5 feb 2016

FELIPE IV, EL REY ABÚLICO (II)

Tampoco se desinteresaba de los negocios de Estado. Él mismo escribió que, no habiendo podido hacer aprendizaje de rey por no haber tenido ocasión de aprender de su padre, se preocupaba por sí mismo de aprenderlo todo, asistiendo e informándose de cuanto se trataba en las reuniones de gobierno. Y así él mismo escribía:

"Por mis pocos años no pudo el rey mi señor, que está en el cielo, introducirme cerca de su persona en los negocios de esta Monarquía".

En consecuencia, decía que para aprender el oficio de rey, se preocupaba de:

"tener los oídos abiertos para todos los que me quisieran hablar en audiencias públicas y particulares..., de examinar todas las consultas que vienen de los consejos, juntas y ministros particulares sobre las materias de todo género que se ofrecen a estos reinos".

Incluso de preocupó de asistir secretamente a los tribunales y consejos, mandando hacer mirillas y celosías en las paredes para vigilar, sin ser advertido, la forma en que se despachaban los negocios del reino.
Pero todas estas manifestaciones no parecen haber correspondido plenamente a la realidad. Felipe IV era básicamente frívolo e irresponsable: "un rey que prefería los placeres privados a las obligaciones públicas. Como se deduce de su correspondencia con la monja Ágreda, en la que Felipe desnuda totalmente su conciencia como si hablase directamente con Dios, a quien no podía engañar, Felipe era, ante todo, un hombre de voluntad paralítica.
Al igual que era cojo y necesitaba del brazo fuerte de un amigo que le sirviese de báculo, la voluntad del monarca necesitaba de otra para poder dar pasos más sencillos en su existencia oficial y privada. Fue éste un defecto común a todos los Austrias, desde el propio Carlos V quien, severo en la ejecución de sus decisiones, necesitaba para tomarlas de ayudas ajenas, a veces potentísimas. En Felipe II, la astucia, la prudencia, la reserva la severidad eran cualidades hipertrofiadas para defenderse de la debilidad interior. La bancarrota de la voluntad es ya patente en Felipe III, falto de recursos con que disimularla y, por ello, refugiado en una excesiva devoción religiosa y en el albedrío de un valido absoluto, el duque de Lerma.
Aún más claramente aparece la atrofia de la voluntad en los hijos del Rey Devoto, si bien en los dos que alcanzaron vida histórica, Felipe IV y el Cardenal-Infante, la parálisis de la decisión y de la iniciativa estaba compensada por otras cualidades excelentes; parte de la bondad, que fue común a toda la dinastía, y que Felipe IV recibió por herencia en grado sumo, fue, en efecto, este Rey, inteligente, espiritual y lleno de simpatía cortesana cuyo antecedente ancestral es difícil de colegir; y su hermano, el Cardenal-Infante, estuvo dotado de un evidente prestigio personal, de capitán de la gran época, que puso de claro manifiesto en las difíciles circunstancias de Flandes y que se enlazan, directamente, a través de dos generaciones de reyes excesivamente civiles -su padre y su abuelo- con la vena conquistadora de su glorioso bisabuelo Carlos V. Si fuera lícito al historiador el juego, prohibido por inmoral, de discurrir sobre los que hubiera pasado si las cosas hubiesen sido de otro modo, una de las perspectivas más agradables de este juego sería soñar en la suerte de España si el trono de Felipe III lo hubiera heredado Don Fernando, el caudillo, y no Don Felipe, el donjuán" (Gregorio Marañón)
Dos fueron las manifestaciones más evidentes de esta parálisis de la voluntad de Felipe IV; una de ellas, su sensualidad, y otra, su irremisible tendencia a descargar sobre las espaldas ajenas las decisiones que él era incapaz de tomar por sí mismo.

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