16 mar 2016

TESTAMENTO DE CARLOS II

El 1 de noviembre, entre las dos y las tres de la tarde, fallecía Carlos II, apoplético, medio niño, medio hombre. Fue la muerte liberadora de un ente agotado.
El testamento lo había firmado el 3 de octubre de 1700. Era el mismo que el hecho para testar a favor del príncipe electoral de Baviera. Por lo tanto, la cláusula más interesante era la decimotercera, que decía así:

"Reconociendo, conforme a diversas consultas de ministros de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras Doña Ana y Doña María Teres, reinas de Francia, mi tía y hermana, a la sucesión de estos reinos, fue evitar el perjuicio de unirse a la Corona de Francia, y reconociendo que, viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos..., declaro ser mi sucesor..., el duque de Anjou, hijo segundo del Delfín y como a tal le llamo a la sucesión de todos mis reinos y dominios... Y porque es mi intención y conviene así a la paz de la cristiandad y de la Europa toda y a la tranquilidad de estos mis reinos que se mantenga siempre desunida esta Monarquía de la Corona de Francia, declaro... que en caso de morir dicho duque de Anjou, o en caso de heredar la Corona de Francia..., deba pasar dicha sucesión al duque de Berry, su hermano, hijo tercero del dicho Delfín..., y en caso de que muera también el dicho duque de Berry, o que venga a suceder también a la Corona de Francia, en tal caso declaro y llamo a la dicha sucesión al archiduque hijo segundo del emperador, mi tío, incluyendo por la misma razón... al hijo primogénito del dicho emperador mi tío (el archiduque José), y viniendo a faltar dicho archiduque, en ese caso declaro y llamo a la dicha sucesión al Duque de Saboya y sus hijos. Y en tal caso es mi voluntad que se ejecute por todos mis vasallos como se lo mando y conviene a su misma salud, sin que permitan la menos desmembración y menoscabo de la monarquía fundada con tanta gloria de mis progenitores. Y porque deseo vivamente que se conserve la paz y unión... entre el emperador, mi tío, y el rey cristianísimo (Luis XIV), les pido y exhorto que, estrechando dicha unión con el vínculo del matrimonio del Duque de Anjou con la archiduquesa, logre por este medio la Europa el sosiego que necesita."

Sin este testamento, el reparto de la monarquía española se hubiera hecho. El reparto también quedó hecho en Utrecht, pero la vitalidad del pueblo español quedó a salvo, cuando parecía que el agotamiento de los últimos Austrias la habían destruido.
Cabe preguntarse: ¿Cumpliría Luis XIV los compromisos adquiridos con Holanda e Inglaterra, o daría preferencia a la última voluntad de Carlos II?
La situación era peligrosa, pero no se podía despreciar un regalo tan hermoso, a la vez que era también un medio de asegurar la preponderancia borbónica, idea que había sido muy cara al cardenal francés Mazarino.
Luis XIV, seguro de sí mismo, aceptó el testamento el 16 de noviembre de 1700 en un acto de gran solemnidad. Dijo, señalando a Felipe V:

"Señores, aquí tenéis al rey de España. Su origen y linaje le llaman al trono, y el difunto rey así lo ha testado; toda la nación lo quiere y me lo suplica; ésta es la voluntad del cielo y yo la cumplo gustoso."

Luego dijo a su nieto:

"Sé buen español, ése es tu primer deber; pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones: tal es el camino de hacerlas felices y conservar la paz de Europa."

La famosa frase de "Ya no hay Pirineos", atribuída a Luis XIV, la dijo el embajador de España en París, Castelldsorius, refiriéndose no a la desaparición de la frontera pirenaica, sino a las relaciones en que iban a entrar los dos países.
En febrero de 1701 ya estaba Felipe V en Madrid, y este mismo año se casaba con María Luisa Gabriela, "la Saboyana". Tenían diecisiete y trece años respectivamente. El matrimoniopor supuesto, obedecía a consideraciones políticas, ya que previendo los sucesos que se avecinaban, el ducado de Saboya era de gran valor estratégico para Luis XIV.
Inmediatamente se formó un consejo permanente, integrado por el cardenal Portocarrero, Manuel Arias, arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo de Castilla, y Antonio de Ubilla, secretario del Despacho Universal. De inmediato también, se organizaron purgas contra los enemigos y los menos entusiastas de Felipe V, como el conde de Oropesa, el almirante de Castilla, el inquisidor Mendoza, etc. Portocarrero, políticamente, se comportaba como "una eminentísima, excelentísima e ilustrísima mediocridad".

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