Como ya hemos dicho, la Paz de Blois entre Luis XII y Fernando el Católico había traído a Italia ese sosiego tan necesario después de las guerras que la habían asolado durante años. Desde 1503 Julio II se sentaba en el trono pontificio. Aquel papa "terrible", al decir de sus contemporáneos, no se movía por los mismos intereses particulares o familiares que habían determinado la conducta política del papa Borja. Su deseo era el bien de la Iglesia, pero un bien entendido en un sentido estrictamente material: el del acrecentamiento y consolidación de los dominios temporales de la Iglesia. En su opinión, los Estados Pontificios no podrían considerarse suficientemente seguros mientras permaneciese en manos ajenas a las papales el territorio de la Romaña. Con el cinismo propio de la época, Julio II montó una liga cuyo objetivo expreso era la cruzada contra los turcos, pero que no perseguía, en realidad, otros fines que los de amplliar sus posesiones. La víctima debía ser Venecia, a quien Julio II acusaba de haberle arrebatado las tierras que ahora reclamaba. Tal fue la Liga de Cambray (10 de diciembre de 1508), que unió a la Santa Sede, Austria, Francia y España contra la ciudad del Adriático. Fernando amplió sus dominios napolitanos con las tierras de la costa adriática controladas por Venecia, y los demás aliados, cada uno por su parte, le desmembraronn aquellas regiones a las que se creían con derecho.
Julio II, no obstante, no veía con buenos ojos el entusiasmo que puso en su empresa el rey de Francia. Fiel a su lema de "fuera los bárbaros" que se le atribuye, deseaba ver fuera de Italia a todos los extranjeros que pisaban su suelo, pero principalmente al rey de Francia. En consecuencia, comenzó a tejer una nueva liga en contra, esta vez, de los franceses, en la que entró también Fernando, no sin antes conseguir que el Papa le concediese, por fin, la deseada investidura de Nápoles, es decir, el reconocimiento legal de su dominio sobre el reino meridional.
Luis XII, indignado por lo que consideraba una traición del Pontífice, no se anduvo por las ramas. Declaró públicamente que ocuparía Roma y depondría al belicoso y fementido Julio II. Corrían los últimos meses de 1511; la empresa africana de Fernando el Católico no daría un paso más desde aquel momento.
En la primavera del año siguiente, en las puertas de muchas iglesias se clavó un edicto, firmado por once cardenales, quienes se declaraban rebeldes al Papa. Su jefe era un español, Bernardino de Carvajal, persona austera y docta, al que un "panfleto" contemporáneo definió como "el tipo de hombre más indicado para jorobar a un romano pontífice". En aquel edicto, inspirado desde luego por el rey de Francia, se anunciaba la convocatoria de un concilio general, que se celebraría en Pisa aquel mismo otoño, para condenar y deponer a Julio II como responsable de la división de la cristiandad.
Sobre la Iglesia se cernía la amenaza de otro cisma. Fernando, desde luego, se opuso a la política de Luis XII desde el primer momento. Despojó a Carvajal de los beneficios que poseía en España y convenció al Papa para que patrocinase una nueva coalición, la Liga Santa (4 de noviembre de 1511), a la que se adhirieron, además de Julio y Fernando, los venecianos y el rey de Inglaterra, Enrique VIII.
El ejército de operaciones que los aliados mantenían en Italia se sobrepuso a los éxitos iniciales de Luis XII (Rávena), venciendo a los franceses en Guinegatte y Novara. Al mismo tiempo, Fernando organizó un segundo frente en Occidente, decisión que determinaría la anexión de Navarra a la Corona de Castilla.
Ya hacía tiempo que Fernando deseaba completar la unidad política de la Península con la incorporación del reino de Navarra, del que había sido rey su padre, Juan II de Aragón; pero a la muerte de éste había pasado a las casas de Foix y Albret sucesivamente, con las queno había sido posible llegar a una alianza ni por la vía diplomática ni por el socorrido recurso de un matrimonio que diera un heredero común a Navarra y a cualquier otro reino de los que gobernaba Fernando. Ya el embajador florentino en España, Guicciardini, observaba que el reino de Navarra se parecía mucho más en lengua y costumbres a España que a Francia, aparte de que estratégiamente era imprescindible no sólo para defenderse del reino galo, sino para invadirla ventajosamente.
Para atacar a Francia en estas circunstancias era necesario asegurarse la neutralidad de Navarra. Pero los reyes navarros, temiendo por sus posesiones en el área francesa, llegaron a un acuerdo con Luis XII por el que se comprometían a negar el paso de las tropas españolas por su territorio. En este caso no era solamente el ejército español el que solicitaba el paso libre, sino también las tropas inglesas que Enrique VIII, como miembro de la Liga Santa, había hecho desembarcar en las costas vizcaínas, tropas que, desde luego, no jugaron papel alguno en la guerra que se preparaba, pues pronto reembarcaron hacia su patria, en contra incluso de la voluntad de su rey.
Luis XII había sido excomulgado por Julio II como cismático. Al aliarse con él, los reyes de Navarra incurrieron en semejantes penas. La invasión de Navarra quedó así legitimada y se inició como una cruzada religiosa. El Papa despojó a los reyes de su reino tras excomulgarlos, dispensando a sus vasallos del juramento de fidelidad. Con el respaldo pontificio, Fernando dio la orden de ataque a Navarra.
El duque de Alba atravesó la frontera con su ejército el 21 de julio de 1512 y ocupó Pamplona. El resto del país quedó sometido en dos semanas, gracias, sobre todo, a que sus habitantes no ofrecieron resistencia alguna. El temor a ser considerados cismáticos y castigados como tales pesó tanto en la entrega del reino como la influencia de los partidarios del conde de Lerín y del antiguo partido beamontés, opuestos todos ellos a la política profrancesa propugnada por sus soberanos.
Fernando, de momento, no se atrevió a titularse rey de Navarra, declarándose tan sólo depositario de la corona. Sólo en 1515, con ocasión de haberse reunido las Cortes de Burgos, declaró Fernando que Julio II le había cedido aquel reino, por lo que con pleno derecho podía legarlo a su hija Juana y a sus legítimos descendientes. Navarra quedó, por tanto, incorporada a Castilla, sin que lograsen arrebatársela los repetidos intentos de sus antiguos reyes por volverla a la independencia. La inteligente política de Fernando para con los navarros, que respetó sus costumbres y tradiciones y reconoció la autonomía de sus fueros, contribuyó eficazmente a que Navarra ingresara tan de lleno en la comunidad hispánica que nunca más volvió a separarse.
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Julio II, no obstante, no veía con buenos ojos el entusiasmo que puso en su empresa el rey de Francia. Fiel a su lema de "fuera los bárbaros" que se le atribuye, deseaba ver fuera de Italia a todos los extranjeros que pisaban su suelo, pero principalmente al rey de Francia. En consecuencia, comenzó a tejer una nueva liga en contra, esta vez, de los franceses, en la que entró también Fernando, no sin antes conseguir que el Papa le concediese, por fin, la deseada investidura de Nápoles, es decir, el reconocimiento legal de su dominio sobre el reino meridional.
Luis XII, indignado por lo que consideraba una traición del Pontífice, no se anduvo por las ramas. Declaró públicamente que ocuparía Roma y depondría al belicoso y fementido Julio II. Corrían los últimos meses de 1511; la empresa africana de Fernando el Católico no daría un paso más desde aquel momento.
En la primavera del año siguiente, en las puertas de muchas iglesias se clavó un edicto, firmado por once cardenales, quienes se declaraban rebeldes al Papa. Su jefe era un español, Bernardino de Carvajal, persona austera y docta, al que un "panfleto" contemporáneo definió como "el tipo de hombre más indicado para jorobar a un romano pontífice". En aquel edicto, inspirado desde luego por el rey de Francia, se anunciaba la convocatoria de un concilio general, que se celebraría en Pisa aquel mismo otoño, para condenar y deponer a Julio II como responsable de la división de la cristiandad.
Sobre la Iglesia se cernía la amenaza de otro cisma. Fernando, desde luego, se opuso a la política de Luis XII desde el primer momento. Despojó a Carvajal de los beneficios que poseía en España y convenció al Papa para que patrocinase una nueva coalición, la Liga Santa (4 de noviembre de 1511), a la que se adhirieron, además de Julio y Fernando, los venecianos y el rey de Inglaterra, Enrique VIII.
El ejército de operaciones que los aliados mantenían en Italia se sobrepuso a los éxitos iniciales de Luis XII (Rávena), venciendo a los franceses en Guinegatte y Novara. Al mismo tiempo, Fernando organizó un segundo frente en Occidente, decisión que determinaría la anexión de Navarra a la Corona de Castilla.
Ya hacía tiempo que Fernando deseaba completar la unidad política de la Península con la incorporación del reino de Navarra, del que había sido rey su padre, Juan II de Aragón; pero a la muerte de éste había pasado a las casas de Foix y Albret sucesivamente, con las queno había sido posible llegar a una alianza ni por la vía diplomática ni por el socorrido recurso de un matrimonio que diera un heredero común a Navarra y a cualquier otro reino de los que gobernaba Fernando. Ya el embajador florentino en España, Guicciardini, observaba que el reino de Navarra se parecía mucho más en lengua y costumbres a España que a Francia, aparte de que estratégiamente era imprescindible no sólo para defenderse del reino galo, sino para invadirla ventajosamente.
Para atacar a Francia en estas circunstancias era necesario asegurarse la neutralidad de Navarra. Pero los reyes navarros, temiendo por sus posesiones en el área francesa, llegaron a un acuerdo con Luis XII por el que se comprometían a negar el paso de las tropas españolas por su territorio. En este caso no era solamente el ejército español el que solicitaba el paso libre, sino también las tropas inglesas que Enrique VIII, como miembro de la Liga Santa, había hecho desembarcar en las costas vizcaínas, tropas que, desde luego, no jugaron papel alguno en la guerra que se preparaba, pues pronto reembarcaron hacia su patria, en contra incluso de la voluntad de su rey.
Luis XII había sido excomulgado por Julio II como cismático. Al aliarse con él, los reyes de Navarra incurrieron en semejantes penas. La invasión de Navarra quedó así legitimada y se inició como una cruzada religiosa. El Papa despojó a los reyes de su reino tras excomulgarlos, dispensando a sus vasallos del juramento de fidelidad. Con el respaldo pontificio, Fernando dio la orden de ataque a Navarra.
El duque de Alba atravesó la frontera con su ejército el 21 de julio de 1512 y ocupó Pamplona. El resto del país quedó sometido en dos semanas, gracias, sobre todo, a que sus habitantes no ofrecieron resistencia alguna. El temor a ser considerados cismáticos y castigados como tales pesó tanto en la entrega del reino como la influencia de los partidarios del conde de Lerín y del antiguo partido beamontés, opuestos todos ellos a la política profrancesa propugnada por sus soberanos.
Fernando, de momento, no se atrevió a titularse rey de Navarra, declarándose tan sólo depositario de la corona. Sólo en 1515, con ocasión de haberse reunido las Cortes de Burgos, declaró Fernando que Julio II le había cedido aquel reino, por lo que con pleno derecho podía legarlo a su hija Juana y a sus legítimos descendientes. Navarra quedó, por tanto, incorporada a Castilla, sin que lograsen arrebatársela los repetidos intentos de sus antiguos reyes por volverla a la independencia. La inteligente política de Fernando para con los navarros, que respetó sus costumbres y tradiciones y reconoció la autonomía de sus fueros, contribuyó eficazmente a que Navarra ingresara tan de lleno en la comunidad hispánica que nunca más volvió a separarse.
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