2 ene 2015

LA GUERRA CIVIL CASTELLANA (II)

El tinglado diplomático, tan hábilmente montado en los últimos meses, amenazó con desplomarse estrepitosamente cuando el Trastámara, ante las reticencias aragonesas, amagó con una ruptura que arrastraría consigo a las bandas de mercenarios adictas a su persona. Puesto entre la espada y la pared, Pedro IV llegó a una avenencia con el pretendiente: don Enrique tomaría el mando supremo del ejército y se comprometía a entregar a los aragoneses algunas plazas fronterizas y el reino de Murcia.
Una vez solucionados estos problemas, se produjo la ofensiva de los mercenarios, realmente fulminante. Las plazas fronterizas fueron rápidamente reconquistadas. Penetrando a través de La Rioja, Enrique de Trastámara se apoderó de Calahorra, en donde fue aclamado como rey de Castilla. El apoyo recibido por la masa de la aristocracia castellana permite habar de que en Castilla se producía, de forma inequívoca, el triunfo del estamento nobiliario sobre el principio de autoritarismo monárquico.
La retirada de Pedro I, sorprendido por la rapidez en que se desarrollaron los aconteciminentos, fue tan rápida como la pérdida de adhesión de la meseta hacia su persona. Enrique se hacía coronar rey solemnemente en el monasterio de Las Huelgas de Burgos.
Los meses siguientes (el llamado "primer reinado de Enrique II") fueron de una trepidante actividad. Las fuerzas trastamaristas, descendiendo desde el valle del Duero, cruzaron los pasos del Sistema Central y ocuparon Toledo sin grandes dificultades. Desde allí se emprendió marcha hacia Sevilla. Pedro I se encontró casi solo. Galicia y las zonas marítimas del Cantábrico eran las únicas regiones que se mantenían dentro del legitimismo. De momento no le quedó otra opción que la huída, que emprendió saliendo hacia el puerto de Bayona, uno de los puntales más firmes del dominio britanico en el continente.
Enrique de Trastámara pensó que tenía ya la partida definitivamente ganada. De ahí que se apresurase a licenciar a la mayor parte de las compañías, ya que a la larga podían resultar tan molestas como lo fueron en territorio francés.
Sin embargo, Pedro I no se había dado totalmente por vencido ni mucho menos. Los mismos medios utilizados por el bartardo podían ser también puestos en juego por él. En efecto, en Gascuña trabó contacto con Eduardo de Gales, el "Príncipe Negro", a fin de conseguir un contingente armado que le permitiese la recuperación del reino. Las negociaciones se materializaron en los acuerdos de Libourne. El inglés se comprometía a reclutar un ejército, a cambio de que Pedro I le cediese Vizcaya, ya que no disponía de medios económicos para pagar la futura fuerza expedicionaria. Carlos II de Navarra se comprometía a facilitar la entrada de ésta en Castilla a través de su reino; a cambio recibiría Guipúzcoa, Álava y algunas plazas de La Rioja.
La recluta de mercenarios no fue tarea demasiado difícil, ya que se echómano precisamente de los que el Trastámara había licenciado poco tiempo antes. Thomas Felton y John Chandos, dos de los más famosos capitanes ingleses, fueron los encargados de tal misión. Teniendo en cuenta que en la Castilla de Enrique II las fuerzas extranjeras que quedaban aún eran las francesas de Du Guesclin -salvo las de Goulnay y Calveley-, el próximo enfrentamiento habría de tener no sólo las características de una guerra civil, sino de una reapertura, aunque indirecta, de hostilidades entre Francia e Inglaterr en un campo de batalla para ellos desconocido.
En los primeros meses de 1267 un fuerte ejército cruzaba los Pirineos, llevando al frente al Príncipe Negro y al propio Pedro I. El monarca aragonés, en previsión de posibles represalias, fortificó la frontera, pero la medida resultó innecesaria, ya que la invasión se canalizó exclusivamente hacia territorio castellano. Los acontecimientos sorprendieron a Enrique de Trastámara en el momento en que había reunido Cortes en Burgos. Hubo de suspender éstas y salir precipitadamente para contener la avalancha de fuerzas que se le avecinaban.
La inferioridad de las fuerzas que pudo reunir era notoria. Du Guesclin y otros capitanes le aconsejaron rehuir el choque directo, por cuanto podía ser de fatales consecuencias. Enrique II no hizo caso a estas advertencias. Pensaba en una batalla decisiva, desde luego, que podría cocretar definitivamente el destino de la Corona de Castilla.
Las operaciones militares tuvieron de nuevo como escenario la zona de La Rioja. Especialmente cruenta fue la batalla de Nájera, y de muy malos recuerdos para el bastardo. Antes de que tuviera lugar, el príncipe de Gales y el Trastámara se cruzaron caballerescos mensajes. El primero alegaba que su intervención sólo obedecía a un deseo de presentarse como defensor de una causa justa, cual era la reentronización del monarca legítimo. Por su parte, Enrique II invitó al Príncipe Negro a abandonar tal empresa, advirtiéndole que se había puesto inconscientemente al servicio de un tirano cuya crueldad le había conducido a la pérdida del trono y del afecto de sus súbditos. Se trataba de uno de los argumentos favoritos de la propaganda trastamarista que, sin embargo, no hizo mella en el ánimo inglés.

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