21 oct 2015

LA REVOLUCIÓN DE LOS PRECIOS DURANTE EL REINADO DE CARLOS V (III)

A la demanda de artículos agrícolas de la población peninsular se unió, en los primeros años de la presencia española en América, la demanda de los que iban a habitar aquellas tierras, que aún no eran capaces de abastecerse a sí mismas de aquellos artículos. Los precios de los mismos subían; mas esto no importaba demasiado a la demanda americana, que tneía medios suficientes para hacer frente a dichos incrementos. La subida de los precios medios agrícolas estimulaba la ampliación de zonas de cultivo, pero estimulaba también a los nobles a aumentar los impuestos que, como señores feudales, debían recibir de sus vasallos y las rentas por las que entregaban sus tierras a los cultivadores arrendatarios. Los beneficios, sin embargo, no solían revertir al campo, sino que se empleaban en mantener el tren de vida de los señores. Los capitales acumulados por los nobles de Andalucía, por su parte, sí que solían revertir sobre sus tierras. He aquí el motivo. Desde América pedían cantidades cada vez mayores de vino y aceite. Los capitalistas andaluces, entonces, convirtieron sus campos en viñedos y olivares. Los precios, en consecuencia, se aumentaron. La población que antes se empleaba en el cultivo de los cereales, capaz de absorber más mano de obra, quedó sin trabajo y tuvo que buscarlo en la empresa americana, en la milicia o en la vida parasitaria de la ciudad. El esplendor de la nobleza llegó a alturas de las que son buenas muestras los palacios, templos y demás grandes edificios de ciudades como Baeza y Úbeda, en la provincia de Jaén.
Cuando América fue capaz de abastecerse por sí misma, muchos productos agrícolas experimentaron un fuerte descenso. El campesinado sufrió un nuevo golpe. El éxodo de la población tutal hacia las ciudades se incrementó. Entre esta población desplazada y arruinada comenzaron a reclutarse , desde muy pronto, los numerosos pícaros, bandidos, mendigos y vagabundos que caracterizarían la sociedad hispánica del siglo XVI.
La mendicidad, conforme avanzaba el siglo, se convierte en una verdadera plaga social. El pobre también tenía su estatuto por el que se habiliaba para pedir limosna. Para ellos, las autoridades concedían un permiso de mendicidad a los que acreditaban ser verdaderamente pobres y habían cumplido con el precepto Pascual. con tal licencia, podían mendigar durante un año dentro del territorio que estaba bajo la jurisdicción de quien concedía el permiso hasta la Pascua siguiente, en que podían renovar su licencia. Los inválidos, los ancianos y especialmente los verdaderos ciegos eran, por lo general, los beneficiarios de tales patentes de mendicidad. Sin embargo, pronto engrosaron sus filas otras muchas gentes, pícaros y vagabundos, cuyo número se calcula en unos 150.000 individuos para finales del siglo XVI. Los mendigos solían formar cofradías, y ofrecían como pago a las limosnas que recibían una curiosa mercancía: las oraciones. Se pagaba, en efecto, al mendigo para que recitase una orcaión por la persona que les socorría. Algunos había, como el ciego a quien sirvió el Lazarillo de Tormes, el cual "en su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía de coro". Pero bien advertido tenía a Láaro que le tirase de la manga en cuanto el limosnero hubiese desaparecido e la vista, para interrumpir inmediatamente el rezo.
Los pícaros y maleantes abundaban tanto, que dieron a la sociedad hispánica del XVI todo un estilo, magníficamente reflejado en las mejores obras de nuestra literatura. Gentes como el ventero que armó caballero a Don Quijote, no escaseaban en el país. De él decía Cervantes que

"en los años de mocedad se había dado al hermoso ejercicio de la picardía, andando por diversas partes del mundo, buscando aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segvia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo, y otra partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo muchas doncellas y engañando a algunos pupilos, y finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay en casi toda España"
En ningún otro lugar se ofrecían mejores enseñanzas de picaresca que en las almadrabas de Zahara y demás lugares donde se reunían gentes para la pesca del atún. El mismo Cervantes dejaría constancia de ello en "La Ilustre Fregona" cuando, dirigiéndose a todos los píccaros del resto de España, escribía:

"¡Oh, pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa, con toda la caterva innumerable que se encierra debajo de este nombre de pícaro. Bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes; allí, allí está en su centro el trabajo junto con la poltronería; allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre pronta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las muertes por puntos, las pullas a cada paso, los bailes como en bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la poesía sin acciones; aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega y por todo se hurta; allí campea la libertad y luce el trabajo; allí van o envían muchos padres a buscar a sus hijos, y los hallan; y tanto sienten sacarlos de aquella vida como si los llevaran a dar pena de muerte"

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