13 jul 2015

EL SAQUEO DE ROMA (I)

En este segundo duelo entre Francia y el Imperio se distinguen claramente dos etapas. En la primera, el conflicto adquiere las características de un enfrentamiento entre las dos cabezas supremas de la cristiandad, el máximo poder espiritual, Clemente VII, y el máximo poder temporal, Carlos V. Se combate en Italia. Las tropas francesas apenas intervienen. En la segunda parte, entra en lid nuevamente Francisco I. Se trata de dilucidar definitivamente quién va a ser el dueño de Italia.
Al comenzar las hostilidades, el ejército imperial con base en Italia se encuentra en condiciones de franca inferioridad. El duque de Milán ha arrojado de la ciudad a los imperiales. Lodi se pierde también. Frente a los 10.000 hombres que manda el condestable de Borbón se aprestan las tropas mucho más umerosas de los aliados.
El 20 de septiembre las tropas españolas se presentan frente a los muros de Roma; finalmente entran en la ciudad. El Papa tiene que refugiarse en el castilllo de Sant'Angelo. Asustado ante el saqueo que llevaron a cabo los soldados en la misma iglesia de San Pedro, Clemente VII accede a firmar una tregua de cuatro meses. Hugo de Moncada, dándose por satisfecho, se retira de Roma, llevándose como rehenes a dos cardenales, sobrinos del Papa. Pero Clemente no respetó la tregua.
Entretanto, las tropas del condestable de Borbón se encaminan hacia Roma. Borbón, como representante del emperador en Italia, iba dispuesto a obligar al Papa a cumplir las condiciones estipuladas. Con él iban el capitán Jorge de Frundsberg con sus tropas alemanas, los lansquenetes, unos 18.000 hombres, entre los que no faltaban muchos luteranos, gentes para quienes el Papa era asimismo Anticristo. Junto a los 10.000 españoles, los 6.000 italianos, los 5.000 suizos y los 6.500 jinetes que integraban las fuerzas de caballería, el ejército del condestable de Borbón venía sobre la Cudad Eterna como un nublado. Parte de ellos quedaron con Leyva guarneciendo el Milanesado; mas el grueso del ejército (cerca de 30.000 hombres) ya estaba en marcha hacia el sur. Conforme avanzaban, se les iban uniendo gentes extrañas, aventureros, oportunistas, que acudían al olor del botín. Por eso se ha comparadao la marcha de aquel ejército al avance de una bola de nueve que crece conforme rueda.
El Papa, entretanto, hacía y deshacía las treguas con una inconsciencia demencial. Apenas recibía noticias de que algún aliado proyectaba enviarle socorro, rompía los pactos, para volver a rehacerlos al ver que los socorros no llegaban "quebrantando cien veces su palabra siempre que recibía alguna noticia esperanzadora de llegada de refuerzos franceses, parecía confiar, en último término, en detener con un gesto pacífico la marcha de sus enemigos".
A finales de marzo, los imperiales estaban acampados cerca de Bolonia. La tropa se desesperaba. Habían tenido que soportar los rigores de un crudo invierno; las soldadas tardaban en pagarse; la noticia de que se trataba de ajustar una tregua a sus espaldas les exasperó. Estallaron los motines. Frudsberg, confiado en tranquilizar a sus soldados con una arenga, tuvo que soportar una rechifla tan monumental que -dicen- murió del disgusto (posible infarto). La soldadesca quería resarcirse de las penalidades sufridas con el botín que le esperaba en las ricas ciudades de Italia. Intentanto frenar el alud, Clemente VII ofreció a Borbón 60.000 ducados. Borbón, presionado por las tropas, pidió 240.000. El Papa regateó y el condestable respondió subiendo su propuesta a 300.000 ducados. Clemente no estaba en condiciones de ofrecer aquella suma, y el pueblo romano mucho menos aún, desconfiando más incluso que sus enemigos de la palabra del Papa. Se intentó una colecta entre los romanos. El más rico de ellos no aportó más de cien ducados. Presas del pánico, los patricios y los cardenales se apresuraron a ocultar sus tesoros y a huir de Roma. Señores hubo que reclutaron tropas privadas para poner guardia a sus propios palacios. No era posible organizar una defensa conjunta. Renzo di Ceri, encargado por el Papa de coordinar los esfuerzos y dirigir la defensa, demostró su incapacidad descuidando tomar las más elementales medidas defensivas. Ni siquiera se pensó en destruir los puentes del Tíber, operación que habría impedido a los atacantes penetrar en el corazón de la ciudad.
Sabiendo que el ejército imperial venía sin artillería y encontrándose ellos bien artillados, llegaron incluso a rechazar la ayuda que precipitadamente le ofrecieron algunos de los capitanes de la liga.

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