29 oct 2015

LA LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO DE CARLOS V (II)

Después de visitar Italia, Felipe pasó a Alemania y a los Países Bajos. Son éstos los tiempos en que Carlos trata de imponer a su hermano Fernando sus planes para el futuro. Éste, acostumbrado desde veinte años atrás a la idea de que el Imperio alemán quedaría en manos de sus hijos, no estaba dispuesto a ceder a las pretensiones de Carlos. En 1550, Carlos y Fernando se entrevistan en Augsburgo. Fernando no cede. María, hermana de ambos, acude también a Augsburgo en apoyo de Carlos. Fernando exige que esté presente en las negociaciones su hijo Maximiliano, como persona a quien perjudicaría la nueva política dinástica del emperador. Maximiliano acude, dejando a su esposa María como única regente de España.
El resultado de aquella conferencia de alto nivel sería, en principio, el propugnado por el emperador. Felipe sería el futuro emperador. Pero muy pronto ocurrirían hechos que darían al traste con tan hermosos proyectos. Los príncipes alemanes, informados sobre el particular por los enviados de Carlos y Fernando, no se sienten felices ante la perspectiva de la continuidad de la inmensa concentración de poder que Carlos detentaba. La rebelión contra Carlos no se hizo esperar, en forma de traición, como ocurrió en los días en que Mauricio de Sajonia cayó sobre Innsbruck, poniendo en peligro fatal la persona del emperador. La crisis subsiguiente (1552) llevó a Carlos a la persuasión de que la paz de la cristiandad no se lograría jamás mientras no se eliminase la causa fundamental de todos aquellos conflictos. Y esta causa no era otra que él mismo, su inmenso poder, sus amplísimos dominios. Cederles íntegramente a Felipe significaba la supervivencia de las condiciones que hacían imposible la paz de los pueblos de Europa, atraerse la hostilidad de una Francia asfixiada por los dominios imperiales, la enemistad de unos príncipes alemanes que se sentirían avasallados por un rey que, en este caso, era extranjero. Fernando y Maximiliano, incluso, parecen haber prestado su apoyo a Mauricio de Sajonia en su golpe contra el emperador. Carlos no tenía más remedio que rendirse a la evidencia de los hechos. Para colmo, el emperador siente cómo su salud le abandona. Los ataques de gota son cada vez más frecuentes y dolorosos. La situación de sus finanzas, absolutamente catastrófica; la última guerra con Francia lo evidencia hasta la saciedd. Las rebeliones que estallan en Italia y Alemania lo agravan. La decisión está tomada: Carlos abandona el Imperio.
Entre octubre de 1555 y septiembre de 1556, Carlos abdica sucesivamente el señorío de los Países Bajos, la corona hispánica y el Imperio. La primera de estas ceremonias tuvo lugar en Bruselas el 25 de octubre del citado año. En el gran salón del palacio de Bruselas se habían reunido los miembros de los estados generales de los Países Bajos, los gobernadores de las provincias, la nobleza, los caballeros del Toisón de Oro, el cuerpo diplomático en pleno, las hermanas de Carlos, María y Leonor, su hijo Felipe y su sobrino Fernando de Austria. El emperador salió de la casita que habitaba en el parque del palacio, caballero en una mula. Una vez en el interior del edificio, avanzó por medio de la muchedumbre que atestaba los corredores, hasta llegar al salón donde tendría lugar la ceremonia. Carlos se apoyaba en el brazo de un joven cortesano, Guillermo de Orange, el mismo que llegaría a ser, andando el tiempo, la más lúcida cabeza y el más decidido de cuantos corazones se opusieron a la soberanía de Felipe II en los Países Bajos.
La grandiosa e impresionante puesta en escena, comparada por algunos autores con la muerte de Julio César o a la patética despedida de Napoleón de Fontainebleau, comenzó con las palabras de Filiberto de Bruselas, presidente del consejo de Flandes. Filiberto habló del amor a la paz que había sentido siempre el emperador y cuánto había lamentado las continuas guerra en que sus adversarios le habían envuelto. Agradecía, en nombre de Carlos, el apoyo que había recibido de sus súbditos flamencos y sentía no sólo tener que abdicar, por motivos de salud, sino también tener que abandonar las húmedas tierras de Flandes para buscar en España un clima que su salud necesitaba. Pero le consolaba saber que quedaba entre ellos su hijo, que bien sabría gobernarles.
Entonces tomó la palabra el emperador. Poniéndose sus anteojos y tomando en la mano derecha, como era su costumbre, un papel que habría de servirle de guión en su discurso, Carlos hizo un apasionante recorrido por todo su pasado, por las circunstancias que habían concentrado en sus manos tantos y tan extensos reinos, por sus continuos desvelos, sus incontables viajes, sus triunfos y sus derrotas. Pidió perdón por sus errores, testimoniando cómo siempre se había dejado guiar por el sentido del deber y nunca por la ambición. A pesar de sus achaques, todavía luchaba por defender a sus súbditos flamencos de los franceses, tarea que se veía obligado a abandonar, encomendándola a su hijo, a quien dejaba como heredero de aquells tierras. Entonces se volvió Carlos hacia Felipe, proporcionándole unas últimas advertencias públicas sobre la forma en que debería tratar a sus súbditos y dando a entener con aquellas mismas palabras lo que esperaba que sus flamencos pusieran a disposición de su propio hijo.
Agotado por el esfuerzo y la emoción, Carlos puso fin a su discurso. Los testigos del impresionante acto darían fe de los sollozos que a duras penas pudieron ahogar muchos de los presentes. En aquel tenso ambiente se levantó el síndico de Amberes, aceptando el designio imperial. Al terminar, tocó a su vez a Felipe, que se echó a los pies de su padre e hizo ademán de besarle las manos. Luego, vuelto hacia los circunstantes, tomó la palabra. Fue un momento crítico, símbolo de lo que realmente era Felipe para los flamencos, un extranjero. El encanto del ambiente, como apuntaría el historiador Merriman, se rompió en un momento. Con palabras entrecortadas y expresándose desde luego en español, Felipe pidió excusas por no poder hablar un idioma que pudiesen entender los allí presentes y anunció que, en su lugar, hablaría el obispo de Arrás, señor de Granvela, que, al fin y al cabo, era también un extranjero. Granvela habló en nombre de Felipe, diciendo cómo en ningún momento había deseado éste reemplazar a su padre, y que si aceptba, era tan sólo por causa del respeto y obediencia que le debía. Prometía, al mismo tiempo, respetar las libertades de la nación flamenca.
A continuación habló María, hermana del emperador y regente de los Países Bajos durante muchos años. Las simpatías con que contaba la gobernadora eran enormes. Sin embargo, sus palabras tambiérn era de despedida. María pertenecía a una generación indispuesta a avenirse con los nuevos modos de gobernar que la generación de Felipe venía a introducir. Como ella misma diría en otra ocasión, no estaba dispuesta a aprender nuevamente el ABC de la política. En consecuencia, mostró su decisión de acompañar a su hermano Carlos e su retiro.
Terminó el acto con las fórmulas oficiales por las que el nuevo soberano era investido de sus poderes y juraba respeto a las leyes del reino y a las libertades de sus súbditos, y éstos juraban fidelidad a Felipe. El ombre del nuevo gobernador se dio a conocer: Manuel Filiberto, duque de Saboya. Como sobrino del emperador, parecía la persona más adecuada para llenar el vacío que dejaba la ex regente María. Además era un gran militar, que hacía prever un rápido y feliz desenlace de la guerra con Francia, aún sin terminar.

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