unos meses después (28 de octubre), proclamaba en la Plaza Mayor de Valladolid una amnistía general a favor de los implicados en el movimiento comunero; pero, en realidad, no fue aque un perdón general. Cerca de 300 personas fueron exceptuadas, entre ellas algunos de los procuradores que las ciudades comuneras habían enviado a las Cortes, quienes fueron ejecutados. Carlos llegó incluso a pedirle al rey de Portugal la extradición de los refugiados políticos; pero éste, con buen criterio, se negó a ello. La aversión de Carlos a los comuneros, sin embargo, duró hasta su muerte. Todavía en 1552, en unas instrucciones dirigidas a su hijo Felipe II, le recomendaría no vender hidalguías "a hijo ni nietoo de persona ecebtada en lo de las alteraciones pasadas de la Comunidad". Los ideales que habían movido la revolución no habían muerto con la represión. Así lo hacía saber el almirante al emperador en una carta, de la que recogemos el siguiente testimonio:

"Su Magestad ha de saber que esta maldita secta de libertad estaba muy imprimida en los corazones de esta gente, que han de pasar largos tiempos, con compañía de buenas obras, para que se olvide. Ha de saber Su Alteza que tan vivo tienen hoy en el pensamiento a Juan de Padilla como si le viesen delante como solían".

¿Qué fue, en realidad, el movimiento de las Comunidades? ¿Fue una simple revuelta, destinada a corregir los abusos de una corte formada en su mayor parte por extranjeros rapaces y desconsiderados? ¿Se trató, más bien, de una revolución en que la protesta contra los abusos se convirtió pronto en un intento de reorganizar la sociedad según unos presupuestos distintos? De esta opinión son algunos historiadores.
El proyecto revolucionario de las Comunidades , una vez distinguido debidamente de los desórdenes que, al abrigo de la situación, se produjeron, tendía a sustituir el gobierno local, de carácter aristocrático, por instituciones representativas de todos los sectores de la población. En el plano nacional, promovía la adhesión a un gobiero revolucionario, la Junta, que se afirmaba coo la expresión de la representación y de la voluntad nacional frente al poder real y a la alta nobleza. Éste fue el carácter del movimiento comunitario por lo que se refiere a las regiones en que másarraigo tuvo: las dos Castillas.
Este movimiento no fue consecuencia exclusiva del nacionalismo xenófobo de los castellanos. Sus raíces hay que buscarlas en la crisis que se produjo a la muerte de Isabel. A lo largo de ella, el poder real se debilitó, al par que crecía el interés de la alta nobleza por apoderarse del poder político. Las clases medias se alzaron en bloque contra la nobleza y contra una corona que, por su debilidad, estaba dispuesta a devolver a los nobles los privilegios que habían perdido bajo los Reyes Católicos. Pero la burguesía estaba dividida. Por una parte, la alta burguesía de mercaderes y negociantes trataba de defender su casi monopolio sobre el comercio. Contra ellos chocaban las clases medias, es decir, la pequeña burguesía industrial, los artesanos, tenderos, obreros, mercachifles y también los letrados capaces de captar el malestar social y de canalizarlo. Surge así la oposición entre ciudades de la periferia, dominadas por los grandes negociantes, y el centro. Aquí, en esta pugna de intereses entre los dos mencionados sectores de la burguesía, deben buscarse las contradicciones internas del movimiento comunero.
Esta revolución, que podríamos definir incluso como la primera revolución moderna, fue también una revolución prematura, que trató de dar el poder político a una burguesía todavía débil. El fracaso de la revolución debilitó más todavía a esta burguesía. La economía castellana de los fabricantes del interior no pudo resistir la competencia extranjera ni las presiones del monopolio de Burgos sobre la lana.
La aristocracia, que esperaba ver premiadas su participación en la represión de las Comunidades con la participación en el poder político, se sintió frustrada cuando Carlos hizo triunfar, cada vez más claramente, el absolutismo monárquico. Decepcionada, la aristocracia se dedicó a hacer crecer su poderío económico, con lo que puso las bases para su futura intervención en la política. Las clases medias, vencidas, retiraron sus capitales de la industria y los invirtieron en la adquisición de tierras. Sus hijos perdieron el interés por los negocios y volvieron sus ojos hacia la Iglesia, el mar o la casa real, es decir, hacia las universidades, donde podían adquirir una formación que les capacitase para ingresar en el funcionariado real; hacia las órdenes religiosas o el clero y, finalmente, hacia la aventura colonial o militar.
Al negocio se prefirió la renta, al trabajo, la ociosidad garantizada por la posesión de un título de hidalguía. Lo que pereció con las Comunidades no fueron las antiguas franquicias medievales; no se ventiló allá el destino de las ciudades medievales autónomas, llamadas a ser englobadas en los crecientes estados. Lo que desapareció fue, indudablemente, la libertad política y la posibilidad de imaginar un destino diverso al de la España imperial, con sus grandezas y sus miserias,sus hidalgos y sus pícaros. Carlos V dio muerte, sin duda alguna, a lo que se preparba bajo los Reyes Católicos y bajo Cisneros: una nación independiente y moderna.

22 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (VIII)

Toledo había sido desde el principio, el alma de la revolución comunera. De allí habían salido las principales orientaciones y consignas. Toledo había manifestado , con su ausencia y sus comunicaciones, su oposición a las Cortes de Santiago. Sus tropas habían socorrido a los segovianos, habían conquistado Tordesillas y, a pesar de su momentánea retirada tras el nombramiento de don Pedro Girón, habían vuelto a la brecha, requeridas por Valladolid. De Toledo había salido el caudillo de los ejércitos comuneros, írolo tambiéndel bajo pueblo castellano: Juan de Padila. La derrota de Villalar supuso, ciertamente, el fin de la revolución en Castilla la Vieja; pero al sur de Guadarrama el movimiento seguía en poe, capitaneado una vez más por Toledo.
Antes de que se produjera el desastre de Villalar, el obispo Acuña había acudido a Toledo con la intención de apoderarse del arzobispado (vacante a la muerte de Guillermo de Croy) y poner a disposición de las Comunidades las cuantiosas rentas de aquella diócesis. Su llegada a la ciudad del Tajo, sin embarg, no hizo más que poner en evidencia las contradcciones internas de la causa comunera. El belicoso obispo entró pronto en conflictos con la esposa de Juan de Padilla, María de Pacheco, mujer de extraordinaria personalidad, a la que tampoco faltaban ambiciones personales. Ella proponía como candidato para el arzobispado a un hermano suyo. Cuando la oposición de Acuña a este plan se endureció, María de Pacheco exigió que se entregase el maestrazgo de la orden de Santiago a su propio esposo. Con todo ello pretendía unir todos los recursos posibles al servicio de aquella fracción de las Comunidades que se distinguía por su radicalismo y que, formada en su mayoría por los artesanos, los obreros y el puebo bajo, se oponía a las pretensiones de la otra fracción comunera, formada por la pequeña nobleza de las ciudades y por los demásmiembros de la burguesia acomodada. La noticia de la derrota de Villalar y la ejecución de Juan de Padilla puso en manos de los seguidores de su esposa las mejores bazas. El dolos de las gentes al verse privada de su Padilla, hizo que cerrasen filas en torno a María de Pacheco. Acuña debió abandonar Toledo y ponerse en camino de Francia, disfrazado de fraile, pero fue descubierto cuanto trataba de atravesar el Ebro, y se le puso en prisión.
Al mismo tiempo, las tropas vencedoras de Villalar, que se dirigían hacia el sur del Guadarrama para terminar con la resistencia comunera, debieron dar marcha atrás para atender a la defensa de Navarra, invadida en aquellos días por el ejército de Francisco I. Estas circunstancias permitieron a María de Pacheco mantener todavía durante nueve meses su resistencia.
La causa, en realidad, estaba perdida. Los comuneros más radicales resistieron gracias a que Toledo pudo ser abastecido sin que las tropas del prior de San Juan, enviado contra ellos, pudiseen evitarlo. Las riquezas acumuladas en los conventos e iglesias de la ciudad, confiscadas por la viuda de Padilla, permitieron financiar la resistencia. Finalmente una revuelta interior, alentada por el clero y algunos caballeros, puso fin a la misma, María de Pacheco logró huir a Portugal, disfrazada de aldeana. Condenada más adelante a muerte en rebeldía, sobrevivió todavía diez años en el vecino país. Las tropas reales, una vez que se apoderaron de Toledo, arrasaron su casa y levantaron sobre su solar una columna con una inscripción en que se hacía memoria de los males que por causa de los Padilla habían sobrevenido a la ciudad. El obispo Acuña se libró de la muerte, de momento, a causa de su dignidad eclesiástica. Durante cuatro años se le tuvo encerrado en el castillo de Simancas, pero todavía dio que hacer aquel inquieto personaje. Así lo cuenta Pedro Mexía:

"...acaesció que el obispo de Zamora, que como está dicho estava preso en Simancas, por aver sido uno de los capitanes y mayores provedores de las Comunidades, por se soltar de la prisión, ovo manera como mató al alcaide que lo tenía preso; e como al ruido acudiee el hijo del alcaide y otros de su casa, ya que iva el obispo cerca de la puerta para se salir, lo tornó a prender, y hizo sabe al Emperador lo que pasava... Sabido por el Emperador, y rescibiendo grande indignación del caso, embió luego allí un alcalde de su corte, llamado Ronquillo, para que hiziese escarmiento y castigo que los hechos del obispo merezían. El qual llegado a él, e informado bastantemente del hecho, lo sentenció a muerte; y la hizo executar en él mandándole dar un garrote con que le ahogaron y después poner donde todo el pueblo lo viese".

21 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (VII)

El condestable, al no poder alcanzarlos con la infantería, lanzó contra el enemigo a su caballería. Ya estaban llegando los comuneros a Villalar, cuando se desató un fuerte aguacero. La tropa, tratando de llegar cuanto antes al poblado, se desbandó. Apenas algunos grupos ofrecieron resistencia a la caballería imperial. El ejército comunero quedó destrozado, y sus principales capitanes, después de batirse valerosamente, cayeron en manos del condestable, entre ellos Juan Padilla y Juan Bravo.
Una simple escaramuza había liquidado la fase más peligrosa de la revolución. Al día siguiente, 24 de abril de 1521, los mencionados capitanes fueron degollados en Villalar. He aquí el relato de Pedro Mexía:

"Presos estos cavalleros, ...otro día, miércoles, se mandó hacer justicia dellos; y así fueron degollados ... en el lugar de Villalar, con público pregón en que los declaravan por traydores. Lo qual como lo oyese Juan Bravo, capitán de Segovia, quando lo llevaban por la calle, le dixo al pregonero que mentía é y quien le havía mandado. Y Juan de Padilla, pareciéndole que no era tiempo de semejantes palabras, le dixo: Señor Juan Bravo: ayer era día de pelear como cavalleros, pero oy no es sino de morir como cristianos".

Apenas se difundió la noticia de la derrota de Villalar, las Comunidades de Castilla la Vieja se disolvieron, y, una tras otra, las ciudades y villas rebeldes se sometieron sin resistencia. es entonces cuando el rey de Francia desencadena la ofensiva contra Navarra. Corrió el rumor de que había sido llamado por los comuneros, que todavía resistían en Toledo, conducidos por el obispo Acuña y la viuda de Juan Padilla, María de Pacheco. El temor de los comuneros de Castilla -que ya habían depuesto las armas- a ser considerados traidores a la patria, hizo que cerrasen filas junto a las tropas enviadas contra el rey de Francia; el deseo de hacer méritos para hacerse perdonar por los vencedores no pesó menos en su decisión de participar en la contraofensiva. Pronto hablaremos de las guerras con Francia. De momento nos detendremos a conocer los últimos coletazos de las Comunidades en Toledo.

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20 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (VI)

Al pasar por Madrid, las tropas de Padilla se vieron engrosadas con las de Juan de Zapata. Aumentando conforme avanzaban, llegaron a Valladolid, donde se hizo a Padilla un recibimiento apoteósico. Sin embargo, la junta no consintió que se le nombrase capitan general, cargo que se entregó a don Pedro Laso de la Vega.
Con los 10.000 infantes y los 1.000 caballos que Padilla tenía a su disposición, comenzó a actuar. Su objetivo era la plaza de Torrelobatón, que tenía una importancia estratégica primordial. En primer lugar, su posesión cortaba las comunicaciones entre Medina de Rioseco y Tordesillas, de modo que hacía fácil la reconquista de esta última y la recuperación del prestigio perdido desde el momento en que la reina Juana pasó a poder de los imperiales. Por otra parte, desde Torrelobatón se podía impedir que los dos ejércitos imperiales entraran en contacto. A finales de febrero de 1521, Padilla era dueño de la importante fortaleza. Si en ese momento se hubiesen unido todas las fuerzas comuneras, los imperiales habrían sido pulverizados. Pero no ocurrió así. El obispo Acuña, recuperado del berrinche que le produjo la pérdida de Tordesillas, había vuelto a la pelea; pero ahora se dedicaba a luchar por su cuenta contra la nobleza, tomando represalias contra los grandes y sus aliados.
Las divisiones internas de cada partido se agravaron. Los nobles parecían interesados en que la guerra contra el rey se perpetuase para que Carlos tuviese necesidad de sus servicios. Los comuneros, por su parte, también se dividen. Laso de la Vega y un grupo de comuneros entablan negociaciones con el enemigo. Padilla, por el contrario, es partidario de la guerra. La junta opta por probar suerte en los dos campos. Al final, perdería en ambos.
Mientras duran las conversaciones, la tregua se respeta entre ambos bandos. Intervienen el embajador de Portuga, el nuncio fray Francisco de los Ángeles, un franciscano especialmente enviado por Carlos desde Alemania. Los intentos de buscar una solución pacífica se suceden durante los primeros meses de 1521. En estas circunstancias se produce la deserción de don Pedro Laso, que abandona la causa comunera y se adhiere a los imperiales. Las negociaciones no tardan en romperse, ni tampoco la tregua. Padilla parece decidido a tomar Tordesillas. Juan Bravo viene con tropas desde Segovia. Francisco Maldonado capitanea las que envía Salamanca. Las Comunidades pagan impuestos especiales para financiar la guerra. El mismo Adriano muestra su admiración por aquellos comuneros que aceptaban los más duros sacrificios para sacar adelante su causa, en contraste con la cicatería, indecisión y egoísmo de los nobles que militaban en sus propias filas. En efecto, Carlos había dado al condestable la orden terminante de acudir con las tropas acantonadas en Burgos en socorro de Tordesillas. Pero los grandes remoloneaban. Así le escribía Adriano al emperador:

"Tienen por certísimo que V.M es obligado a satisfacerles todo el daño que han recibido y reciben en sus vasallos"

Cuando por fin se deciden, el condestable sale de Burgos el 8 de abril. Padilla debió aprovechar la superioridad numérica de sus tropas para atacar por separado a cada uno de los ejércitos enemigos. Pero él también estaba paralizado. Se le veía triste, profundamente abatido; al parecer, sus propias convicciones habían entrado en crisis; es posible que hubiera perdido la fe en su propia causa y la confianza en unas tropas que, como las suyas, andaban indisciplinadas, robando acá y allá, desertando continuamente apenas se veían con el zurrón atestado de botín. Pasaban los días y Padilla perdía un tiempo precioso, mientras que las tropas del condestable se acercaban amenazadoras. Al fin tomó una decisión: replegarse hacia Toro, donde podría encontrar cuanto necesitaba para enfrentarse a los imperiales, ya que en Torrelobatón carecía de los bastimentos necesarios para soportar victoriosamente un asedio.
El 23 de abril, el ejército comunero se puso en movimiento. La artillería abría la marcha. Seguía la infantería, perfectamente ordenados en batallones los 7.000 hombres que la componían. La caballería, compuesta por unas 400 lanzas, cubría la retaguardia. Los imperiales, que habían reunido sus fuerzas el día 21, descubrieron sus movimientos. Las lluvias primaverales habían convertido los caminos en lodazales impracticables. La artillería comunera se atascaba en el fango. La infanteria avanzaba con el barro hasta las rodillas.


19 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (V)

El préstamo portugués sirvió también para devolver a la regencia el crédito financiero. Nobles y banqueros, desde este momento, se animaron a prestar dineros a los virreyes (el regente, el almirante y el condestable). Los mercaderes burgaleses se volcaron del lado de los imperiales. A finales de otoño de 1520 ya se habían organizado dos núcleos de resistencia. Uno en Medina de Rioseco, capital de los señoríos del almirante; otro en Burgos, donde el condestable concentró sus tropas. La división de las fuerzas restaba peligrosidad al ejército imperial, circunstancia que daba a los comuneros la oportunidad de combatirlos por separado. Pero la división del ejército imperial obedecía a razones que evidenciaban la correspondiente división de intereses de quienes lo dirigían. El almirante no quería moverse de Medina de Rioseco para no dejar desguarnecidas sus posesiones. El condestable tampoco salía a su encuentro para no desguarnecer las suyas de la región burgalesa. Adriano clamaba y se desgañitaba en el nombre de la paz, de la nación, del emperador y de todos los santos. Pero los nobles, con una miopía desesperante, no veían más allá de sus propios intereses particulares. La revolución comunera, que había comenzado como un movimiento netamente nacionalista, comenzaba a transformarse, tras la defección de la nobleza, en una lucha de clases que enfrentaba a la gente común contra la nobleza, a los vasallos contra los señores. En aquella extraña guerra civil, los dos bandos parecían paralizados, indecisos, con una irresolución que pronto se tradujo en intentos de llegar a una solución pacífica, en un ir y venir de mensajeros, espías, parlamentarios y predicadores. Dentro de cada partido se dibujaban dos tendencias contrapuestas: la de los pacifistas, dispuestos a un entendimiento, y la de los militaristas, dispuestos a un choque decisivo.
En estas circunstancias, los comuneros se pusieron en movimiento. Don Pedro Girón y el obispo Acuña llevaron sus tropas ante Medina de Rioseco y desafiaron al enemigo a dar batalla en campo abierto. Los imperialistas decidieron esperar el ataque, pero entretanto enviaron a un pretigioso predicador, fray Antonio de Guevara, para que parlamentase con los jefes del ejército comunero. Poco después, el almirante mismo y su mujer acudieron al campamento enemigo y se entrevistaron con Acuña. No se sabe cómo lo consiguieron. El hecho es que a los pocos días el ejército comunero levantó el sitio y se puso en marcha hacia Villalpando, camino de Valladolid. Al parecer se les había hecho creer que el almirante estaba dispuesto a ponerse del lado de los comuneros si atacaban primeramente al ejército de Burgos. Aprovechando que habían dejado el campo libre, el ejército del almirante salió de Medina de Rioseco y se dirigió hacia Tordesillas.
Tordesillas había quedado guarnecida por un pequeño, pero aguerrido, destacamento, cuyo núcleo lo formaban 300 clérigos escopeteros que Acuña había reclutado en su diócesis, gentes sin vocación que manejaban el sable mejor que el hisopo, a quienes el obispo Acuña estaba dispuesto a castigar si descuidaban la vigilancia por rezar el breviario. Los imperiales combatieron bravamente, pero sus enemigos no anduvieron a la zaga. Fue necesario batir a cañonazos las defensas de la ciudad y tomarla casa por casa. Sólo se salvron las iglesias y la residencia de la reina.
Aquel golpe de mano desmoralizó a los comuneros. Pedro Girón presentó su dimisión como capitán general; se sospechaba, incluso, si no habría traicionado a la causa comunera. Acuña, de momento, se retiró a sus tierras de Zamora. Pero la guerra todavía no estaba perdida. Aún vivía un hombre que podía salvar a los comuneros: Juan de Padilla. Las gentes de Valladolid, ciudad que se había convertido en cabeza de la rebelión desde la retirada de Toledo, enviaron a Padilla un mensaje pidiéndole ponerse al frente del ejército.
Padilla aceptó. Lo que nos cuentan los cronistas de su paseo triunfal por Castilla, desde Toledo hasta Valladolid, nos da una ligera idea del enorme prestigio de aquel hombre y del arraigo del movimiento comunero entre las clases populares. He aquí lo que nos dice Alonso de Santa Cruz:

"Era tan en extremo el amor y reputación en que generalmente era tenido Juan de Padilla de todos los pueblos, que es muy poco lo que puedo aquí escribir en respecto de lo que en aquel tiempo yo vi, porque clérigos dejaban sus iglesias por seguirle; las mujeres y doncellas iban de unos lugares a otros sólo por verle; los labradores, con carretas y mulas, le iban a servir sin precio alguno, los soldados y escuderos peleaban debajo de su bandera sin pagarlos; los lugares por donde pasaba daban de comer a él y a todos los suyos liberalmente, cuando pasaba por las calles todos se ponían en las puertas y ventanas echándole mil bendiciones, en las iglesias hacían pública plegaria por él para que Dios le quisiese guardar; finalmente, aquel se tenía por bienaventurado que le había visto y más el que le había servido".

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18 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (IV)

El movimiento revolucionario, mientras que, por una parte, incluye entre sus propósitos e de una restauración del autoritarismo regio, propone una reforma constitucional que conceda a las Cortes una defensa contra ese mismo autoritarismo. La contradicción de ambos términos no podía menos que contribuir a las dicisiones que corroían a las fuerzas revolucionarias, las cuales se agravaron más aún cuando fue nombrado capitán general de las fuerzas comuneras un miembro de la alta nobleza, don Pedro Girón. Con semejante medida, la junta pretendía ganar una baza propagandística de cara a sus enemigos: la de hacer creer que las Comunidades no eran contrarias a la nobleza. Pero de cara a sus propios partidarios, fue un error el nombramiento de don Pedro Girón. Juan Padilla y sus gentes, despechadas, se retiraron a Toledo precisamente en los momentos en que la unión era más necesaria que nunca, porque, entretanto, habían comenzado a reorganizarse las fuerzas imperiales.
La replica de Carlos se hacía esperar. A sus manos había llegado el memorial que le había remitido la junta. También le llegaban continuos informes sobre la situación del reino, enviados por Adriano de Utrech. El regente no le ocultaba la gravedad de los hechos, el peligro que se corría de que el reino terminara por ofrecer la corona a otro soberano; con total sinceridad, reconocía el influjo pernicioso que los errores cometidos habían tenido en el estallido de la rebelión. Carlos convocó a su consejo y tomó decisiones. En primer lugar, había que suprimir las causas del descontento casellano. En consecuencia, se anuló el subsidio concedido a las Cortes de LaCoruña, pero sólo a las ciudades que se sometiesen. Se prometía el pronto regreso del emperador. Se hacía un llamamiento general a la nobleza para que acudiese en ayuda del regente. Al mismo tiempo, se utilizaría la fuerza contra los que resistieran a su autoridad. Por último, se hispanizó decisivamente el gobierno, nombrando como gobernadores adjuntos del regente a dos de los nobles más prestigiosos del reino, el almirante don Fadrique Enríquez y el condestable donÍñigo de Velasco. Un hijo de este último, don Pedro de Velasco, fue nombrado capitán general del ejército imperial.
Todas estas decisiones dieron nueva fuerza al gobiernode Adriano. Sin embargo, para movilizar las tropas necesarias no bastaban los decretos ni las promesas. Hacía falta dinero para pagar a los soldados y para convencer a los nobles. Y el hecho es que, estando en manos de los comuneros el tesoro del reino, Adriano no contaba con medios suficientes para llevar a cabo la tarea que se le había encomendado.
Los comuneros, por su parte, trataban de asegurarse por aquellos días el apoyo de Portugal. Sus embajadores habían propuesto al rey don Manuel un plan matrimonial, en el que le ofrecían a la princesa Catalina a cambio de la ayuda portuguesa. Don Manuel, con la mayor sensate, se negó a negociar coon los insurgentess, condenó las acciones de la junta y no se comprometió a mantener su neutralidad, como los comuneros deseaban.
Casi al mismo tiempo, los imperiales mandaron otra embajada al portugués, pero éstos con distintos resultados, pues consiguieron un préstamos de 500.000 duados, que don Manuel no tardó en hacer efectivos. Aquel gesto salvó, en definitiva, el trono de Carlos. Gracias a él, se pudo reclutar un ejército que vencería a los comuneros y presionar posteriormente a Carlos para que siguiera una política de amistad con el reino luso, que culminó en su boda con Isabel, hija del rey de Portugal.
Mas aún quedaban mchos obstáculos por salvar. En primer lugar, no era fácil encontrar gentes dispuestas al alistamiento en las ciudades de Castilla. Se recurrió a las mesnadas que proporcionaron las tierras de señorío, dominadas por la nobleza. Se mandó orden al país vasco y a Navarra para que enviasen tropas, y así se hizo, con el peligro de dejar desguarnecida la frontera francesa, ocasión que Francisco I no tardaría en aprovechar. También se pidieron tropas al regente de Aragón, pero no llegaron a pasar a Castilla porque, estando concentradas en Zaragoza, el pueblo se levantó en armas, quitó las suyas a los soldados y forzó su licenciamiento, diciendo que no debían ir a Castilla a impedir a los castellanos que luchasen por sus libertades. También se echó mano de los veteranos que poco antes habían regresado de África, después de la fracasada operación de los Gerves. Pero eran tropas cansadas de esperar la paga, por lo que muchos de ellos se pasaron al partido de los comuneros, esperando recibir de ellos lo que se les debía.
El punto débil de aquel ejército que estaban formando los imperiales era la artillería. El arsenal de Medina había caído en manos de los comuneros. Emplear los cañones del parque de Fuenterrabía era especialmente arriesgado, teniedo en cuenta la amenaza francesa. Hubo que echar mano del arsenal de Málaga, pero el transporte de las pieas ofrecía serios obstáculos. Hacerlo por tierra tropeaba no sólo con las dificultades naturales, pues había que atravesar varias cordilleras para llegar hasta Castilla la Vieja, donde eran necesarias. Caía el peligro de que por el camino cayesen en manos de los comuneros toledanos, quienes vigilaban los pasos del Tajo. Se decidió entonces transportarlas por mar. Así pues el tren de artillería, embarcado en Málaga, se desembarcó en los puertos del país vasco. Pero cuando se lo transportaba a la región del Duero, el conde de Salvatierra que, con el pretexto de apoyar a las Comunidades, hacía la guerra por su cuenta, atacó el convoy, llevándose la artillería ligera y destruyendo la pesada, de modo que no llegó a Burgos ni una sola pieza. No hubo más solución que traer los cañones de Fuenterrabía.

17 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (III)

Hasta la partida de Carlos I, la revolució no había sido más que un estallido de indignación que lo arrasaba todo. Ahora se hacía necesario establecer un programa de acción y un gobierno legal que unificase todas las fuerzas y llevara a cabo las reformas necesarias. Con este objeto, se había reunido en Ávila una junta, a la que deberían acudir losrepresentantes de las ciudades comuneras. La iniciativa había arrancado de la comunidad de Toledo, de donde partió la convocatoria.
Las ciudades castellanas acudieron puntualmente. Las cuatro andaluzas con representación en Cortes, por el contrario, se abstuvieron de asistir. Pero no se trataba solamente de un movimiento ciudadano. También acudieron a la Santa Junta los representantes de la nobleza y del clero. Aquellos condicionaron su participación a que se les concediese la dirección de la empresa. El bajo clero era incondicionalmente comunero. En el alto, solamnte se adhirió el obispo de Zamora, don Antonio de Acuña. El principal problema con que tropeaba la Santa Junta era el de legitimar su autoridad. Alguna ciudad había, como Toledo, que llevaba su radicalismo a propugnar para las ciudades castellanas un régimen de liberta y autonomía semejante a los regímenes republicanos de algunas ciudades italianas, como, por ejemplo, Génova. Pero no todas compartíann el mismo punto de vista. El arraigo de la monarquía entre los castellanos lo impedía por completo. Por otra parte, semejante consitución habría supuesto un retroceso político frente al movimiento de unificar a las naciones bajo la dirección de los príncipes. Así pues, sólo quedaban estas dos opciones: reconocer a Carlos como legítimo rey, aun rechazando a los cortesanos que le rodeaban, o reconocer como reina legítima a doña Juana (La Loca), lo cual equivalía a un detronamiento implícito de Carlos I.
Las tropas enviadas en socorro de Segovia habían llegado entretanto a Medina. La población las había acogido entusiásticamente, en especial al jefe de las milicias toledanas, Juan de Padilla, cuya popularidad iba creciendo prodigiosamente entre los sectores más humildes de la población. El arsenal de Medina pasó a manos del ejército comunero. En posesión de la artillería, Padilla marcó un destino a sus tropas: Tordesillas, residencia de la reina Juana.
El 1 de septiembre de 1520, la reina, en el curso de una de las entrevistas que mantuvo aquellos días con los comuneros, accedió a la propuesta de trasladar a Tordesillas la Santa Junta de Ávila:

"Vengan aquí, que yo huelgo dello y de comunicar con ellos lo que conviene a mis reinos. Sí, vengan".

Y así la reina, informada de cuanto había ocurrido en sus reinos durante todo aquel tiempo, se vio de repente a la cabeza de aquel movimiento. Todo el interés de los comuneros se centró en demostrar que la reina se recuperaba, que su razón funcionaba cada vez mejor. Verdadera o falsa, la oticia del apoyo de la reina al movimiento comunero se divulgó a bombo y platillo. La reina, se dijo, había abierto su corazón a sus súbditos, les había contado cuánto había sufrido desde la muerte de su padre, había lamentado su triste fortuna, el verse rodeada de gente que le mentía, que se burlaba de ella, que le impedía ocuparse de los negocios públicos, por más que ella lo deseaba. "No he podido más", exclamó. Y se maravilló de que, ante los abusos cometidos, "no se hubiese tomado venganza de los que habían hecho mal, pues quienquiera lo pudiera". El temor a que le arrebataran a sus hijos la había obligado a resignarse ante lo ocurrido. Ahora pedía que la junta designara cuatro diputados para que consultaran con ella todos los problemas del reino, siempre que fuera necesario; todos los días si hacía falta.
Los comuneros no necesitaban más para sentirse bien respaldados. En adelante, aquel gobierno se denominaría "Cortes y Junta general que el reino hace por mandamiento e voluntad de la reina nuestra señora para el remedio, paz y sosiego e buena governación de sus reinos e señoríos". La Junta de Tordesillas se convirtió en la suprema autoridad del reino. Acto seguido, fueron destituidos los miembros del Consejo Real, incluido el regente Adriano de Utrech. Pronto comenzaron a nombrar nuevos corregidores que representaran al gobierno revolucionario en las ciudades. Además de organizar una administración revolucionaria, la junta ordenó la creación de un ejército revolucionario. Los soldados de las Comunidades llevarían como distintivo sobre sus trajes una cruz encarnada.
Al propio tiempo, comienzan a aparecer divisiones en el seno de las Comunidades. El respald recibido de la reina atrajo al movimiento comunero a numerosos reticentes, pero las decisiones que la junta fue tomando contribuyeron a crear diferencias entre sus partidarios.
En primer lugar, no todos estaban seguros de que Juana hubiese recuperado completamente sus facultades. Bien es verdad que a raíz de aquellos acontecimientos, en la reina se había operado un extraordinario cambio. Pero al mismo tiempo, entre otras excentricidades, se achacaba a Juana su manía de no estampar su firma en ningún documento, hasta el puto de que sus declaraciones a la junta no tenían valor sino cuando los notarios levantaban acta oficial de lo que decía, y aun así se podía sospechar de que tales actas no fuesen un engaño. Esperanzados en hacerla volver por completo a su sano juicio, hicieron venir a Castilla

"un clérigo de Aragón, que dicen es ombre que sabe mucho de quitar espíritus, porque dicen por muy cierto que la reina está tocada de este mal. Empero aquí vino nueva... en cóo el clérigo avía hecho ciertos conjuros y que le parecía que aprovecharía muy poco, porque creía y tenía por cierto que la reina no tenía mal alguno de aquello, que se quería ir, porque le parescía que en su mal no avía remedio alguno, de lo qual todos los de la Junta estaban muy confusos" (Carta del embajador portugués).

Era necesario cambiar de táctica; se imponía recurrir a Carlos nuevamente. Y así se hizo. Redactaron un memorial y lo enviaron a Alemania. Algún que otro historiador opina que sus peticiones eran mucho menos que imaginativas que sus acciones. Fuera de exigir que las Cortes, una vez reorganizadas, se habían de reunir a intervalos establecidos, al margen de las convocatorias reales, y que no se les había de pedir el otorgamiento de préstamos, en realidad se limitaban a pedir la destitución de los consejeros borgoñones de Carlos y la vuelta al buen gobiernol de los Reyes Católicos.

3 jun 2015

LA REGENCIA DEL GRAN CARDENAL (II): LAS GENTES DE ORDENANZA.

La primera providencia de Cisneros fue la de controlar al infante Fernando, haciendo que fijase su residencia en Madrid, en donde vivía él. Al mismo tiempo se enviaban cartas a todos los reinos dando a conocer los últimos acontecimientos y confirmando en sus cargos a todas las autoridades locales, medida necesaria para evitar cualquier desacato a la autoridad.
Al conocer los hechos, la corte flamenca revocó las órdenes que se habían dado a Adriano de Utrech y confirmó a Cisneros como regente. No se le escapaba la necesidad de evitar cualquier lamentable escisión en los reinos hispánicos. Lo que Cisneros no pudo evitar fue la desbandada masiva de los más íntimos colaboradores de Fernando el Católico hacia Bruselas, done Carlos residía, para ponerse al servicio del nuevo rey y asegurarse así su porvenir en el gobierno de España. Muchos de ellos eran aragoneses y otros cristianos nuevos procedentes del judaísmo. La mayor parte de ellos, nada más llegar a Bruselas, fueron confirmados en sus cargos.
Los castellanos tenían motivos más que sobrados para temer que la venida a España del nuevo rey instaurase un gobierno mixto de flamencos, conversos y aragoneses, gente esta última no menos aborrecida por los castellanos que los extranjeros y los criptojudíos. Los descontentos no podían por menos que poner los ojos en el infante Fernando, por lo que se explica que el primer cuidado de Cisneros fuese ponerlo a buen recaudo.
En consecuencia, pedía a Carlos "que luego ponga dos personas que tengan cargo de infante, que sean personas de confianza, porque las que agora le tienen no convienen en ninguna manera". Carlos entonces decidió apresurar su venida a España.
Como los preparativos todavía llevarían algún tiempo, dispuso que los ayos del infante su hermano fueran desterrados y que Fernando fuese enviado a Flandes, junto con su otra hermana, Catalina. Se cumplió lo primero, pero a lo segundo no se pudo atender, porque la reina doña Juana no consintió que le arrebatasen a su hija. Estas medidas, sin embargo, contribuyeron a aumentar el descontento del país, que no tardó en manifestarse en las alteraciones y revueltas que Cisneros tanto había temido. Una vez más la nobleza intentaba volver por sus fueros, pensando, equivocadamente, que Cisneros no sería capaz de impedirles ajustar sus pleitos por la fuerza o extorsionar a sus vasallos con arbitrariedades e injustas exigencias.
Pero el regente reaccionó con energía. En algunos casos, bastó el envío de pesquisidores para que se resolvieran los conflictos. En otros, el ejército real umpuso el orden por la fuerza. La clemencia con que trató Cisneros a los vencidos y el acierto y la justicia de sus decisiones le valieron no sólo el respeto de los súbditos, sino también la admiración de Carlos y de sus cortesanos, que desde lejos estaban muy atentos a lo que en España sucedía.
Estos acontecimientos confirmaron a Cisneros en una idea que ya habían acariciado tiempo atrás los Reyes Católicos: la de crear un ejército regular y permanente al servicio del rey, que bastara para asegurar la obediencia de sus súbditos. El modelo se lo ofrecían las Compañías de Ordenanza que Carlos VII (1445) había fundado en Francia. En abril de 1516 pidió licencia al rey para llevar a cabo el proyecto, y Carlos se lo concedió.
El coronel Gil Rengifo, comendador de la Orden de Santiago, fue comisionado para organizar aquel cuerpo, que sería conocido con el nombre de Gentes de Ordenanza. Rengifo redactó las normas por la que habían de regirse. Se intentaba reclutar 10.000 infantes y algunas fuerzas de caballería. No se trataba de un servicio obligatorio, sino voluntario, al que tendrían acceso los varones comprendidos entre los veinte y los treinta y cinco años. A cuantos se enrolaran se les concedía la hidalguía para ellos y sus descendientes, título que no sólo les introducía en la nobleza (devaluándola), sino que llevaba anejos otros privilegios, como la exención de impuestos. El Estado les proporcionaría los uniformes y el armamento, además de pagas y acostamientos proporcionados a su categoría y servicios. Se les sometía a un rígido entrenamiento y a una severa disciplina, cuyos términos fueron luego suavizados por inspiración de Cisneros, ya que en el proyecto original de Rengifo había disposiciones tan duras como aquella que les prohibía terminantemente volver la espalda al enemigo, de modo que si un hombre de Ordenanza veía hacerlo a algún compañero suyo estaba obligado a matarle en el acto, aunque de su propio hermano se tratara.
El éxito del proyecto parecía seguro; la cifra de reclutas prevista fue rebasada de manera espectacular, pues llegaron a incorporarse no menos de 33.000 hombres. Aquel ejército constituía una verdadera innovación que ofreció innumerables ventajas. Las milicias medievales, controladas por los señores feudales, habían puesto a los reyes en manos de la nobleza. Los ejércitos mercenarios del Renacimiento, que tan gravosamente pesaban sobre las finanzas reales, los estaban poniendo a merced de los banqueros y prestamistas. Aquel ejército, reclutado en su mayor parte en las ciudades y villas del reino y financiado por todos los contribuyentes, no sólo significaba una alianza entre la realeza y la incipiente burguesía, sino también un medio de contrarrestar la prepotencia nobiliaria.

2 jun 2015

LA REGENCIA DEL GRAN CARDENAL (I)

Poco le quedaba de vida a Fernando el Católico. En previsión del fatal desenlace, tiempo hacía que se había redacctado un testamento en el que se designaba regente de Castilla y Aragón a su nieto el infante Fernando, hasta que el heredero Carlos viniese a España a hacerse cargo de los mismos reinos en calidad de rey.
El infante Fernando había nacido en España y se había educado a la española, bajo la atenta mirada de su abuelo Fernando. El "viejo catalán", como solían llamarle en Castilla, había logrado vencer a lo largo de su vida a todos los que se le habían opuesto. Su inteligencia no había influido en ello menos que su fortuna. Tan sólo se había escapado de su mano el destino fatal que por los intrincados caminos de la vida y la muerte iba a colocar sobre la cabeza de su nieto Carlos las coronas de la Península junto con las de Flandes, Borgoña y Austria. Todo ello significaba que el futuro rey se vería en la necesidad de adoptar una política radicalmente distinta a la que Fernando había perseguido durante toda su vida. Por otra parte, el heredero habia nacido y se había educado en un ambiente muy distinto del que su abuelo había deseado para él. Era evidente que los pueblos de España verían en Carlos a un rey extranjero; lo ocurrido durante el breve reinado de Felipe I era una advertencia más que evidente de lo que podía ocurrir cuando Carlos fuera proclamado rey. El infante Fernando, sin embargo, reunía en su persona aquellas circunstancias que en Carlos no concurrían. Por esta motivo, Fernando el Católico había dispuesto que se le encomendase la regencia hasta la venida de su hermano a España.
Una decisión semejante era un arma de doble filo. Por una parte, Fernando reafirmaba su deseo de que los reinos peninsulares permanecieran unidos; por otra, la designación de Fernando ofrecía un peligro del que también existían precedentes. Dada la previsible impopularidad de Carlos, Fernando habría sido un exelente instrumento en manos de cuantos fueran contrarios al gobierno de un rey y de una corte extranjeros. Ya en el pasado se había registrado un intento de proclamar rey al niño Fernando contra su abuelo. Nada probaba que no se volvería a intentar algo semejante en el futuro.
En estas perplejidades se debatía el ánimo del rey cuando le acometió la enfermedad. La reina Germana, deseosa de ver fecundado su matrimonio por un hijo, tomó una decisión que resultó fatal. Aconsejada por tres mujeres, cocinó un potaje frío a base de criadillas de toro con el que esperaba rejuvenecer la, al parecer, dormida virilidad real. Pero no sólo su virilidad era la que había envejecido. Su naturaleza entera, trabajada por la hidropesía, no resistió los efectos del brebaje. Cayó enfermo y, si bien logró recuperarse, quedó tan molido que fue necesario llevarlo en silla de manos en todo momento.
A pesar de su estado, emprendió un viaje a través de Extremadura, desde Madrid hasta Andalucía, donde proyectaba entregarse a la preparación de la armada que pensaba enviar contra los turcos. En Almendralejo, después de oír a sus consejeros, dictó su último testamento y revocó todos los anteriores. Instituía heredera universal de sus reinos a su hija Juana y a sus hijos y descendientes; en atención al estado de Juana, nombraba gobernador de sus reinos a Carlos y, en su ausencia, encomendaba la regencia de Aragón a su hijo natural, don Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza y Valencia, y la de Castilla, a Cisneros. También ponía en manos de Carlos el gobierno de las órdenes militares de Santiago, Alcántara y Calatrava, con lo que evitaba cualquier peligro de escisión dentro del reino. En su testamento atendía igualmente al infante Fernando y a su esposa Germana, con la que tuvo delicadas y caballerosas atenciones. Pidió ser enterrado en Granada, al lado de Isabel, y dictó consejos para que su nieto Carlos supiera regir con buena mano los reinos que le dejaba.
Antes de que la regia comitiva llegara a Madrigalejo, el rey don Fernando entregó su espíritu. Se cuenta que aquel 23 de enero de 1516, en un pueblecito de Aragón, Velilla del Ebro, se oyó tocar tocar la campana de la Iglesia sin que nadie la moviese.
En el séquito que había acompañado a Fernando en aquel su último viaje se hallaba Adriano de Utrech, clérigo flamenco que había sido preceptor del príncipe Carlos desde que tenía siete años y que había llegado a la corte como embajador. Apenas cerró los ojos el rey, Adriano puso sus cartas boca arriba. Traía consigo un documento que hasta entonces había guardado en secreto, por el que Carlos le designaba regente de sus reinos mientras durase su ausencia. Al mismo tiempo el infante Fernando, que desconocía la última voluntad de su abuelo, comenzó a actuar como si él fuese el rey. El Consejo Real se apresuró a advertir a Cisneros, que al punto comenó a actuar de acuerdo con lo dispuesto por Fernando.

1 jun 2015

LA ANEXIÓN DE NAVARRA

Como ya hemos dicho, la Paz de Blois entre Luis XII y Fernando el Católico había traído a Italia ese sosiego tan necesario después de las guerras que la habían asolado durante años. Desde 1503 Julio II se sentaba en el trono pontificio. Aquel papa "terrible", al decir de sus contemporáneos, no se movía por los mismos intereses particulares o familiares que habían determinado la conducta política del papa Borja. Su deseo era el bien de la Iglesia, pero un bien entendido en un sentido estrictamente material: el del acrecentamiento y consolidación de los dominios temporales de la Iglesia. En su opinión, los Estados Pontificios no podrían considerarse suficientemente seguros mientras permaneciese en manos ajenas a las papales el territorio de la Romaña. Con el cinismo propio de la época, Julio II montó una liga cuyo objetivo expreso era la cruzada contra los turcos, pero que no perseguía, en realidad, otros fines que los de amplliar sus posesiones. La víctima debía ser Venecia, a quien Julio II acusaba de haberle arrebatado las tierras que ahora reclamaba. Tal fue la Liga de Cambray (10 de diciembre de 1508), que unió a la Santa Sede, Austria, Francia y España contra la ciudad del Adriático. Fernando amplió sus dominios napolitanos con las tierras de la costa adriática controladas por Venecia, y los demás aliados, cada uno por su parte, le desmembraronn aquellas regiones a las que se creían con derecho.
Julio II, no obstante, no veía con buenos ojos el entusiasmo que puso en su empresa el rey de Francia. Fiel a su lema de "fuera los bárbaros" que se le atribuye, deseaba ver fuera de Italia a todos los extranjeros que pisaban su suelo, pero principalmente al rey de Francia. En consecuencia, comenzó a tejer una nueva liga en contra, esta vez, de los franceses, en la que entró también Fernando, no sin antes conseguir que el Papa le concediese, por fin, la deseada investidura de Nápoles, es decir, el reconocimiento legal de su dominio sobre el reino meridional.
Luis XII, indignado por lo que consideraba una traición del Pontífice, no se anduvo por las ramas. Declaró públicamente que ocuparía Roma y depondría al belicoso y fementido Julio II. Corrían los últimos meses de 1511; la empresa africana de Fernando el Católico no daría un paso más desde aquel momento.
En la primavera del año siguiente, en las puertas de muchas iglesias se clavó un edicto, firmado por once cardenales, quienes se declaraban rebeldes al Papa. Su jefe era un español, Bernardino de Carvajal, persona austera y docta, al que un "panfleto" contemporáneo definió como "el tipo de hombre más indicado para jorobar a un romano pontífice". En aquel edicto, inspirado desde luego por el rey de Francia, se anunciaba la convocatoria de un concilio general, que se celebraría en Pisa aquel mismo otoño, para condenar y deponer a Julio II como responsable de la división de la cristiandad.
Sobre la Iglesia se cernía la amenaza de otro cisma. Fernando, desde luego, se opuso a la política de Luis XII desde el primer momento. Despojó a Carvajal de los beneficios que poseía en España y convenció al Papa para que patrocinase una nueva coalición, la Liga Santa (4 de noviembre de 1511), a la que se adhirieron, además de Julio y Fernando, los venecianos y el rey de Inglaterra, Enrique VIII.
El ejército de operaciones que los aliados mantenían en Italia se sobrepuso a los éxitos iniciales de Luis XII (Rávena), venciendo a los franceses en Guinegatte y Novara. Al mismo tiempo, Fernando organizó un segundo frente en Occidente, decisión que determinaría la anexión de Navarra a la Corona de Castilla.
Ya hacía tiempo que Fernando deseaba completar la unidad política de la Península con la incorporación del reino de Navarra, del que había sido rey su padre, Juan II de Aragón; pero a la muerte de éste había pasado a las casas de Foix y Albret sucesivamente, con las queno había sido posible llegar a una alianza ni por la vía diplomática ni por el socorrido recurso de un matrimonio que diera un heredero común a Navarra y a cualquier otro reino de los que gobernaba Fernando. Ya el embajador florentino en España, Guicciardini, observaba que el reino de Navarra se parecía mucho más en lengua y costumbres a España que a Francia, aparte de que estratégiamente era imprescindible no sólo para defenderse del reino galo, sino para invadirla ventajosamente.
Para atacar a Francia en estas circunstancias era necesario asegurarse la neutralidad de Navarra. Pero los reyes navarros, temiendo por sus posesiones en el área francesa, llegaron a un acuerdo con Luis XII por el que se comprometían a negar el paso de las tropas españolas por su territorio. En este caso no era solamente el ejército español el que solicitaba el paso libre, sino también las tropas inglesas que Enrique VIII, como miembro de la Liga Santa, había hecho desembarcar en las costas vizcaínas, tropas que, desde luego, no jugaron papel alguno en la guerra que se preparaba, pues pronto reembarcaron hacia su patria, en contra incluso de la voluntad de su rey.
Luis XII había sido excomulgado por Julio II como cismático. Al aliarse con él, los reyes de Navarra incurrieron en semejantes penas. La invasión de Navarra quedó así legitimada y se inició como una cruzada religiosa. El Papa despojó a los reyes de su reino tras excomulgarlos, dispensando a sus vasallos del juramento de fidelidad. Con el respaldo pontificio, Fernando dio la orden de ataque a Navarra.
El duque de Alba atravesó la frontera con su ejército el 21 de julio de 1512 y ocupó Pamplona. El resto del país quedó sometido en dos semanas, gracias, sobre todo, a que sus habitantes no ofrecieron resistencia alguna. El temor a ser considerados cismáticos y castigados como tales pesó tanto en la entrega del reino como la influencia de los partidarios del conde de Lerín y del antiguo partido beamontés, opuestos todos ellos a la política profrancesa propugnada por sus soberanos.
Fernando, de momento, no se atrevió a titularse rey de Navarra, declarándose tan sólo depositario de la corona. Sólo en 1515, con ocasión de haberse reunido las Cortes de Burgos, declaró Fernando que Julio II le había cedido aquel reino, por lo que con pleno derecho podía legarlo a su hija Juana y a sus legítimos descendientes. Navarra quedó, por tanto, incorporada a Castilla, sin que lograsen arrebatársela los repetidos intentos de sus antiguos reyes por volverla a la independencia. La inteligente política de Fernando para con los navarros, que respetó sus costumbres y tradiciones y reconoció la autonomía de sus fueros, contribuyó eficazmente a que Navarra ingresara tan de lleno en la comunidad hispánica que nunca más volvió a separarse.

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31 may 2015

EL SALTO DEL ESTRECHO Y LA CONQUISTA DE ORÁN

La amistad que existía entre Fernando el Católico y Luis XII de Francia desde que ambos firmaron el Tratado de Blois permitía al rey de Aragón volver su atención hacia uno de los aspectos más importantes de su política mediterránea. El viejo proyecto de hacer del Mediterráneo occidental un lago español, había cubierto tan sólo algunas de sus etapas: la de asegurar el flanco italiano mediante la conquista del reino de Nápoles. Determinadas circunstancias de las que ya hemos hablado impidieron la puesta en marcha de operaciones encaminadas a ocupar la costa norteafricana. No obstante, durante todos aquellos años no se había descuidado por completo el proyecto africano.
En 1497 se había dado el primer salto a la otra orilla del Estrecho. Pedro de Estopiñán, con una expedición financiada por el duque de Medina-Sidonia, se apoderó de Melilla. A poco de morir Isabel la Católica, el alcaide de los Donceles ocupó, en 1505, la plaza de Mazalquivir, cercana a Orán y situada enfrente de Cartagena, desde donde los piratas berberiscos solían saltar hasta el litoral español para robar y saquear. Un par de años después, el mismo alcaide, con los refuerzos que le llegaron desde España, hizo una incursión al interior del país; pero cuando regresaron cargados de botín fueron sorprendidos por tropas francesas, superiores en número, que les infligieron un serio descalabro.
Este incidente decidió a los españoles a buscar la revancha a toda costa, dispuestos a terminar no sólo con la amenaza pirática de los bereberiscos, sino también con el peligro que significaba la presencia francesa en el litoral norteafricano.
En 1508, el conde Pedro Navarro, a quien ya conocemos por las campañas en Italia, ocupó el Peñón de Vélez de la Gomera, isla fortificada a medio camino entre Ceuta y Melilla. Por aquellos días el rey Manuel de Portugal, yerno del Rey Católico, había acometido la conquista del reino de Fez. Ya eran suyas varias ciudades, como Ceuta, Tánger y Arcila. Según el Tratado de Alcaçovas, que recogía a su vez lo dispuesto en tratados anteriores, la corona de Castilla se había comprometido a no intervenir en la conquista de Fez, reino que había quedado, en consecuencia, en manos de Portugal. Ocupando el Peñón de Vélez de la Gomera, el rey Manuel denunció el hecho como una intromisión castellana cntraria a los pactos firmados.
Los preparativos de guerra que se hacían en Castilla no se interrumpieron por eso, antes al contrario, se aceleraron, en especial cuando se tuvo la noticia de la crisis que estaba atravesando el reino norteafricano. Yahya, hermano del rey de Fez, se había rebelado proclamándose rey de Tenes. Sus embajadores acudieron a Fernando el Católico, que se encontraba en Burgos, y allí concertaron con él una alianza por la que los españoles se comprometían a apoyas a Yahya como rey de Tenes y éste prometía ayudarles en la conquista de Orán.
Cisneros no disimuló su entusiasmo ante las perspectivas de evangelización de África que aquella ocasión ofrecía. Él mismo se ofreció a financiar la guerra con los fondos del arzobispado de Toledo; pero no fue necesario, porque el Papa concedió permiso para que se aplicaran a la empresa todos los ingresos que proporcionaba la bula de Cruzada. Así pues, en la primavera de 1509 zarpó de Cartagena una flota que transportó hasta la cabeza de puente de Mazalquivir un ejército de 10.000 infantes, 4.000 jinetes, un espléndido tren de artillería y provisiones suficientes para cuatro meses. Pedro Navarro dirigiría las operaciones militares, ayudado por Diego de Vera, al frente de la artillería, y otras muchas destacadas figuras. Cisneros mismo acompañaba la expedición en persona.
No faltó quien observara maliciosamente que, mientras el cardenal andaba metido en milicias, el Gran Capitán se dedicaba a rezar el rosario en su retiro de Loja. En efecto, muchos, entre ellos Cisneros, pensaban que Gonzalo de Córdoba habria sido el hombre más idóneo para comandar aquel ejército, pero Fernando prefirió designar a Pedro Navarro.
El caso es que Navarro supo conducir sus tropas con una rapidez tal, que la campaña de África se convirtió en la más fulgurante de cuantas los españoles habían realizado hasta entonces. La acción coordinada de las tropas de tierra y las que oportunamente iba desembarcando la escuadra en el litoral, permitió la ocupación de Orán, Bujía, Argel y otras muchas ciudades costeras en pocos meses.
Toda la franja litoral comprendida entre el Estrecho y la frontera de Túnez quedó en poder de los españoles. No está claro el motivo que impidió la penetración española en el interior del país. Pudo deberse a un planteamiento erróneo del problema o a la decisión de limitar la conquista a lo estrictamente necesario para no deteriorar las relaciones con Portugal. De todos modos, el tiempo fue demostrando la inestabilidad del poderío español en la orla mediterránea de África.
La conquista resultó además altamente beneficiosa. No sólo supuso un paso adelante en la hizpanización del Mediterráneo occidental y una seguridad contra eventuales ataques turcos, sino que el tesoro real vio aumentar considerablemente sus ingresos con los tributos de las ciudades ocupadas o avasalladas. Paralelamente, los negociantes españoles llevaron a cabo operaciones comerciales de gran rentabilidad. Grandes cantidades de los már variados artículos fueron vendidos en las ciudades de África, donde había un alto poder adquisitivo. DE regreso, no volvían los barcos vacíos, sino cargados de esclavos que luego se vendían en España.
La repercusión internacional de aquellas victorias fue enorme. A nadie se le ocultaba que había llegado el momento de organizar una cruzada general contra el turco. El Papa quería formar una liga, en la que estaban dispuestos a entrar, además de la Santa Sede, Venecia y Maximiliano de Austria. Pero nadie se sintió más entusiasmado que el propio Fernando, que ya soñaba con la conquista de Túnez, Egipto y los Santos Lugares, meta anhelada de los cruzados antiguos y modernos. Los éxitos obtenidos decidieron incluso a las Cortes Aragonesas a sacar de sus bolsillos la mayor cantidad de dinero que jamás se había concedido a ningún rey, nada menos que 500.000 libras aragonesas.
Corría el año 1510 cuando Pedro Navarro dio a sus tropas la orden de marchar sobre Trípoli. El día de Santiago, la ciuad cayó en poder de los españoles. Fernando estaba dispuesto a realizar él solo la cruzada, con la condición de que se le concediesen todos los ingresos que pagaba la cristiandad entera para la cruzada y la décima parte de cuanto se recaudaba para la Iglesia. Sin embargo, aquel fantástico proyecto no saldría adelante. Circunstancias imprevistas hicieron a Fernando abandonar aquella gran ilusión. No fue la más grave y decisiva la derrota que poco después sufrieron sus tropas en la isla de los Gerves (30 de agosto de 1510), cuando por una imprudencia del duque de Alba (padre del que sería tan famoso en tiempos de Felipe II) los españoles debieron dejar el campo de batalla en manos del enemigo. Lo que obligó a paralizar las operaciones de África fueron los conflictos que estallaron por aquellos días en Italia y atrajeron la atención del monarca aragonés hacia nuevos problemas.

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30 may 2015

EL RETORNO DE FERNANDO EL CATÓLICO (II)

Cisneros, entretanto, había llegado al convencimiento de que no era posible imponer el orden más que por la fuerza. Como las rentas del arzobispado de Toledo se lo permitían, contrató a un condottieron profesional, con cuyas tropas, unidas a las de algunos grandes que se mantuvieron fieles, pudo reprimir parte de los desmanes que se estaban cometiendo. La reina Juana, en uno de sus imprevisibles arranques, decidió licenciar de la corte a los flamencos. Al mismo tiempo Fernando, aunque ausente, seguía de cerca la vida de Castilla. Organizó un sistema de postas que le permitió llevar a cabo una eficaz campaña de atracción sobre la nobleza disidente, hasta el punto de que el mismo don Juan Manuel tuvo que exiliarse voluntariamente al ver que le abandonaban muchos de sus partidarios. La verdad es que Fernando tuvo que hacer algunas concesiones poco decorosas, pero al fin consiguió ganarse muchas de las voluntades que le eran adversas. Gran escándalo produjo, por ejemplo, el caso de Alfonso Fonseca, arzobispo de Santiago y especie de cacique que sabía hacer bailar a los gallegos al ritmo que él marcaba. Fernando consiguió que renunciase a su sede arzobispal, pero tuvo que darla a un hijo natural del viejo Fonseca. Al conocer lo ocurrido se cuenta que Cisneros, dado que la diócesis de Compostela se estaba convirtiendo en un mayorazgo de los Fonseca, preguntó irónicamente si pensaban excluír de la sucesión a las hembras. Otro de los favorecidos fue Alfonso Enríquez, hijo bastardo del almirante de Castilla y de una esclava suya, hombre del que se decía "que no tenía más espiritualidad que un jarro", a quien se concedió el obispado de Osma.
Durante su estancia en Nápoles, Fernando puso los cimientos de la organización administrativa y judicial por la que se acabaría gobernando el reino. Los señoríos ocupados por los castellanos desde los días de la conquista pasaban a manos de los barones napolitanos que habían seguido antaño el partido anjevino. Los españoles fueron idemnizados e invitados a volver a Castilla. Ya de camino hacia España, obtuvo del Papa el capelo cardenalicio, con el que premió a Cisneros sus últimos servicios. También se nombró a éste inquisidor general, con lo cual el anciano obispo de Toledo reunió en sus manos todas las riendas de la Iglesia española.
La comitiva pisó tierra en Valencia el 20 de julio de 1507. Fernando no se apresuró a volver a Castilla. Descansadamente se fue acercando por tierras de Teruel, penetrando por las del Alto Duero, donde, al predominar las tierras de realengo sobre las de señorío, esperaba ser recibido con mayor entusiasmo. En seguida se evidenció la adhesión y el afecto de la población urbana al monarca aragonés, que ahora volvía triunfalmente a Castilla.
Los grandes y prelados del reino acudieron a recibir a Fernando conforme éste atravesaba las tierras de Castilla. En Tórtoles salió a su encuentro la reina Juana. La entrevista entre ambos tuvo lugar al filo del amanecer, porque Juana no consintió, ni siquiera entonces, abandonar sus macabras obsesiones. Desde su ataúd, sobre la fúnebre carroza, Felipe pudo presenciar el reencuentro entre padre e hija. Cuenta Pedro Mártir que el rey se quitó el bonete que llevaba y Juana se echó a los pies de su padre para besárselos. Fernando se lo impidió, la alzó, la abrazó y así estuvieron un buen espacio de tiempo. Al parecer, Juana entregó a su padre en aquella ocasión todos sus poderes. Fue el gesto que acabó con la resistencia de los que recalitraban aún. El mismo Don Juan Manuel, refugiado en la corte de Maximiliano, fue invitado por Fernando para que viniera a ponerse a su servicio. Los que durante los difíciles días que siguieron a la muerte de Felipe cometieron actos de violencia y los levantiscos nobles andaluces fueron castigados severamente. Así, por ejemplo, don Pedro de Córdoba, marqués de Priego y sobrino del Gran Capitán, a quien Fernando sentó la mano sin contemplaciones, desterrándolo a Córdoba de por vida y arrasando la fortaleza que poseía en Montilla.
Su tío poco pudo hacer por él. La verdad es que por aquellos días no gozaba de la gracia de don Fernando, hasta el punto de que Gonzalo, en un momento de despecho, observó que "tenía bastante crimen don Pedro con ser pariente mío". El hecho es que Fernando no otorgó a Gonzalo las compensaciones que le había prometido por sus servicios en Italia. Desengañado y portergado, pasó el resto de su vida entre Granada y Loja, hasta que le llegó la muerte el 2 de diciembre de 1515.
Fernando debería permanecer como regente de Castilla hasta 1520, fecha en que su nieto Carlos se haría cargo del reino. La muerte le impediría llegar a esa fecha. Pero hasta 1516, año en que dejó este mundo, Fernando desplegó una intensa actividad que afectó no sólo la política interna del país, sino también sus relaciones exteriores. Su gobierno restableció la línea de autoridad y casi de absolutismo que había caracterizado los días en que reinaba junto a Isabel.