26 ago 2015

MARTÍN LUTERO (V)

En este ambiente se desarrolla el pontificado de Adriano VI, el antiguo regente de España, de cuya honradez y rectitud ya hemos hecho mención. En vista del cariz de los acontecimientos, Adriano envió a la dieta que se reunió en Nuremberg a su nuncio Francisco Chieregati con el encargo de urgir el cumplimiento del edicto de Worms (proscripción al luteranismo), pero también con la misión de anunciar la seria disposición pontificia de reformar la Iglesia. Nada mejor que las declaraciones que hizo el nuncio ante la asamblea para darse una idea del espíritu que animaba al Sumo Pontífice:

"Dirás -encargaba el Papa a su legado- que confesamos abiertamente que Dios permite esta persecución de su Iglesia a causa de los pecados de los hombres, y en especial de sus sacerdotes y prelados. Pues sin duda no está acortada la mano del Señor para poder salvarnos, pero el pecado nos separa de Él, y por eso no nos escucha. La Sagrada Escritura dice bien alto que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados de los eclesiásticos... Sabemos que también en esta Santa Sede se han cometido, desde hace años, muchas cosas execrables: abusos en cosas espirituales, incumplimientos en los mandamientos; más aún, que todo ha ido cada vez peor. Por ello no es de extrañar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y clérigos, nos hemos apartado del camino de la justicia, y desde hace mucho no hay uno solo que practique el bien. Por ello, todos nosotros debemos dar gloria a Dios y humillarnos ante Él. Cada uno de nosotros debe meditar la causa por la que ha caído, y juzgarse a sí mismo antes que Dios lo juzgue el día de su cólera. Prometerás, pues, en nuestro nombre, que emplearemos toda nuestra capacidad para mejorar en primer término la Corte romana, de la cual han tomado origen tal vez todos estos males. Entonces, lo mismo que ha salido de aquí la enfermedad, saldrá también la curación. os consideramos obligados a llevar a cabo tales cosas, tanto más cuanto que todo el mundo anhela una reforma de ese tipo. No hemos ambicionado la dignidad del Papa, y habríamos preferido acabar nuestros días en la soledad de la vida privada. Con gusto nos hubiéramos despojado de la tiara; sólo el temor de Dios, la legitimidad de la elección y el peligro de un cisma nos han decidido a aceptar el sumo ministerio pastoral, el cual queremos desempeñar no por deseo de poder, ni para enriquecer a nuestros parientes, sino para devolver a la santa Iglesia, esposa de Dios, su antigua belleza; para auxiliar a los oprimidos, honrar a los sabios y virtuosos, y en general, hacer todo aquello qu debe hacer un buen pastor y un verdadero sucesor de San Pedro... Sin embargo, nadie debería extrañarse de que no eliminemos de un golpe todos los abusos, pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene muchas ramificaciones. Por ello es necesario proceder paso a paso, y en primer lugar enfrentarse a los males más graves y peligrosos con las medidas adecuadas, para no perturbar todavía más todo, mediante una reforma precipitada de las cosas".

Esta confesión de culpa, que supera, por su carácter categórico y clásico, incluso la petición de perdón hecha por Pablo VI en el Concilio Vaticano II, no sirvió de nada. Los prícipes ya tenían demasiados intereses creados como para volverse atrás. La solución de las cuestiones religiosas debería remitirse a un "Concilio general libre, cristiano, en tierra alemana". Tampoco pueso en marcha tal confesión de Adriano ninguno de los resortes de la Curia. Adriano murió al año siguiente, y todas las esperanzas en una verdadera reforma se frustraron. Lutero escribió por entonces su sátira contra el papa-asno, en que se burlaba de Adriano tachándolo de tonto, ignorante, tirano, hipócrita y anticristo.

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