
Carlos deseaba establecer la paz, pero esto era imposible -según escribe él mismo en aquellos días- sin vencer a Francia. La victoria de las armas era impensable sin dinero, y por aquellos días las finanzas imperiales estaban en bancarrota. Para él, la boda con María de Inglaterra ya carecía de interés, pues no podría esperar de su padre, como dote de María, la ayuda que tanto necesitaba. Entonces piensa Carlos en el matrimonio con la infanta de Portugal. El casamiento le daría una cuantiosa dote; su ideal caballeresco de vencer en Italia a los franceses se haría realidad; en Isabel tendría, además, un inestimable auxiliar, pues ella podría encargarse del gobierno de España durante sus ausencias.
Pero la fortuna se adelantó a sus cálculos. Francisco I, seguro ya de su victoria total, pone sitio a Pavía con el grueso de su ejército. La rendición de Leyva se daba por segura. Al mismo tiempo envió 10.000 hombres al sur e Italia, con el objetivo de conquistar el reino de Nápoles. El ejército francés, aunque integraba algunos cuerpos de mercenarios suizos, alemanes e italianos, era fundamentalmente galo. El ejército de Carlos era el reverso de esta imagen. No era ni mucho menos un ejército español. Los españoles apenas eran una parte del mismo, y sus generales, gente de los más diversos países: Leyva era español; Pescara, italiano; Lannoy, flamenco; Borbón, francés; Frundsberg, alemán. De sus tropas podía decirse otro tanto: eran el fiel reflejo de la diversidad de los pueblos que Carlos tenía bajo su Imperio. Nadie hubiera creído a los imperiales capaces de resistir a los franceses, a quienes además alentaba un fuerte espíritu nacionalista y la desesperación de verse acorralados por todas partes.
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