12 ene 2015

ENRIQUE III DE CASTILLA (I)

En los dieciséis años que dura el reinado de Enrique III, la nobleza nueva va adquieriendo sus perfiles definitivos. La leyenda se ha hecho amplio eco de la energia ejemplar -aunque sin llegar a los niveles de Pedro I- de que este monarca hizo gala frente al estamento nobiliario. No hay que llamarse a engaño. Si este rey consiguió neutralizar de forma definitiva la potencia de la alta nobleza, al calor de las circunstancias, la nobleza de servicio va dando firmes pasos en su encumbramiento como fuerza socio-política. Si sirvió fielmente a la causa del monarca frente a sus díscolos parientes, supo hacerse pagar sobradamente bien estos servicios.
Al igual que sus antecesores, Enrique III no podía prescindir del estamento nobiliario, célula esencial del armazón político-social castellano. El proceso de señorialización no fue frenado por este monarca más que en la medida en que supusiera un serio detrimento para su autoridad. Si ésta rayó a gran altura y tuvo en la pequeña nobleza un instrumento fiel de colaboración, era porque ésta aún no se sentía suficientemente fuerte y necesitaba todavía de los favores reales.
Encontramos en las relaciones nobleza-monarquía dos períodos claramente definidos.
Entre 1390 y 1396, la inesperada muerte de Juan I atrajo junto al nuevo monarca, menor de edad, tanto a los miembros de la nobleza como a procuradores de las ciudades. Lo que interesaba a toda costa era evitar el peligro de una situación de inestabilidad. Para ello había que formar algún tipo de consejo de regencia. Ya en 1385, Juan I, en su testamento redactado días antes de la batalla de Aljubarrota, había previsto, en caso de que se produjera su muerte, un gobierno colegiado integrado por miembros del estamento nobiliario y representantes de las ciudades. Al haber transcurrido cinco años desde este acontecimiento, algunas de las cláusulas de dicho documento resultaban de problemática aplicación.
Por todo ello, en última instancia, cualquier tipo de consejo de regencia habría de ser decidido a través de las deliberaciones de las Cortes, como el elemento más genuinamente representativo del reino.
En las Cortes de Madrid de 1391 comenzrán a perfilarse los dos partidos que entrarán en pugna en los meses siguientes. Se trataba, de hecho, de dos grupos oligárquicos con distintos criterios en lo que a la formación del consejo de regencia se refería. Por un lado el de los parientes del rey -bajo Juan I prácticamente en la sombra-, quienes, apoyándose en su condición de tales, aspiraban a que una o tres personas asumieran el gobierno. Otro grupo se identificaba con la pequeña nobleza y apelaba a la voluntad del país, propugnando la formación de un Consejo de Regencia que, elegido por las Cortes, fuera responsable ante ellas y en el cual los tres estamentos estuvieran debidamente representados. López de Ayala compara estos criterios con los que se siguieron en Francia a la muerte de Carlos V, quien dejo a su hijo, menor de edad, un consejo de regencia con "omes letrados e sabidores e anciano e cuerdos". Por otra parte, lso partidarios de la fórmula de consejo consideraban éste como el mejor expediente para evitar que el gobierno quedase en manos de unos pocos, dad lugapr a acontecimientos tan tristes como los de otras minoridades, especialmente la de Alfonso XI.
Las Cortes serán, en definitiva, quienes decidan la forma de regencia: un consejo de nobles y procuradores de las ciudades formados en dos equipos. El ejercicio de sus funciones duraría seismeses. A ellos se unirían de forma permanente el duque de Benavente, el conde de Tratámara, los arzobispos de Santiago y toledo, los maestres de las órdenes militares, Pero Suárez de Quiñones, el conde de Niebla y el marqués de Villena, éstos dos últimos ausentes de momento.
De un modo general, podemos decir que el camino trazado por las Cortes de Madrid en 1391 era un modelo de ponderación. Si nos atenemos a la letra de los Ordenamientos, el papel del estado llano fue decisivo. En efecto, los procuradores consiguieron arrancar una serie de promesas (reajustes en el valor de la moneda) y, por otro lado, aunque otorgaron al consejode Regencia amplios poderes, fijaron una serie de importantes salvedades en este sentido; por ejemplo, la de no poder declarar la guerra salvo en caso extremo, sin el consentimiento del reino.
Sin embargo, el equilibrio político surgido de las Cortes de Madrid de 1391 fue efímero. La concordia entre los distintos miembros de la nobleza, e incluso entre los arzobispos de Santiago y de Toledo, distaba mucho de ser una realidad.
El arzobispo de Toledo, don Pedro Tenorio, descontento con la fórmula de consejo salida de las Cortes, encabezará una facción integrada por una serie de personajes de primera talla, como el marqués de Villena, el maestre de Alcántara y Diego Hurtado de Mendoza. La puma maestra de Pedro López de Ayala, cronista de la época, nos ha legado con todo lujo de detalles la serie de peripecias habidas a lo largo de los últimos meses de 1391. Los conatos de ruptura entre los dos partidos alternan con los deseos de mediación de los elementos más representativos: Leonor de Trastámara o el propio Pedro Tenorio.
A punto de un enfrentamiento directo enre las facciones nobiliarias, las ciudades representadas en este caso por la actitud mediadora del Consejo de Burgos tratarán de dar una solución conciliadora a tra´ves de una nueva reunión de Cortes: las de Burgos de 1392.
Los comienzos de las reuniones se retrasaron varias veces, entre otros motivos por el incumplimiento por parte de las facciones en pugna de los acuerdos previos, según los cuales no podían entrar en la ciudad con escolta armada. Los propios representantes del municipio burgalés fueron los encargados de poner en práctica una política de apaciguamiento. Los dos bandos, fuera de la ciudad, y Arlanzón por medio, negociaron para entrar en ella, pero instalándose en barrios diferentes, a fin de evitar pendencias.
La iniciativa, al menos de momento, parecía correr a cargo de los procuradores de las ciudades, dispuestos a obligar a los dos bandos en pugna a aceptar las decisiones que salieran de las Cortes por medio de una votación secreta. De ahí que los dos partidos, representantes de los dos grupos oligárquicos nobiliarios, trataran de poner en práctica una rápida solución, a fin de no verse desbordados por el estado llano: regencia de ocho miembros en dos equipos cuyas funciones se ejercerían durante seis meses.
Esta solución se echo a perder cuando un vasallo del conde Alfonso fue muerto en circunstancias poco claras. De esta forma, a punto de estallar la discordia enre los dos bandos, la solución había de venir forzosamente de parte de los procuradores de las ciudades. Su criterio estaba marcado por una obediencia sin modificaciones al testamento de Juan I: tutoría en manos del marques de Villena, arzobispo de Toledo, arzobispo de Santiago, maestre de Calatrava, conde de Niebla, Juan Hurtado de Mendoza y los representantes de las ciudades.
Los más perjudicados por tal decisión fueron aquellos personajes que, habiendo desempeñado importantes papeles en los meses inmediatament anteriores, se veían ahora privados de toda actividad, dada la restricción numérica del equipo regente. El duque de Benavente marchó a sus tierras desde el momento en que fue aceptada la decisión de las Cortes. Consiguió como compensación que sus rentas fuesen considerablemente aumentadas. El maestre de Santiago, por su propia lealtad, recibió algunos ofrecimientos para que se uniese al equipo gobernante, pero rechazó tales proposiciones. El arzobispo de Toledo acataba la decisión de las Cortes, pero ponía para ello algunas condiciones: tomar él la voz de sus parciales, en aquellos momentos ausentes: el marqués de Villena y el conde de Niebla. Solicitaba, además, que se le abonaran los gastos realizados en los meses anteriores al pagar a las gentes del duque de Benavente y del maestre de Alcántara, y que se le diera "mitad de las tesorerías e recaudamientos de las rentas del Regno" para administrarlas como considerase oportuno.
Pese a que los resultados de las Cortes de Burgos apenas se dejarán sentir, sus decisiones representan, al igual que las de Madrid de 1391, uno de los momentos cumbres del poder político de las ciudades. Frente a la anarquía desatada por los grupos nobiliarios en pugna, el estado llano se había presentado como el mediador y principal instrumento representativo, como la máxima expresión del sentir del reino a la hora de decidir la forma de gobierno en un momento tan delicado. Sin embargo, en el futuro el propio poder real verá en ellos, al igual que el propio estamento nobiliario, un instrumento demasiado peligroso para el desarrollo de su propia autoridad.

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