24 ene 2015

JUAN I DE ARAGÓN

La subida al trono del heredero del Ceremonioso supone una reacción aristocratizante y una intensificación de la política de amistad con Francia y Castilla, así como una adhesión al papa de Aviñón frente a su rival romano.
La personalidad de Juan I presenta una doble faceta. Si por una parte ha sido mecenas protector de la cultura, al precio que fuera, por otro lado fue un hombre de política dubitativa y llena de altibajos. El monarca en gran medida estuvo a punto de echar a perder la magna obra de su antecesor. Ahora bien, en descargo de este último rey hay que recordar que los últimos años del reinado de Pedro IV no fueron excesivamente boyantes. Algunos de los primeros síntomas de la crisis en que se va a debatir en el futuro la Corona de Aragón se apreciaban ya de forma patente. El terrible estallido antisemita de 1391, en pleno reinado de Juan I, no es más que una muestra de la agudización de problemas que se ha ido larvando ya desde mediados del siglo XIV.
El balance de la política continentalista de Juan I de Aragón no se puede decir que fuera precisamente negativo. De su antecesor heredó un problema: el enfrentamiento contra las pretensiones semiautonómicas del conde de Ampurias, del que pudo salir airoso. Las complicaciones posteriores: invasión del Alto Ampurdán y del Rosellón por su cuñado, el conde de Armagnac, que alegaba vagos derechos al trono mallorquín, fueron también conjuradas en los primeros reinados del nuevo soberano.
Menos airoso saldrá de sus intentos de intervenir en los asuntos internos de Castilla, al calor de la moniría de edad de Enrique III. Su peón principal en este juego fue el marqués de Villena, que no supo estar nunca a la altura de las circunstancias. Las veleidades intervencionistas aragonesas fracasaron en cuanto el monarca castellano fue declarado mayor de edad y supo rodearse de colaboradores enérgicos, que, sin romper en absoluto con el aragonés, le disuadieron de cualquier aventura en territorio castellano-leonés.
La política mediterránea de Juan I está marcada por un signo claramente abandonista. Las muestras son bien patentes. En Cerdeña, Brancaleone Doria rompió en 1390 los acuerdos suscritos años atrás con Pedro IV. La rebelión se propagó a toda la isla ante la lentitud de operaciones del monarca aragonés, quien se limitó a enviar pequeñas expediciones. Cuando muere en 1396, solamente dos posiciones, Alguer y Cagliari, se mantenían fieles a la Corona de Aragón. La paciente obra llevada a cabo desde Jaime II a Pedro IV en territorio sardo se habían echado a perder bajo Juan I.
Para colmo de males, el imperialismo aragonés sufrió otro rudo golpe en 1388, cuando un aventurero florentino, Nerio Acciajuoli, al servicio de Venecia, ocupó los ducados de Atenas y Neopatria.
No fue más afortunado Juan I en los asuntos de política interna. Sus veleidades pronobiliarias habían de distanciarle forzosamente del estado llano, que expuso con insistencia sus quejas contra la política de la camarilla real y la ostentación de vida, que era uno de sus signos más característicos. Este descontento popular, manifestado ya en las Cortes Generales de Monzón de 1388, fue lo que llevó al monarca a seguir la línea de prescindir de nuevas convocatorias. La situación se mantuvo hasta que en 1396, en vísperas de la muerte del rey, el Consejo de Ciento de Barcelona se opuso tajantemente a conceder subsidios para la celebración de los juegos florales. La ocasión fue aprovechada para arremeter contra los consejeros áulicos del monarca. A la protesta barcelonesa se unió un memorial de agravios presentado porla ciudad de Valencia.
En pleno clima de tensión, y cuando la opinión pública exigía responsabilidades por la desidia del equipo gobernante, murió Juan I.

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