17 jun 2015

LA REVUELTA DE LOS COMUNEROS (III)

Hasta la partida de Carlos I, la revolució no había sido más que un estallido de indignación que lo arrasaba todo. Ahora se hacía necesario establecer un programa de acción y un gobierno legal que unificase todas las fuerzas y llevara a cabo las reformas necesarias. Con este objeto, se había reunido en Ávila una junta, a la que deberían acudir losrepresentantes de las ciudades comuneras. La iniciativa había arrancado de la comunidad de Toledo, de donde partió la convocatoria.
Las ciudades castellanas acudieron puntualmente. Las cuatro andaluzas con representación en Cortes, por el contrario, se abstuvieron de asistir. Pero no se trataba solamente de un movimiento ciudadano. También acudieron a la Santa Junta los representantes de la nobleza y del clero. Aquellos condicionaron su participación a que se les concediese la dirección de la empresa. El bajo clero era incondicionalmente comunero. En el alto, solamnte se adhirió el obispo de Zamora, don Antonio de Acuña. El principal problema con que tropeaba la Santa Junta era el de legitimar su autoridad. Alguna ciudad había, como Toledo, que llevaba su radicalismo a propugnar para las ciudades castellanas un régimen de liberta y autonomía semejante a los regímenes republicanos de algunas ciudades italianas, como, por ejemplo, Génova. Pero no todas compartíann el mismo punto de vista. El arraigo de la monarquía entre los castellanos lo impedía por completo. Por otra parte, semejante consitución habría supuesto un retroceso político frente al movimiento de unificar a las naciones bajo la dirección de los príncipes. Así pues, sólo quedaban estas dos opciones: reconocer a Carlos como legítimo rey, aun rechazando a los cortesanos que le rodeaban, o reconocer como reina legítima a doña Juana (La Loca), lo cual equivalía a un detronamiento implícito de Carlos I.
Las tropas enviadas en socorro de Segovia habían llegado entretanto a Medina. La población las había acogido entusiásticamente, en especial al jefe de las milicias toledanas, Juan de Padilla, cuya popularidad iba creciendo prodigiosamente entre los sectores más humildes de la población. El arsenal de Medina pasó a manos del ejército comunero. En posesión de la artillería, Padilla marcó un destino a sus tropas: Tordesillas, residencia de la reina Juana.
El 1 de septiembre de 1520, la reina, en el curso de una de las entrevistas que mantuvo aquellos días con los comuneros, accedió a la propuesta de trasladar a Tordesillas la Santa Junta de Ávila:

"Vengan aquí, que yo huelgo dello y de comunicar con ellos lo que conviene a mis reinos. Sí, vengan".

Y así la reina, informada de cuanto había ocurrido en sus reinos durante todo aquel tiempo, se vio de repente a la cabeza de aquel movimiento. Todo el interés de los comuneros se centró en demostrar que la reina se recuperaba, que su razón funcionaba cada vez mejor. Verdadera o falsa, la oticia del apoyo de la reina al movimiento comunero se divulgó a bombo y platillo. La reina, se dijo, había abierto su corazón a sus súbditos, les había contado cuánto había sufrido desde la muerte de su padre, había lamentado su triste fortuna, el verse rodeada de gente que le mentía, que se burlaba de ella, que le impedía ocuparse de los negocios públicos, por más que ella lo deseaba. "No he podido más", exclamó. Y se maravilló de que, ante los abusos cometidos, "no se hubiese tomado venganza de los que habían hecho mal, pues quienquiera lo pudiera". El temor a que le arrebataran a sus hijos la había obligado a resignarse ante lo ocurrido. Ahora pedía que la junta designara cuatro diputados para que consultaran con ella todos los problemas del reino, siempre que fuera necesario; todos los días si hacía falta.
Los comuneros no necesitaban más para sentirse bien respaldados. En adelante, aquel gobierno se denominaría "Cortes y Junta general que el reino hace por mandamiento e voluntad de la reina nuestra señora para el remedio, paz y sosiego e buena governación de sus reinos e señoríos". La Junta de Tordesillas se convirtió en la suprema autoridad del reino. Acto seguido, fueron destituidos los miembros del Consejo Real, incluido el regente Adriano de Utrech. Pronto comenzaron a nombrar nuevos corregidores que representaran al gobierno revolucionario en las ciudades. Además de organizar una administración revolucionaria, la junta ordenó la creación de un ejército revolucionario. Los soldados de las Comunidades llevarían como distintivo sobre sus trajes una cruz encarnada.
Al propio tiempo, comienzan a aparecer divisiones en el seno de las Comunidades. El respald recibido de la reina atrajo al movimiento comunero a numerosos reticentes, pero las decisiones que la junta fue tomando contribuyeron a crear diferencias entre sus partidarios.
En primer lugar, no todos estaban seguros de que Juana hubiese recuperado completamente sus facultades. Bien es verdad que a raíz de aquellos acontecimientos, en la reina se había operado un extraordinario cambio. Pero al mismo tiempo, entre otras excentricidades, se achacaba a Juana su manía de no estampar su firma en ningún documento, hasta el puto de que sus declaraciones a la junta no tenían valor sino cuando los notarios levantaban acta oficial de lo que decía, y aun así se podía sospechar de que tales actas no fuesen un engaño. Esperanzados en hacerla volver por completo a su sano juicio, hicieron venir a Castilla

"un clérigo de Aragón, que dicen es ombre que sabe mucho de quitar espíritus, porque dicen por muy cierto que la reina está tocada de este mal. Empero aquí vino nueva... en cóo el clérigo avía hecho ciertos conjuros y que le parecía que aprovecharía muy poco, porque creía y tenía por cierto que la reina no tenía mal alguno de aquello, que se quería ir, porque le parescía que en su mal no avía remedio alguno, de lo qual todos los de la Junta estaban muy confusos" (Carta del embajador portugués).

Era necesario cambiar de táctica; se imponía recurrir a Carlos nuevamente. Y así se hizo. Redactaron un memorial y lo enviaron a Alemania. Algún que otro historiador opina que sus peticiones eran mucho menos que imaginativas que sus acciones. Fuera de exigir que las Cortes, una vez reorganizadas, se habían de reunir a intervalos establecidos, al margen de las convocatorias reales, y que no se les había de pedir el otorgamiento de préstamos, en realidad se limitaban a pedir la destitución de los consejeros borgoñones de Carlos y la vuelta al buen gobiernol de los Reyes Católicos.

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