28 feb 2015

EL VALIMIENTO DEL MARQUÉS DE VILLENA

La neutralización dela potencia de la liga nobiliaria fue acompañada del encumbramiento de una serie de personajes como necesario contrapeso: Pedro Girón, marqués de Calatrava; Diego Arias, contador; Alfonso Fonseca, arzobispo de Sevilla... De hecho, Juan Pacheco, marqués de Villena, era uno de los agentes de esta política que, a la larga, iba a acabar comprometiendo la autoridad real.
Enrique IV hubo de tomar postura en algunos asuntos que, en vez de redundar en su provecho, suponían nuevos pasos en el encumbramiento del de Villena. El primero fue la pugna entre Alonso Fajardo el Bravo, que ejercía en Murcia un poder semiautónomo, y Pedro Fajardo, apoyado por Juan Pachedo. La muerte del Bravo en 1460 reforzaba las posiciones del de Villena en este rincón de la Corona de Catilla. Otro de sus rivales, Miguel Lucas de Iranzo, quien aspiraba al maestrazgo de Santiago, huyó a Aragón. Cuando regresó a Castilla sería sólo para ocuar un mediocre papel en la vida política.
La tortuosa actividad del marqués de Villena acabó provocando el descontento en distintos sectores: entre la nobleza, por cuanto muchos de sus miembros se veían desplazados de las tareas de gobierno; en las ciudades, que veían cómo las Cortes seguían siendo un instrumento de pura fórmula en manos del nuevo valido y cómo también su finalidad primordial se estaba reduciendo a la rutinaria y gravosa votación de subsidios. Éstos, que teóricamente habían de ser destinados a la guerra contra los musulmanes de Granada, fueron utilizados como caballo de batalla contra el favorito por parte de algunos personajes: elementos de alto rango del clero, dirigidos por el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, y algunos de los miembros más preeminentes de la nobleza (Alba, Mendoza Manrique...), que volvieron a ver en Juan de Navarra -ya Juan II de Aragón- la posibilidad de una baza a jugar. Éste advirtió la ocasión de una política de cerco a Castilla mediante el enlace de Carlos de Viaja con Catalina de Portugal y el estrechamiento de relaciones con Borgoña y la casa de York. No contó, sin embargo, con que Enrique IV disponía aún de recursos bastante amplios para maniobrar; entre ellos, una proposición de matrimonio de su hermana Isabel con el príncipe de Viana, que éste aceptó. Heco prisionero por su padre, Enrique IV tomó en sus manos la defensa de su causa.
Sin embargo, tanto el rey de Castilla como Juan II de Aragón eran víctimas del doble juego mantenido por el de Villena, que de manera callada procuraba su acercamiento a la liga y convertirse, en definitiva, en el árbitro de la situación peninsular. Por consejo suyo fueron aceptados los oficios de Pedro Girón para llegar a un acuerdo: concordia contra la liga y cesión de toda la ayuda posible al príncipe de Viana. El precio había de ser crecido, ya que el maestre de Calatrava era recompensado con algunas plazas que en el futuro habrían de constituir el núcleo fundamental de la casa de Osuna, uno de los más potentes linajes señoriales castellanos.
De otro lado, las victorias de las fuerzas castellanas en el corazón mismo de Navarra, que llevaron a Juan II de Aragón a una claudicación frente a su hijo Carlos (Concordia de Villafranca), no fueron acompañados de la necesaria consolidación de la autoridad real en el interior de Castilla. Juan Pacheco llevó a cabo un acercamiento tal a la liga, que en agosto de 1461 parece que un régimen oligárquico es inevitable en el gobierno del reino. El monarca aragonés no debía estar del todo ausente de estos manejos, más aún cundo la mayor parte de los miembros de la comisión encargada de resolver los asuntos de Navarra eran aragonesistas.
Sin embargo, los acontecimientos que se desarrollaron en los años siguientes permitieron a Enrique IV recuperar algunas de las posiciones perdidas. A finales de 1461, tras la muerte de Carlos de Viana, se produce la rebelión catalana contra Juan II; a comienzos de 1462 nace la princesa Juana. A falta de hijos varones, fue reconocida como heredera sin protesta alguna. La idea de su ilegitimidad será un arma que la oposición nobiliaria utilice en fecha más tardía.
La insurrección catalana brindó a Castilla y a la Francia de Luis XI una de las mejores ocasiones de desintegrar la Corona de Aragón. La alianza entre castellanos y franceses fue acompañada, por parte de Enrique IV, de un acto que habría de tener un profundo significado para el futuro: el encumbramiento de don Beltrán de la Cueva, elevado a conde de Ledesma. Con ello, y por su matrimonio con una hija del marqués de Santillana, se perfilaba dentro del Consejo una fuerza que empezaba a constituir una molesta sombra para las dos cabezas dirigentes: el marqués de Villena y el arzobispo Carrillo.
La diplomacia aragonesa trabajó activamente para romper el cerco a que había sido sometida. Todos los peones posibles fueron movilizados: la liga de nobles castellanos y Gastón de Foix, que llegó a disuadir al monarca francés de una intervención y preparó las futuras negociaciones que se llevaron a cabo en Sauveterre. Juan II y Luis XI llegaron a un acuerdo: el aragonés recibiría auxilios de Francia a cambio de la cesión del Rosellón y la Cerdaña. Gastón de Foix quedaba con las manos libres en Navarra, en detrimento de su cuñada Blanca, que no tardó en morir en oscuras circunstancias.
Para los catalanes, tales acuerdos constituían una terrible afrenta. La Generalidad trató de buscar apoyos, y pensó en Enrique IV como mejor auxiliar. Sus últimos éxitos militares en la frontera granadina (conquista de Archidona y Gibraltar) constituían una buena garantía.
El monarca castellano aceptó la oferta que lso catalanes le hacían de ser reconocido como rey. La oposición de los elementos aragonesistas del Consejo no fue lo bastante eficaz como para impedir el envío al principado de un cuerpo de desembarco, que forzó a Juan II a levantar el cerco de Barcelona. Desde Ágreda, un crecido número de fuerzas castellanas se dispuso a la invasión de Aragón y Valencia.
Las operaciones militares resultaban excesivamente gravosas. Éste fue el argumento utilizado por una parte de los magnates castellanos para reavivar el fuego de la oposición. Luis XI de Francia se dio pronto centa de que la aventura castellana podía resultarle peligrosa si sus fuerzas chocaban con las castellanas en el principado. Los manejos de Eduardo IV de Inglaterra, tendentes a la creación de una gran coalición antifrancesa en la que entrasen su país, Castilla y Borgoña, condujeron al soberano galo a un cambio de actitud y a pasar de beligerante a mediador. Durante los primeros meses de 1463 la actividad diplomática vino a poner fin al desarrollo de las operaciones militares en todos los frentes. Las hostilidades con Aragón fueron suspendidas. En Bayona, Luis XI actuó como auténtico árbitro de la situación: Enrique IV abandonaba sus pretensiones sobre Cataluña a cambio de la merindad de Estella; Juan II renunciaba a las cantidades que se le adeudaban en Castilla por la cesión de sus señoríos. Las libertades de los catalanes, por último, serían respetadas.
Al poco tiempo, la entrevista de Fuenterrabía entre Luis XI y Enrique IV había de suponer la ratificación para Castilla de los acuerdos anteriormente suscritos. El monarca castellano fue sorprendido en su buena fe por la habilidad diplomática del francés y Juan II y la doblez de Carrillo y el marqués de Villena, que sólo buscaban su propio provecho en las negociaciones. No sólo se ponía fin a la intervención en Cataluña, sino que Estella no era entregada a los castellanos, pretextando su ocupación por uno de los cabecillas del bando agramontés, Pierres de Peralta. En la práctica, el territorio navarro se estaba convirtiendo en el coto privado de los Foix.

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