11 ago 2015

LA CUESTION PROTESTANTE (IV)

La basílica de San Pedro, en Roma, sustituye a la que Constantino el Grande había construido en el siglo IV. La idea de levantar una basílica de nueva planta en lugar de la constantiniana, que ya estaba ruinosa, tomó cuerpo en tiempos del pontífice Julio II, que en el año 1505 ordenó que se predicase por toda la cristiandad una indulgencia con cuyos beneficios podría acometerse la construcción del nuevo edificio. León X, continuando la obra de su antecesor, extendió cuanto pudo la predicación de la misma. En el año 1514, fecha en que se inició la nueva campaña pro-basílica de San Pedro, era arzobispo de Maguncia Alberto de Brandemburgo. Su ambición le había llevado a acaparar en su persona otras tres diócesis más; para conseguirlo, tuvo que pagar a la Curia Romana una enorme cantidad de dinero. Al no poder disponer de ella, logró que los Fugger, aquella familia de banqueros de que se habló en otro momento, le adelantasen cuanto necesitaba. Como garantía del préstamo, la Curia aceptó poner el dinero que e recaudase de la predicación de la indulgencia, de modo que la mitad de lo recogido fuese para la Curia y la otra mitad se repartiese entre los Fugger y el arzobispo, a quien consideraban necesario retribuir en actitud favorable a la indulgencia. Estos arreglos suscitaron sus dimes y diretes, porque se daba el caso de que también deseaban beneficiarse de la indulgencia los canónigos de Maguncia y el mismo emperador Maximiliano. Pero el obispo no se dejó ganar, sino que encargó al dominico Juan Tetzel la tarea de publicar la indulgencia, como ocurrió de hecho en el primer domingo de adviento de 1517. En los territorios del principado de Sajonia, el elector Feerico había prohibido su predicación, por lo cual muchos piadosos sajones viajaron hasta las tierras del obispo de Brandemburgo para poder lucrarse de los beneficios espirituales que ofrecía la indulgencia.
En aquellos días, en las iglesias de Wittemberg, ciudad de Sajonia, se oyó clamar a un fogoso predicador contra las gentes que iban a comprar indulgencias. Su celo le llevó a escribir al arzobispo Alberto, adjuntándole un tratado sobre la penitencia, compuesto por él, y una colección de afirmaciones teológicas (tesis) con su correspondiente demostración. Al ver que no se le hacía caso, el predicador se animó a fijar sus tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg, invitando a quien quisiera polemizar sobre aquellos putos. Ésta era la costumbre de la época, siempre que un profesor deseaba entablar una polémica sobre alguna cuestión discutida. Su invitación tampoco tuvo éxito. La disputa nunca llegó a realizarse, pero alguien tuvo la ocurrencia de copiar las tesis y enviarlas a la imprenta. En pocas semanas se difundieron por toda Alemania no sólo en su edición original latina, sio también en traducciones a la lengua vulgar. El autor no intervino en aquel despliegue editorial. Al parecer, ni siquiera pretendía que la disputa saliese del reducido círculo de especialistas capaces de expresarse en latín, idioma en que él redactó sus tesis. Pero el ambiente estaba tan caldeado que toda Alemania vio en aquellas afirmaciones la mejor expresión de lo que todos pensaban.
En mucha de sus afirmaciones no habría visto nada peligroso el más ortodoxo de los teólogos. Mas junto a ellas había otras queno podían menos que inquietar. Algunas no pasaban de ser auténticos latiguillos demagógicos, como aquella en que decía: "¿Por qué el Papa, que es más rico que Creso, no costea la edificación de San Pedro?". Pero las más atrevidas eran aquellas que tocaban el fondo del problema de las indulgencias. Así, por ejemplo, se afirmaba en sus tesis que el Papa no tiene poder para perdonar otras penas que las impuestas por él mismo; que las indulgencias no tienen nada que ver con las almas del purgatorio; que el poder del Papa sólo puede alcanzar a los vivos, no a los difuntos; que las indulgencias no servían para nada, pues si el cristiano está verdaderamente arrepentido, sus pecados están plenamente perdonados, sin necesidad de indulgencias. La vida del cristiano debería ser, decía, de continua penitencia, un continuo caminar hacia Cristo a través de la pasión y la muerte.
Los ojos de Alemania se volvieron hacia Wittemberg. Un hombre se convirtió súbitamente en el ídolo de toda la nación alemana: Martín Lutero.

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