29 dic 2015

LA REBELIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS (III)

La implantación de una política absolutista como medio para aumentar la presión fiscal exigía la presencia de un ejército que permitiese reprimir cualquier acto de protesta. Ahora bien, ¿de qué sector de la población podía partir la resistencia contra la autoridad? Indudablemente del sector más castigado por los impuestos, la burguesía de comerciantes e industriales. La oposición pronto encontró también un nuevo impulso en la inspiración calvinista, que convirtió además el conflicto político en un conflicto religioso.
El auge económico del país había permitido la creación y el desarrollo de una poderosa clase burguesa compuesta por una verdadera aristocracia del dinero y una modesta, pero numerosa, burguesía de comerciantes y artesanos. En contraste con la nobleza y el clero, anclados a posiciones ideológicas y políticas de carácter tradicionalista y conservador, la burguesía constituía una clase social abierta a todas las corrientes intelectuales y religiosas más avanzadas. La cultura y el arte del Renacimiento habían hallado un ambiente magníficamente preparado para su asimilación, inteligencias para cultivar sus ideas y dinero para pagar sus creaciones artísticas y culturales.
Estas mismas condiciones habían facilitado la penetración de las ideas luteranas, enérgicamente sofocadas por decisión de Carlos V (1520). Pronto aparecen allá las corrientes radicales, representadas especialmente por los anabaptistas, cuyos objetivos anarquistas y revolucionarios fueron duramente reprimidos por las autoridades, apoyadas por aquellas clases que vieron amenazada su situación. A mediados del siglo XVI, el calvinismo se difunde ampliamente a partir de la frontera francesa y la renana, especialmente entre las clases burguesas, como hemos indicado, cuyas aspiraciones democráticas coincidían con la concepción de una sociedad predicada por el calvinismo, con el que compartía, al mismo tiempo, la oposición a Felipe II, en cuanto monarca de tendencias absolutistas y en cuanto paladín del catolicismo.
Reprimir a la oposición exigía tropas; mas, dada la coincidencia de que entre la clase contestataria era donde más abundaban los calvinistas, era necesario valerse también de la Inquisición para mantener el orden en el país. Felipe II, por más que así lo proclamaron sus enemigos, nunca pensó en introducir en los Países Bajos la Inquisición española. Él mismo lo explicó así:

"El cuento que inventan de que deseamos introducir la Inquisición española allá es falso y carece de fundamento, pues la Inquisición de los Países Bajos es más implacable que la de aquí".
La regente Margarita, a quien iba dirigida precisamente la carta cuyo fragmento hemos tomado en las anteriores palabras, trató de conseguir de Felipe que suavizara el rigor con que comenzó a actuar la Inquisición en aquella doble tarea de liquidar simultáneamente a los disidentes religiosos y a los enemigos políticos. Pero Felipe se mantuvo firme. Más aún, envió instrucciones secretas a los Países Bajos prohiiendo que volvieran a reunirse los Estados Generales, que se estaban convirtiendo en el portavoz de la resistencia al gobierno del monarca español. En efecto, en 1559 no sólo se había malquistado con la burguesía, sino también con los demás sectores de la sociedad flamenca. La alta nobleza, cuyos portavoces eran Orange y Egmont, se sentía agraviada al verse alejada del gobierno por el absolutismo de Felipe II y de su mano derecha, el cardenal Granvela. El ocaso de su predominio político, desbancado por la burocracia que los españoles estaban introduciendo, se agravaba con el declive de sus finanzas, debilitadas por la inflación y por sus propios descontrolados dispendios, todo hay que decirlo. La baja nobleza, arruinada también al ver disminuir constantemente el valor adquisitivo del dinero que obtenía de las rentas fijas, pero congeladas, que le proporcionaban sus tierras, estaba desesperada. También entre la baja nobleza, como había ocurrido con la burguesía, hacía notables avances el calvinismo, confesión que se presentaba con tonos sociales más moderados que los propugnados, por ejemplo, por los anabaptistas.
En 1559, Felipe II puso en marcha también un plan de reforma eclesiástica, por el que el país se dividía en catorce nuevos obispados, a los que se incorporaban algunas abadías. La medida iba encaminada a mejorar la atención pastoral a una población ya excesivamente trabajada por la herejía. Mas con ella pretendía Felipe, al mismo tiempo, ampliar su influencia en los Estados Generales. El rey de España tenía derecho a presentar las personas que habían de recibir del Papa aquellos obispados. Era de esperar que los elegidos fuesen personas fieles a la política de Felipe. Ahora bien, como los obispos estaban representados en los Estados Generales, con dicha medida conseguía meter una cuña poderosa en éstos. Los mismos católicos interpretaron aquella reforma como una prueba más de la intromisión española.
El proletariado de los Países Bajos (obreros, marineros...) había experimentado ciertas mejoras desde la inauguración del régimen filipino. Sus salarios eran más altos que los que habían percibido en tiempos de Carlos V. De momento, no hubo que temer nada de este sector. El alza constante de los precios fue proporcional a la mejorade sus salarios durante todo el reinado de Felipe II. Mas hacia 1556 hubo una crisis de subsistencias. La población común no encontraba alimentos, y el hambre se cernió sobre ella. El calvinismo aprovechó el descontento para introducirse también entre las filas del proletariado, el cual, empujado al mismo tiempo por el hambre, desencadenó una serie de desórdenes que culminaron con el saqueo de numerosas iglesias y monasterios y con la destrucción de imágenes religiosas católicas.
Aquel brote de violencia alarmó a la nobleza católica. Margarita de Parma aprovechó la situación para tratar de atraérselos. En consecuencia, pidió a Felipe que cediese a algunas de las peticiones de sus adversarios políticos de la nobleza para tenerlso como aliados contra los adversarios religioso-políticos calvinistas. Pero Felipe no quiso hacer distinciones. Se sentía obligado a reprimir simultáneamente a todos sus oponentes, sin matizar entre los posibles aliados y los enemigos irreconciliables. Así pues, en el mismo año 1566 dio órdenes al duque de Alba para que fuese a Italia y pusiera en estado de alerta a los tercios viejos que allí había.

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