
Nada perjudicaba más a los intereses de los príncipes alemanes que la existencia de un poder central que, atendiendo a las justas peticiones de los pueblos oprimidos por ellos, hubiese tratado de recortar sus privilegios y libertades. El egoísmo de la alta nobleza alemana no tenía límites en sus exigencias. El campesiado vivía oprimido por la usura; trabajaban los campos de sus señores en régimen de servidumbre de la gleba. Desde mediados del siglo XV, Alemania vio encenderse intermitentemente la guerra social. H. Boehms había levantado a los campesios contra los príncipes eclesiásticos y seculares, propugnando el establecimiento de una sociedad comunista. Hus había predicado una sociedad sin príncipes ni jerarquías, una especie de anarquismo incipiente. Y no fueron éstos los únicos ni, desde luego, los últimos. Las luchas entre los mismos príncipes o de los príncipes contra los emperadores llenarían otro farragoso capítulo cuyo motivo conductor siempre ería el afán de los príncipes por acumular tierras y dinero. Para aumentar sus propuos bienes, propugnaban la apropiación de los bienes eclesiásticos, que, por otra parte, eran cuantiosísimos.
La baja nobleza integraba a los caballeros, es decir, a aquellos que poseían un caballo, un castillo y un campo o un bosque anejos a él. Sus privilegios dimanaban de los servicios que eran capaces de prestar en los ejércitos medievales. Cuando se inventaron las armas de fuego, su importancia declinó pavorosamente. El auge del capitalismo, por otra parte, atrajo a las ciudades a la población campesina. Los caballeros perdieron sus servidores y, al miso tiempo, el desarrollo de los centros urbanos no les favoreció, ya que su poder no se extendía a las ciudades. Muchos de ellos vieron su salvación económica acudiendo a las cortes de los príncipes (cortesanos), pero otros innumerables no vieron otra forma de salir de la miseria que el bandidaje. Muchos de ellos se conviertieron en auténticos salteadores de caminos, dispuestos a ofrecer sus servicios a cualquiera que pudiese pagarlos. Típico ejemplar de esta clase social sería el caballero Francisco von Sikkingen, a quien veremos intervenir en la rebelión luterana.
El alto clero alemán no tenía nada que envidiar, por su prepotencia, a los príncipes seculares. Económicamente, su poder puede calcularse por un solo dato: un tercio del territorio alemán les pertenecía. En algunas diócesis, como la de Worms, tres cuartas partes del total eran suyas. Su influencia política se echa de ver en el hecho de que tres de los siete príncipes electores eran obispos. Es ocioso hablar de la relajación moral de aquellos hombres, de su absentismo pastoral, de su absoluto desconocimiento de las ciencias eclesiásticas. Si bien no faltaban las excepciones, en los grandes eclesiásticos no había nada que oliese a espíritu cristiano y sacerdotal. Raramente celebraban misa, vivían entregados al lujo y a las diversiones. Los beneficios eclesiásticos se vendían al mejor postor, la simonía y la corrupción eran práctica normal en tan degradado ambiente.
El bajo clero era numerosísimo en Alemania, hasta constituir el 5% de la población total. Incluyendo a los frailes y las monjas, llegaban al 10%. La pobreza extremada en que vivían les había convertido en un auténtico proletariado clerical, ignorantes hasta extremos declamatorios, ociosos y, cómo no, intranquilos, dispuestos a cualquier revuelta que pudiese mejorar su desgraciada condición.
Completando el panorama que condicionó la rebelión luterana, es necesario hacer mención de las extorsiones a que la Curia Romana sometía a los alemanes, aunque no sólo a ellos: las tasas y exacciones, las predicaciones de indulgencias con fines lucrativos, las ventas de cargos eclesiásticos y de reliquias... Bien es verdad que no era la revolución la única solución posible a todos estos complejos problemas. De hecho, en otras naciones se buscaron otros caminos; pero en Alemania el camino que se encontró fue éste, el de la rebelión.
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