29 oct 2015

LA LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO DE CARLOS V (y III)

El 16 de enero de 1556, Carlos abdicó en su hijo todos sus dominios españoles en Europa, África y América. Felipe, que era ya rey de Nápoles y duque de Milán, recibía ahora Sicilia y los dominios de Cerdeña. En cláusula secreta, Carlos dejaba también a su hijo como vicario del Imperio en Italia, dognidad que vinculaba a Italia a perpetuidad a la Corona de España. De esta forma, Italia quedaba sometida a España en el futuro.
Finalmente, Carlos dejó el Imperio a su hermano Fernando. Como la abdicación ofrecía algunas dificultades legales y políticas, la cesión, hecha el 12 de septiembre de 1556, se mantuvo en secreto hasta el mes de mayo de 1558, fecha en que la dieta alemana aceptó la renuncia del emperador.
A los pocos días de firmada la abdicación del Imperio, Carlos embarcó rumbo a España. El 28 de septiembre desembarcó en Laredo, y continuó viaje, lentamente, hacia el lugar que había elegido para su retiro, el monasterio de Yuste (San Justo), en Extremadura. El 3 de febrero de 1557 hizo su entrada en aquel lugar escondido "el principal de los hombres que ha existido o pueda existir", como diría su mayordomo Luis de Quijada, con entusiástica frase.
En los aposentos que para él se habían preparado, transcurrieron los pocos meses de vida que quedaban al ilustre personaje. Entretenía sus ocios pescando desde la balaustrada de su mansión en el estanque que había al pie del edificio. El secretario Van Male le ayudó a redactar sus interesantes, aunque lacónicas, Memorias. Para su lectura, llevó numerosos libros de religión, historia, geografía y astronomía. La Inquisición le concedió licencia para leer la Sagrada Escritura.
Su aislamiento, sin embargo, no era total. Todavía tuvo que poner a dusposición de sus sucesores su consejo y su influencia. Buscó los recursos para que su hijo Felipe pudiese dar buen fin a la guerra de Francia, contribuyó a la sofocación de los focos protestantes que aparecieron en España e hizo cuanto pudo para inducir al vecino reino de Portugal a una política que afianzase la unión de los reinos peninsulares.
En el verano de 1558, su mayordomo Quijada y su esposa doña Magdalena de Ulloa llegaron a Yuste acompañados de un muchachito de trece años, al que llamaban Jeromín (Jerónimo). Durante una temporada, aquel muchacho hizo oficios de paje al lado del emperador, recibiendo de él muchas pruebas de afecto, pero sin llegar nunca a saber el motivo del cariño con que le distinguía el ilustre jubilado. Jeromín era hijo de Carlos. Tomemos ocasión en este lugar para hacer referencia a la vida privdada del emperador, en la que, si bien no faltaron los deslices que a continuación enumeraremos, hay que reconocer que superó en honestidad a todos los soberanos de su tiempo.
Antes de su matrimonio con la emperatriz Isabel, Carlos tuvo relaciones amorosas con una joven flamenca, Margarita van der Gheyst, hija de una noble familia; de ella nació una niña a la que llamaron Margarita, como su madre (1522). Siendo aún una criatura de siete años, fue desposada por palabras de futuro con Alejandro de Médicis, sobrino del Papa Clemente VII. A los seis años se realizó la boda, cuando la novia sólo contaba trece. Dos después, Margarita enviudó al perder la vida Alejandro en un torpe incidente amoroso. Nuevamente contrajo matrimonio con un nieto del Papa Paulo III, llamado Octavio Farnesio, y les nació un hijo, Alejandro Farnesio, que llegaría a ser general de los ejércitos de Felipe II y gobernador de Flandes. Margarita de Parma, como se conoce a la hija del emperador, por cuanto su esposo era duque de Parma y Plasencia, sería también gobernadora de Flandes en tiempos de su hermanastro Felipe II.
En el verano de 1522, la historia se repitió, esta vez en España, donde ya se hallaba Carlos una vez terminada la revolución comunera. De la hija que le nació, llamada juana, apenas se supo nada, pues murió a los ocho años en el convento de las agustinas de Madrigal.
Muchos años después, cuando habían pasado siete desde la muerte de la emperatriz, Carlos tuvo otro hijo natural de Bárbara de Blomberg, hija de unos acaudalados comerciantes de Ratisbona. El emperador congió el niño a su mayordomo don Luis de Quijada, señor de Villagarcía de Campos, el cual, con mayor secreto, lo hizo criar primero en Leganés (Madrid) y luego en Villagarcía. A la muerte del emperador, Felipe II, siguiendo las instrucciones de su padre, dio a conocer la personalidad de aquel Jeromín que, en adelante se llamaría Juan de Austria y que serviría a su medio hermano con la mayor lealtad en altos puestos militares y políticos, como se verá en su momento. Felipe II, no obstante, siempre mantuvo una hosca reserva hacia don Juan de Austria, motivada tal vez por los celos que en él suscitaba el ver en su hermano todas las cualidades que le faltaban a él. El hecho es que siempre se negó a darle los honores y el tratamiento que, como infante, le habrían correspondido.
En septiembre de 1558, la salud del emperador se dio por perdida. El día 21 de aquel mes, teniendo en las manos el mismo crucifijo que su esposa había sostenido en la hora de la muerte, Carlos V expiró.

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