28 dic 2015

LA REBELIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS (II)

En los Países Bajos, en efecto, se habían difundido y arraigado profundamente las formas económicas del primer capitalismo. Para la economía española, estas provincias constituían, sn duda, una pieza fundamental. Después de las Indias, éstas eran el cordón umbilical económico más importante de Castilla. Amberes se había convertido en el centro del comercio y de las finanzas de toda Europa, pues allí se concentraban todas las mercancías que circulaban entre el norte y el sur, y, como consecuencia, se reunían en aquella ciudad las más fuertes reservas de capitales de todo el continente. Hacia 1554, el número de mercaderes y banqueros españoles establecidos en Amberes alcanzaba el número de 200. Hacia 1560 había ya 300. Lo mismo podía decirse de la concurrencia de negociantes de las demás nacionalidades.
Los Países Bajos enviaban a España el 30% de su producción textil. El mercado español y americano se abastecía también en ellos de metales, armas, tapices y pinturas; a través de las provincias llegaban a Castilla los cereales ingleses y bálticos que a ella le faltaban, además de la madera y demás pertrechos que necesitaban los astilleros españoles. Castilla, por su parte, enviaba a Flandes el 60% de la producción total de lana española, productos coloniales (especias, azúcar, cochinilla, cueros...) y peninsulares (aceite, azafrán, frutas, sal y vino). La asociación de ambos territorios, Flandes y Castilla, bajo una misma Corona, había facilitado extraordinariamente estas relaciones, ventajosas para ambos países. La ruptura del eje económico jalonado por las ciudades de Amberes, Burgos y Medina del Campo habría arruinado tanto a los ganaderos españoles como a los industriales flamencos.
La penuria económica en que Felipe II se encuentra desde el momento en que hereda la corona, le hace tomar la decisión de modificar el régimen tributario de los Países Bajos. En 1556 y 1558 propuso a los Estados Generales el establecimiento de una contribución sobre los ingresos, que le fue negada rotundamente. No tuvo más remedio que contentarse con los subsidios extraordinarios que los Estados Generales le concedieron, al uso tradicional. Este tipo de subsidios, concedido en circunstancias especiales, debía ser pagado -al menos en teoría- por los representantes de los tres estamentos que componían los Estados Generales; mas, en realidad, tanto la nobleza como el clero escurrían el bulto, resguardados por sus privilegios y exanciones, de forma que todo el peso de los mismos recaía sobre el tercer estado, el pueblo. Una reforma tributaria que hiciee repartir las cargas entre todos los estamentos era, sin duda, más justa desde el punto de vista social, pero precisamente por esto era rechazada por los Estados Generales, dominados por el clero y la nobleza.
A Felipe no le quedaba más remedio que modificar la Constitución del país, si no en la teoría, sí al menos en la práctica; así pues, se inclinó por una política absolutista y centralista, la misma que le inspiraba su consejero Antonio Perrenot de Granvela, hijo de Nicolas de Granvela, el consejero de Carlos V.
En 1559 Felipe regresa a España, dejando como lugarteniente suyo en los Países Bajos a su media hermana Margarita de Parma, la hija natural del emperador Carlos. A pesar de haber nacido de madre flamenca y de haberse educado en los Países Bajos, la gobernadora no dejaba de ser a los ojos de sus súbditos una española, sobre todo si se tiene en cuenta que en todas sus decisiones debería aconsejarse por el Consejo de Estado, compuesto por tres miembros, dos de ellos nativos (Guillermo de Orange y Lamoral de Egmont), y el tercero, el señor de Granvela, borgoñón de nacimiento, pero español también en cuanto que, a través de él, era el mismo Felipe II quien gobernaba el país.

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