6 feb 2015

DON ÁLVARO, ALFONSO V Y LOS INFANTES DE ARAGÓN (III)

La victoria de los infantes de Aragón se había mostrado posible, pero sólo en tanto habían sido capaces de mantener sus fuerzas unidas. Bastaron sólo unos meses para que el infante don Juan se diera cuenta de las dificultades de organizar un sistema capaz de sustituir a la política monárquica de don Álvaro de Luna. La propia nobleza empezaba a sentir que, marginado éste, unos amos más poderosos se habían hecho con el control del reino. La prohibición de ligas nobiliarias por parte del Consejo llevaba aparejada, como contrapartida, la negativa a la reunión de nuevas Cortes.
Todas estas medidas no podían, en absoluto, contribuir a dar una estructura firme al Estado castellano-leonés. En consecuencia, a fines de enero de 1428 los infantes se vieron en la necesidad de reconciliarse con el de Luna, que fue recibido de nuevo en la corte con todos los honores.
No obstante, en esta reconciliación se trató de evitar por todos los medios la caída del sistema de gobierno en un nuevo autoritarismo. Don Álvaro se veía, en cierto modo, controlado por una serie de personajes, hechura de sus viejos rivales. Sin embargo, el condestable pudo desgastar las posiciones de éstos, volviendo contra ellos su propio juego, es decir, presentándose ahora como cabeza de la oligarquía nobiliaria. Los "aragoneses", a fin de evitar un nuevo choque directo, eligieron la vía diplomática: el matrimonio de su hermana Leonor con el heredero de Portugal, don Duarte, a fin de completar el cerco a la Castilla del de Luna.
No obtuvieron los infantes demasiados éxitos en esta política. El condestable se sentía lo bastante fuerte como para obligar a don Juan a partir hacia Navarra y conseguir que don Enrique fuera enviado a la frontera de Granada. Con el apoyo de gran parte de la oligarquía nobiliaria castellana y con una coyuntura internacional favorable, el condestable se podía permitir el lujo de tomar la iniciativa.
El monarca aragonés se encontraba demasiado absorbido en aquellos momentos por su política italiana. En Granada había una guerra civil endémica; si los castellanos la fomentaban, reducían a la impotencia al Estado nazarí. En Francia, la reacción nacionalista que se inicia con Juana de Arco va logrando recobrar el terreno perdido en los últimos años; Castilla podía ver con satisfación la recuperación de su vieja aliada, e inluso insinuar una paz general en el Atlántico, en la que quedasen incluidas todas las fuerzas en pugna. En situación semejante, hubiera sido suicida para la diplomacia aragonesa entrar en negociaciones sobre una alianza con Inglaterra en franco repliegue. En última instancia, los propósitos del de Luna se veían favorecidos por el papa Martín V, quien anatemizó a los últimos focos benedictistas, considerándolos como proaragoneses.
El cerco diplomático a Castilla no se presentaba así como el arma más idónea para desgatar la prepotencia del condestable. Sin embargo, algunas de sus iniciativas, tales como la expulsión del infante don Juan, tenían todos los visos de auténticas provocaciones, frente a las cuales Alfonso V no podía permanecer impasible. La guerra parecía convertirse de nuevo en la auténtica salida para el problema. La voluntad bélica era firme en ambos bandos, aunque los dos presentaban flancos vulnerables: Alfonso V apelaba a la ruptura de hostilidades como el único recurso frente al despojo que estaban sufriendo sus hermanos; pero se encontraba en franca inferioridad militar. Don Álvaro, aunque en una postura más fuerte que antes de su destierro, dependía de la fidelidad de la oligarquía nobiliaria, de la que se estaba convirtiendo en jefe. Su victoria sería de rechazo la de la nobleza, movida siempre por el afán de acumulación de prebendas.
Por otra parte, si bien la mayor parte de la nobleza se había agrupado en torno al valido, la fidelidad de algunos personajes podía resultar más que dudosa. Dentro de la propia Castilla, en el curso medio del Duero, había un potente núcleo rebelde, sostenido por el conde de Castro, incondicional de los infantes, que tenía en Peñafiel una de sus mejores plazas fuertes.
Medidas de elemental prudencia exigían la eliminación de éste, al mismo tiempo que se procedía a la concentración de fuerzas encaminada a contener la invasión aragonesa. Según los planes de don Álvaro, una querella intestina adquiría así las magnitudes de un conflicto entre dos reinos.

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