
En realidad, Felipe IV apareció a los ojos de sus contemporáneos como un rey -aparentemente al menos- mejor que su padre. El entusiasmo con que el pueblo acogió su ascenso al trono quedó bien reflejado en aquellas palabras de su contemporáneo Quevedo:
"Sus acciones nos prometen un nuevo Carlos V; sus palabras y decretos nos recuerdan a su abuelo; y en la piedad es reflejo de su padre".
El cuarto Felipe tenía estimables cualidades personales. "Poseía inteligencia despejada y claro juicio, superiores a los de su progenitor y su sucesor en el trono, que con él forman el periodo de la decadencia de los Austrias. No era muy versado en estudios, pero sí inclinado a las letras, entusiasta de los versos, las comedias y las artes; amigo y protector de poetas y artistas; con lo cual fue un valioso impulsor del florecimiento literario, dramático y pictórico que caracterizó a su reinado. Cultivó con frenesí los deportes de la época y los preferidos de antiguo por los monarcas, singularmente los de su estirpe, alcanzando verdadera fama como destrísimo jinete, esgrimidor, tirador y cazador; infatigable en toros, cañas, torneos, cabalgadas, cacerías y toda suerte de ejercicios caballerescos" (Deleito).
Lo mismo había dicho en tiempos de Felipe IV uno de los mejores escritores de su época, el dramaturgo don Pedro Calderón de la Barca:
A caballo en las dos sillas,
es, en su rústica escuela,
el mejor que se conoce.
Si las armas, señor, juega,
proporciona con la blanca
las lecciones de la negra.
Es tan ágil en la caza,
viva imagen de la guerra
que registra su arcabuz
cuanto corre y cuanto vuela.
Con un pincel es segundo
autor de naturaleza.
Las cláusulas más suaves
de la música penetra.
Con efecto, de las artes
no hay ninguna que no sepa.
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