
Su programa se reducía a unas pocas líneas esenciales, que él siempre repitió en sus escritos con machaconería: purificar el cristianismo de lo accesorio y pegadizo que se ha ido adhiriendo con el tiempo, desfigurando su primitiva forma; buscar una piedad auténtica y nada formalista, despojada de tantas ceremonias como agobiaban la vida de los cristianos.
Siendo los frailes los propagadores de esta falsa piedad, Erasmo aguzó su pluma contra ellos, sin disimular el aborrecimiento que por ellos sentía. Para él, la reforma vendría por la teología, pero la teología renovada que, barriendo todo el bizantinismo escolástico, bebiera en las verdaderas fuentes de las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres. En consecuencia, Erasmo se aplicó a la edición crítica del Nuevo Testamento y de diversas obras de los antiguos doctores de la Iglesia. A pesar del carácter crítico de sus obras, a pesar de su frío intelectualismo, a pesar incluso de las mismas deficiencias que se observan en su teología dogmática, Erasmo fue un precursor de la verdadera reforma, y su influencia se dejaría sentir en muchos pensadores cristianos, entre los que no faltaron los españoles, como veremos en el momento oportuno.
Un hombre como aquel, aureolado con el alto prestigio que le daban sus propios méritos y con el que recibió al ser nombrado consejero del emperador Carlos, creyó que el movimiento luterano, nacido en Alemania, pretendía también una reforma de la teología a través de la implantación de los estudios humanísticos y bíblicos. Su actitud ante el luteranismo, en un principio, fue ambigua y conciliadora. Más adelante, una ruidosa polémica mantenida con Lutero marcaría claramente la postura ortodoxa de Erasmo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario