12 feb 2015

CENIT DE LA POLÍTICA MONÁRQUICA (1437-1445) (I)

A principios de 1437, la actitud crítica de la oligarquía nobiliaria frente al personalismo de don Álvaro de Luna se había endurecido considerablemente. La reacción por parte del condestable fue fulminante: el adelantado Pedro Manrique, una de las principales cabezas de la oposición, fue encarcelado. Evadido de la cárcel, la nobleza se aprestó a la lucha. Medina de Rioseco va a ser su principal centro de operaciones.
Los dos bastardos no eran lo bastante fuertes como para equilibrar la balanza a su favor, y decidieron ambos relamar la ayuda de los infantes de Aragón. Aunque el de Luna se mostró al principio reticente en adoptar tal postura, la caída de Valladolid en manos de los nobles rebeldes le forzó a pedir apoyo de los "aragoneses" con vistas a salvar el prestigio de la realeza, del que él había sido el principal soporte.
Los hijos de Fernando el de Antequera no se hicieron esperar. No obstante, el hecho de ser reclamados por las dos facciones en pugna les daba una considerable ventaja a la hora de hacer su propio juego.
En una entrevista habida en Peñafiel, los infantes decidieron hacer un reparto de sus esferas de influencia. Don Enrique prestaría sus servicios a la oligarquía nobiliaria, y el rey de Navarra, a Juan II. Don Álvaro prefirió retirarse sin lucha a Medina del Campo, dejando a Juan de Navarra el papel de mediador y el de árbitro de la política castellana.
Dentro de este clima de tensión, el tiempo era un factor decisivo para los propósitos de los nobles, que acabarán formando una confederación con un objetivo definido. El Consejo Real había de convertirse desde ese momento en el auténtico organismo de gobierno que actuaría como elemento político limitador de la voluntad real.
A Juan II no le quedaba más solución que dejar a los infantes como árbitros de la situación para dar una salida a tan conflictiva coyuntura. En efecto, cuando las tres facciones en pugna se reunieron a parlamentar en Tordesillas, don Álvaro se encontraba de nuevo solo, y el monarca, reducido a simple cabeza de una bandería no más potente que la de los infantes o la de la oligarquía nobiliaria castellana.
Sin embargo, aún había muchos hilos que mover para que la aristocracia castellana formase un bloque compacto frente al valido. Una serie de factores dificultaban esta salida. Los beneficiarios de los despojos de los infantes no estaban dispuestos a devolverlos a ningún precio; Juan de Navarra estaba receloso de su hermano Enrique, a quien no quería facilitar en absoluto la entrega total del poder; en último término, los mismos procuradores de las ciudades -reunidos en Cortes en Medina-, por muy débil que hubiese sido su posición ya en aquellos momentos, no deseaban en absoluto que los "aragoneses" recibieran compensaciones a costa de los lugares de realengo.
En esta situación, don Álvaro de Luna podía jugar aún una baza decisiva, aunque cargada de riesgos: librar una batalla campal, en la que se diese definitiva solución a los problemas del reino castellano-leonés.
No tuvo tiempo de preparar los medios para la puesta en práctica de tal iniciativa, ya que en ese preciso momento el infante don Juan sumaba sus fuerzas a los rebeldes, haciendo bascular la balanza a su favor y dejando al condestable prácticamente sólo.
Ante tal situación, únicamente quedaba una salida posible: que el condestable aceptase de buena gana un nuevo destierro.
La segunda retirada de don Álvaro de Luna de la vida política vino a tener unos efectos tan nulos como la primera. En efecto, en los últimos tiempos había estado trabajando febrilmente en el encumbramiento de una seride de personajes de segunda fila (los Álvarez de Toledo, los Pérez de Vivero...), que serán troncos de potentes linajes y, en principio, fieles soportes de su política. De esta forma, aun alejado de la Corte, la sombra del de Luna desde sus lugares de destierro: Ayllón y Riaza primero, luego Escalona, seguía pesando en la vida política. Más todavía si tenemos en cuenta que, además de trabajar por introducir la discordia entre los rebeldes, Juan II mantenía con él contactos secretos.
Por otra parte, los infantes, al igual que en ocasiones anteriores, carecían de un programa coherente que fuese más allá de la simple eliminación política del valido. No eran, de hecho, otra cosa que cabeza de los intereses de la oligarquía nobiliaria que les había llamado en su ayuda y de la que ahora no podían prescindir.

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