15 mar 2016

LA SUCESIÓN ESPAÑOLA

Los buitres europeos se lanzan sobre la carriña del Hechizado. Ésta es la impresión que da la corte en los momentos postreros del último Austria. Según el árbol genealógico, quien reunía mejores títulos para la sucesión era Fernando José de Baviera, nieto de la Infanta Margarita, hermana segunda de Carlos II. La hermana mayor de Carlos II era Maria Teresa, casada con Luis XIV de Francia, que, tras la Paz de los Pirineos, había renunciado al trono a cambio -y éste será el recurso de invalidez que alegará Francia- de una dote de medio millón de coronas de oro, que nunca fueron pagadas por España.
El archiduque Carlos tenía menores derechos, ya que era hijo de Eleonora de Neoburgo y, por tanto, sólo contaba con el derecho que le legaba su padre, Leopoldo I. Pero era un Austria.
Europa así lo reconocía. Ya habían comenzado los repartos a espaldas de España:
Fernando José sería sucesor de Carlos II.
El archiduque Carlos recibiría el Milanesado.
El gran Delfín contaría con Nápoles, Sicilia, presidios de Toscana, el marquesado de Finale y Guipúzcoa.
Esto lo afirmaban en La Haya, Inglaterra, Holanda y Francia. La muerte ocasional o deliberada de Fernando José, que contaba cinco años, echó por tierra el proyecto de La Haya y, en parte, los deseos de Carlos II y de su ministro, el conde de Oropesa, que no querían desmembrar la monarquía. Se sobreacentúan las discrepancias entre Austrias y Borbones.
Holanda, Inglaterra y Francia reparten de nuevo las posesiones españolas en 1699 y 1700. Por este acuerdo, ahora el sucesor sería el archiduque Carlos, estipulándose que la Corona de España no se uniría jamás al Imperio de los Austrias. Francia se anexionaba los territorios reconocidos en La Haya, más el ducado de Lorena.
Austria, incomprensiblemente, no acepta este medio de reconstruir el Imperio de Carlos V. A los españoles tampoco les agradaría tener un rey y una reina austriacos, aparte e que suponía desmembrar sus posesiones.
Tendiendo a salaguardar la integridad de la monarquía, el Consejo de Estado, presidido por el cardenal Portocarrero, anima a Carlos II a que se sobreponga a la repugnancia que sentía por la candidatura francesa (su poca sangre era austriaca) y se decida por el duque de Anjou, quien, apoyado por el reino galo, era el único que podía mantener intacta la monarquía.

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