19 ene 2016

ÚLTIMOS AÑOS DEL REINADO DE FELIPE II (I)

"La ruina final que se persigue a ojos cerrados"
Elegimos estas palabras de Antonio Perrenot de Granvela, pues describen a la perfección los últimos años del reinado de Felipe II, años que servirán de escenario a la iniciación del repliegue español en todos los frentes en que hasta ahora había logrado mantener su presencia y su hegemonía, y en los que tendrán lugar los primeros conflictos internos que servirán de precedente a los que, andando el tiempo, tenderán a desintegrar la unidad nacional tan laboriosamente construida por los Reyes Católicos.
La derrota de la Armada Invencible significó también para Francia la señal de que había llegado el momento de sacudir la engorrosa tutela de su poderoso vecino español. Enrique III, como ya dijimos, aprovechó la decadencia del prestigio español para afianzar su posición en el trono. Francia volvió, pues, a su punto de equilibrio contra la casa de Austria y a ser, en consecuencia, principal mantenedora de las libertades de Europa mientras éstas se viesen amenazadas por los Habsburgo. Sin la victoria de Inglaterra... Enrique III quizá nunca habría tenido valor para librarse del yugo de la Santa Alianza, y la subsiguiente historia de Europa pudo haber sido incalculablemente distinta.
La matanza de los Guisa acaba con los líderss del partido católico en Francia. La guerra se enciende una vez más en el país. Felipe, como se recordará, aprovecha la muerte de Enrique III para hacer valer sus propios derechos o los de su hija a la corte francesa. Las tropas españolas, acantonadas en los Países Bajos, entran en Francia. Entre 1590 y 1592, Alejandro Farnesio se ve obligado a abandonar sus campañas contra las provinias rebeldes del norte y a intervenir en las guerras de Francia. En 1592 Farnesio muere en Arrás cuando se preparaba para intervenir nuevamente en el país galo, gesto que, indudablemente, significaba un retroceso en los Países Bajos.
Enrique IV, recibido como rey por los católicos franceses, que creyeron sincera su conversión, declara la guerra a Felipe II. En 1595, España se encuentra, pues, en conflicto contra una liga formada por Inglaterra, Francia y los Países Bajos. Era un suicidio querer proseguir la lucha contra tan formidables enemigos. Los éxitos de las tropas de Felipe se frustraban al tener que establecer un gobierno sobre súbditos que le eran absolutamente hostiles. Felipe, que tenía ocupadas algunas regiones francesas desde los días de su alianza con los Guisa, tiene que abandonar Marsella, Toulouse y la Bretaña. La ciudad de Amiens, conquistada por los españoles, fue abandonada a los seis meses. Mientras que las finanzas de Felipe se arruinaban tratando de mantener una guerra costosísima, los ingleses y holandeses hacían fabulosos nogocios no sólo a base del comercio atlántico, sino incluso introduciéndose en el área mediterránea. Desde 1595, el mismo Papa se había inclinado inequívocamente a favor de la independencia francesa. Ahora no cabía más solución qeu la de llegar a una paz honrosa.
Desde la muerte de Alejandro Farnesio, en los Países Bajos se habían ido sucediendo varios gobernadores: el conde de Mansfeld (1592-94), el archiduque Ernesto de Austria, don Pedro Enríquez de Guzmán, conde de Fuentes de Val de Opero. El archiduque murió pronto; el conde de Fuentes, hombre de excelentes dotes militares y políticas, pronto fue sustituido por Felipe II por encontrarlo inadecuado para sus fines. No se comprende por qué se empeñaba el rey en continuar aquella política de guerras, aquellas misiones imposibles, que en ningún modo estaban respaldadas ni por la opinión de sus más lúcidos colaboradores ni, por supuesto, por las finanzas del país.
Felipe, para atender a sus descomunales propósitos, había dado una vuelta más al tornillo de los impuestos. Ya no eran suficientes ni la alcabala, ni los servicios ordinarios votados por las Cortes, ni los subsidios extraordinarios. Apartir de 1590 introdujo uno nuev: el de la "sisa", el mismo que había intentado imponer Carlos V en 1538, sin conseguirlo. Felipe obtuvo la votación favorable de las Cortes. Éste fue el impuesto de los "millones", nombre que se le dio porque se evaluaba en millones de ducados, no de maravedís. Se pagaba por todos los artículos alimenticios esenciales, en especial la carne, el vino, el aceite y el vinagre. En teoría, este impuesto no conocía exenciones; pero en la práctica, los que en realidad lo pagaron fueron los pobres, ya que los nobles, al poder abastecerse con lo que se producía en sus tierras y granjas, no tenían que comprar aquellos artículos sobre los que pesaba el impuesto. Una vez más, Castilla cargaba sobre sus famélicos hombros el peso entero del mundo, como un Atlante decrépito, a punto de derrumbarse.

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