18 dic 2014

LOS REINOS PENINSULARES ANTE EL CISMA

La crisis de la institución pontificia -"cautividad de Aviñón", cisma y vicisitudes del conciliarismo- que sacude a la cristiandad romana, tuvo también su reflejo en los reinos hispánicos. En ellos, al igual qeu en los restantes estados del Occidente europeo, este fenómeno adquiere unos matices que rebasan los moldes puramente espirituales. En efecto, si el deseo de reunificación de la Iglesia y la reforma a fondo de ésta son sentidos como una necesidad imperiosa por preclaros personajes e instituciones de indudable solvencia, no es menos cierto que la importancia de circunstancias ajenas a lo estrictamente espiritual es harto patente en todo el proceso.
Para ello basta remitirnos a una prueba: desde que el cisma de Occidente estalla en 1378, la obediencia a los papas de Aviñón, Clemente VII o Benedicto XIII, o a los de Roma, Urbano VI y Gregorio XII, principalmente, se verá condicionada fuertemente por factores de índole política: el aviñonismo de Francia y el romanismo de Inglaterra son, en gran medida, reflejo de su rivalidad en la Guerra de los Cien Años.
A nivel de los reinos hispánicos, cabría decir algo semejante. La orientación hacia el papado de Aviñón por parte castellana desde 1388 -asamblea de Medina- es tanto el resultado de las manipulaciones del legado de Clemente VII, Pedro de Luna (futuro Benedicto XIII) como de la alianza política con la monarquía francesa, afirmada ya desde años atrás. A mayor abundamiento, las veleidades, ya aviñonistas, ya romanistas, de la monarquía portuguesa no son sino el resultado de las alternativas presiones castellanas e inglesas que sufren los soberanos lusitanos a lo largo de los años que dura el cisma.
El eje político Castilla-Francia tendrá la suficiente fuerza como para arrastrar a su partido a los otros dos reinos cristianos peninsulares. Navarra y Aragón se irán deslizando progresivamente hacia el campo aviñonista. En el caso aragonés, Pedro IV, que conoce los comienzos del cisma, no ocultaba sus simpatías hacia Urbano VI, pero recomendó una política de neutralidad, siempre que de ella se derivara la obtención de beneficios para su política general.
Esta política de neutralidad se hizo inviable en los años siguientes: las tendencias proaviñonistas del sucesor de Pedro IV, Juan I, y la fogosa propaganda de San Vicente Ferrer pusieron a la Corona de Aragón a favor de Clemente VII (asamblea de teólogos de Barcelona de 1387).
Idéntica política fue la seguida por el sucesor de Juan I, Martín el Humano. Se trataba de un sincero partidario de la reunificación de la Iglesia, pero no por ellodejó de retirar en ningún momento su obediencia y apoyo a Benedicto XIII, el Papa Luna, ascendido en estos años al solio aviñonense. Ni siquiera en los momentos más dramáticos.
La más grave situación en este sentido se planteó cuando en 1398 los monarcas castellano y francés sustrajeron la obediencia a este pontífice, en un intento desesperado por forzarle a que llegase a un acuerdo con su oponente romano. La medida no trajo ningún resultado positivo, sino que, por el contrario, fue motivo de graves escándalos. En el caso concreto de Castilla, la intromisión de los poderes laicos en los asuntos eclesiásticos distó mucho de ser popular. De ahí que el monarca castellano, Enrique III, optase por restituir la obediencia a Benedicto XIII en 1403.
Sin embargo, tanto el soberano de Castilla como el de Aragón, quien se había abstenido de participar en la sustracción de obediencia, se mantuvieron firmes en la idea de que se llevase a la práctica la vía de compromiso entre ambos pontífices. Era una de las fórmulas que, en los años anteriores, había patrocinado la universidad de París para solucionar el conflicto. Sin embargo, Benedicto XIII se consideraba demasiado firme, no sólo por la indudable popularidad de que gozaba en amplios sectores, sino también por la protección directa -armada en ocasiones- por parte aragonesa. En 1409 llegará a fijar su residencia en Barcelona. Por todo ello, el Papa Luna consideró que no resultaba para él nada rentable ceder frente a Gregorio XII en lo que consideraba sus legítimos derechos.
Quedaba entonces por poner en juego para solucionar el cisma la vía más espinosa y que más complicaciones podía acarrear: la reunión de un concilio.
El ccelebrado en Pisa en 1409, con escasa asistencia de cardenales, no tuvo otro efecto que el de convertir el cisma bicéfalo en tricéfalo. Pese a la aparente gravedad de la situación, este episodio apenas rebasaba las fronteras de la pura anécdota.
El Concilio de Constanza, abierto en 1414, había de ser decisivo. La intervención de los reinos hispánicos habría de brillar en él a gran altura. El árbitro de la situación de los dos grandes estados peninsulares era por entonces Fernando de Antequera: regente de un monarca menor de edad en Castilla -su sobrino Juan II- y rey de Aragón tras su discutida elección en el Compromiso de Caspe (1412).
Fernando de Antequera prosiguió la política de obediencia a Benedicto XIII. En un principio trató de hacer sinceros esfuerzos diplomáticos por atraer a la órbita aviñonense a los estados romanistas, Inglaterra principalmente. De haber obtenido el éxito, el bloque de potencias en torno a Benedicto XIII habría tenido tal fuerza que su victoria hubiera sido segura. La ressitencia del monarca inglés, Enrique V, condujo al fracaso de estos proyectos. La iniciativa diplomática pasó a manos del emperador Segismundo, partidario de dejar la resolución de los problemas de la Iglesia en manos del concilio.
La obstinada resistencia de Benedicto XIII llevó a Fernando de Antequera, muy a pesar suyo, a considerar la desobediendcia general a éste, paralelamente a una toma de postura semejante por romanistas y pisanistas respecto a sus correspondientes pontífices, como la mejor solución para el bien de la Iglesia. En función de ello, el 9 de noviembre de 1415, Castilla, Aragón y el Imperio suscribieron un acuerdo por el que las dos primeras retirarían su obediencia a Benedicto XIII. Abandonado por todos, buscaría refugio durante los últimos años de su vida en el castillo de Peñíscola.

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