29 jul 2015

LA PAZ DE CRÉPY

Ni Francisco ni Carlos pudieron realizar tan fantásticos planes. El rey de Francia, que dirigía personalmente las operaciones contra el Rosellón, se estrelló contra la inteligente defensa organizada por el duque de Alba, y tuvo que retirarse con graves pérdidas. Carlos viajó de Barcelona a Génova y de allí a Alemania. Sus tropas entraron a sangre y a fuego en el ducado de Cleves; el duque tuvo que romper su alianza con Francia. Enrique VIII y Carlos V ya podían unir sus fuerzas contra Francisco. Pero éste evitó el encuentro y se retiró a París. El invierno de 1543 hizo que se suspendiesen las hostilidades.
La primavera de 1544 trajo de nuevo la guerra. Enrique VIII acudió al campo de batalla con un buen ejército. Carlos logró separar de la alianza con Francia a los reyes de Dinamarca y Suecia. En la Dieta de Spira consiguió también que los príncipes alemanes le prestaran su ayuda o, al menos, su neutralidad. Los franceses obtuvieron una victoria en el frente italiano, la de Cerisoles. Pero los españoles no perdieron ni una sola plaza. En el frente nórdico, Carlos V penetró arrolladoramente por Châlons, Château-Thierry y Soissons. El ducado de Luxemburgo volvió a sus manos, de las que lo había arrancado la campaña francesa del año anterior. El objetivo del emperador ya estaba a mano: entrar en París. En la capital de Francia no estaban preparados para resistir un asedio. La noticia de la proximidad de los imperiales hizo cundir el pánico entre la población. Y entonces se produjo el mismo fenómeno que volvería a repetirse en los días de la Segunda Guerra Mudial, cuando los ejércitos alemanes avanzaban inconteniblemente sobre Francia: la población civil salió en masa a los caminos. Francisco I trató de enviar sus tropas en sentido inverso al que seguían los fugitivos. Los caminos quedaron congestionados totalmente por los que huían hacia el sur y el ejército francés que marchaba a contrapelo hacia el norte. Carlos ya se veía en París, pero faltó la colaboración inglesa en tan decisivo momento. Enrique VIII, celoso tal vez de su colega, se detenía desespeantemente asediando pequeñas plazas costeras. No fue posible la conjunción. Entonces, Carlos decidió replegarse hacia Soissons, donde le alcanzaron los emisarios del rey de Francia pidiendo la paz.
El 18 de septiembre de 1544 se llegó a un acuerdo: la Paz de Crépy. Una vez más se volvía al statu quo que se había fijado en la Tregua de Niza. Una ve más renunciaba Carlos a Borgoña. Una vez más declaraba Francisco I su intención de no reclamar nunca más sus derechos a Nápoles, Flandes y Artois. Una vez más se creyó que la cristiandad quedaba definitivamente pacificada y que estaba abierto el camino del Oriente. Una vez más hubo quien volvió a soñar en una cruzada contra los turcos.
El 31 de marzo de 1547, Francisco I murió. Carlos perdía en él a su cordial enemigo. Pero la rivalidad entre Francia y el Imperio no terminaba. Cinco años después volverían las hostilidades.
Una superficial ojeada a aquellos 25 años de guerras nos dan el siguiente panorama de la situación europea a la muerte de Francisco I. Italia pierde su carácter de "zona caliente". La lucha por el predominio en Europa se había desplazado hacia el norte. Francia ya no esperaba romper el cerco por las fronteras de Italia. Ahora se abrían nuevas perspectivas a la acción de sus diplomáticos. El norte de Europa, agitado por el protestantismo, ofrecía a los franceses la posibilidad de una alianza mucho más fácil y peligrosa para el Imperio. La débil barrera de los Países Bajos era el único obstáculo que impedía confraternizar a los soldados de Francia y a los de los príncipes protestantes. Aquí será, pues, donde se libren en el futuro las guerras por el predominio de Europa.
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Carlos no tarda en comprender el nuevo sesgo que toman los acontecimientos. Ante él se abre, como en tantas ocasiones anteriores, un doble camino. mantener unidas sus posesiones en manos de su hijo Felipe o dividirlas entre éste y su hermano Fernando. La primera de estas soluciones satisface plenamente sus ideales de grandeza, su ambición de dinasta dispuesto a no ceder un palmo de la tierra heredada de sus mayores ni de dividirla. Pero la enormidad de estas posesiones es, al mismo tiempo, la causa del recelo de sus enemigos. Sus mismos hermanos, Fernando y María le aconsejarán elegir la segunda alternativa, la de dividir el Imperio. Carlos, en principio, se resiste. Apela a la fuerza, en un intento supremo de demostrar la solidez de su Imperio. La batalla de Mühlberg marca la hora suprema en que Carlos, después de vencer a los protestantes, se siente más fuerte que nunca. Y ésa es la hora, igualmente, de su ruina. Es lo que tendremos ocasión de contemplar, conociendo el largo proceso que inició un fraile agustino en los lejanos días de 1517 y culminó con la liquidación de la herencia imperial de Carlos V.

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