29 dic 2014

LA GUERRA ENTRE LOS DOS PEDROS

1356 es una fecha decisiva en el desarrollo de los acontecimientos del Occidente europeo: Pedro I ha aplastado la primera rebelión seria de la nobleza castellana y Enrique de Trastámara ha tenido que buscar refugio al otro lado de los Pirineos; las fuerzas inglesas derrotan de forma contundente a Juan II de Francia en Poitiers y le hacen prisionero; y por último, Castilla y Aragón entran en guerra. El conflicto, de un modo general, pretende dilucidar de una vez por todas cuál de los dos grandes estados peninsulares había de ostentar el papel hegemónico. Si bien las veleidades intervencionistas en los asuntos castellanos de un Jaime II estaban ya muy lejanas (Alfonso XI había logrado a lo largo de su reinado independizarse totalmente de cualquier intromisión aragonesa), la Corona de Aragón, con un soberano de la energía de Pedro IV a la cabeza, podía hacer ahora una nueva prueba de fuerza frente a una Castilla, la de Pedro I, debilitada por las últimas discordias internas.
El casus belli que desencadenó el conflicto fue el secuestro por parte de la escuadra aragonesa -que acudía en auxilio de Francia-, de dos navíos mercantes castellanos a la altura de Sanlúcar de Barrameda. Enrique de Trastámara aprovechó la ruptura de hostilidades para ponerse al servicio del monarca aragonés, como plataforma de partida para ulteriores planes. De este modo, Pedro IV podía contar a su lado con un partido castellano enemigo del autoritarismo de Pedro I. Éste intentó, por su parte, reavivar los sentimientos de libertad de la nobleza aragonesa, aplastados años atrás, pero sin éxito apreciable.
La guerra entre los dos Pedros tuvo varias fases. En la primera, el monarca castellano consiguió hacerse con Tarazona, a la par que hacía fracasar una rebelión de nobles andaluces. Los años 1358 y 1359 transcurren también bajo el signo victorioso para las armas castellanas. Pedro I pensó en combatir a los aragoneses en el terreno en que hasta entonces se habían mostrado invencibles: el mar. En agosto de 1358, una flotilla castellana se apoderaba de Guardamar del Segura (Alicante). Si su ocupación fue efímera, supuso el primer paso para más arriesgadas incursiones. En 1359, una flota mayor, armada en Sevilla y Cartagena, saqueó las zonas litorales de Guardamar y Tortosa. En los primeros días de junio, Pedro IV se apresuró a fortificar Barcelona. Ante los estupefactos ojos de sus vecinos, el día 9 se trabó un violento combate entre las escuadras castellana y aragonesa. El resultado fue indeciso. Si los castellanos acabaron por retirarse, lo hicieron con escasas pérdidas y sin renunciar en los meses siguientes a hacer nuevas incursiones por el litoral levantino. Para la marina catalano-aragonesa estas incursiones tenían unos efectos psicológicos demoledores, ya que se producían en una zona hasta entonces reservada a su exclusivo monopolio. Los marinos castellanos, por el contrario, podían recorrer sin grandes obstáculos una larguísima ruta: desde Flandes, el canal de la Mancha, el golfo de Gascuña, el litoral lusitano, el Estrecho de Gibraltar, hasta los puertos del levante español y las propias ciudades italianas. en incursiones como las mencionadas se irá forjando toda una escuela de marinos castellanos que, en los años siguientes, se van a convertir en los dueños indiscutibles de la navegación en el Atlántico.
El único éxito aragonés digno de mención en esta fase de la guerra fue el obtenido por Enrique de Trastámara en Araviana. Aunque de consecuencias harto limitadas, esta victoria hizo del bastardo una figura que pasaba a un plano superior en el panorama político. Las represalias que Pedro I ejerció contra los supuestos responsables de esta derrota fueron terribles: don Fadrique, hermano del Trastámara, su primo el infante don Juan, la madre de éste, doña Leonor, doña Juana de Lara, mujer de su hermano bastardo, don Tello, y su hermana doña Isabel y otros dos hermanos bastardos del monarca, los infantes don Juan y don Pedro se encontraban entre las principales víctimas, amén de un sinnúmero de caballeros de menor importancia.
Estas sangrientas medidas animaron a Enrique de Tratámara a hacer una incursión a fondo en territorio castellano, confiado en que toda la nobleza se uniría. Sus cálculos resultaron fallidos ya que la invasión, llevada a cabo por el territorio de La Rioja, fue fácilmente desbaratada por Pedro I de Nájera.
Este éxito militar reforzó definitivamente la posición del monarca castellano en la misma medida en que se había debilitado a su oponente aragonés y sus aliados. A nivel internacional, todo ello iba a redundar en un mayor acercamiento entre Castilla e Inglaterra. De rechazo, los dos grandes reinos peninsulares se iban a ver cada vez más comprometidos en el complicado engranaje de la Guerra de los Cien Años.
La posición aragonesa, tras los últimos acontecimientos, no podía ser más precaria. En efecto, su circunstancial aliada, Francia, se había visto obligada a firmar una paz humillante (acuerdos de Bretigny) con Inglaterra (1360), que le habían supuesto una serie de dolorosas amputaciones territoriales. Ello, unido a las derrotas militares frente a Castilla, forzaron a Pedro IV a aceptar la mediación de un legado pontificio, Guido de Bolonia, para llegar a un acuerdo entre los dos grandes estados peninsulares. La paz fue firmada en Terrer (1361). Pedro I devolvía las plazas que había ocupado durante la guerra y el aragonés se comprometía a retirar su apoyo a los nobles castellanos exiliados en su reino. Enrique de Trastámara se vio obligado a repasar la frontera con Francia. Aquí trabaría contacto con el delfín Carlos -futuro Carlos V-, quien se encontraba al frente de los destinos de su país por la prisión del rey su padre, y con las bandas de mercenarios, que habían quedado reducidas a una situación de inactividad oficial por los últimos acuerdos de paz anglo-franceses. Tales contactos habían de ser decisivos para el futuro de Castilla y, de rechazo, para el de todas las potencias implicadas en el conflicto general de la Guerra de los Cien Años.

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