21 dic 2014

LA BATALLA DEL ESTRECHO (II)

Hasta 1291 se puede decir que no se rompe el statu quo entre las potencias interesadas en la política del Estrecho. Sin embargo, en esta fecha, los acontecimientos experimentan un giro inesperado. Sancho IV, conjurados algunos de los problemas internos, vuelve a sus primitivos proyectos de campaña contra el moro. En virtud de ello, y consciente de que Castilla no había alcanzado aún su madurez en el terreno naval, el monarca contrató los servicios de Micer Benito Zacarías, marino genovés de largo y brillante historial. Sin embargo, de mayor trascendencia es el acuerdo firmado con los aragoneses en Monteagudo. Por él se delimitaban las esferas de acción contra lo que se consideraba el enemigo común: los musulmanes norteafricanos. El espacio magrebí quedaba dividido en dos amplias zonas separadas por el río Muluya; Castilla ejercería su influencia al oesta, y la Corona de Aragón, al este.
Los resultados del acuerdo no se dejaron esperar. Con el concurso de naves aragonesas, Tarifa fue conquistada por los castellanos en 1292. El entusiasmo que su caída despertó entre los cristianos tuvo su paralelo en la alarma que prendió en el siempre reticente Muhammad II. Los acuerdos de Tánger, firmados con los benimerines, fueron seguidos de infructuosos esfuerzos por recuperar la plaza. Su defensor, Alfonso Pérez de Guzmán, el legendario Guzmán el Bueno, consiguió con su enérgica defensa obligar a los sitiadores a levantar el campo. Tarifa constituía en manos castellanas una amenaza permanente para Algeciras. cuando muere Sancho IV, en 1295, los proyectos para asediarla estaban empezando a madurar en su mente.
La minoría de edad del nuevo monarca, Fernando IV, doincide con un cambio radical en las relaciones internacionales en lo que se refiere a política del Estrecho. Jaime II, auténtico árbitro de la política peninsular en estos años, aprovechó la coyuntura para acentuar su influencia sobre el espacio que se dio en llamar "la Mancha Mediterránea". Sus deseos de ircorporar a la Corona de Aragón el reino de Murcia le llevaron a una serie de acuerdos diplomáticos con los granadinos. Éstos, a su vez, aprovecharían estas circunstancias para hacer fructíferas incursiones en las zonas de Quesada, Bedmar, Arenas... como instrumento de presión para conseguir la devolución de la estratégica Tarifa, Cazalla, Medina-Sidonia, etc... La firme postura de Guzmán el Bueno evitó que se llegase a tan vergonzoso acuerdo.
En 1302, Jaime II consiguió algunas ventajas comerciales del nuevo monarca granadino, Muhammad III. Sin embargo, ambos sabían que la crisis castellana sólo era pasajera. De ahí que en los años siguientes se llegara a un acuerdo entre los tres poderes: los aragoneses renunciaban a buena parte de las ventajas obtenidas en territorio murciano y los granadinos se reonocían vasallos de Castilla. Fernando IV aceptó de buen grado esta solución, por cuanto tal situación de vasallaje suponía formalizar el cobro de las parias, hasta entonces percibidas por los soberanos castellanos de forma muy irregular.
Muhammad III no vio, sin embargo, en este gravamen económico obstáculo alguno para aspirar, desde 1307, a una política de altos vuelos en el Magreb, aprovechando la muerte de Abu Yakub y la momentánea desintegración del Imperio benimerín. En un alarde de audacia, fuerzas granadinas ocuparon Ceuta, eventual cabeza de puente para una mayor profundización en la política del norte de África. Sin embargo, los recursos de la monarquía nazarí no tenían sufuciente magnitud como para un programa de semejante envergadura. Además, algunas razzias esporádicas en la frontera con Castilla y en la zona sur de Valencia parecían exigir una respuesta fulminante.
Ésta llegó con la firma del acuerdo de Santa María de la Huerta (Soria) entre Fernando IV y Jaime II, confirmado luego en Alcalá de Henares (1308). A la coalición antigranadina se unieron al año siguiente (acuerdos de Fez) los propios benimerines. Los tratados perseguían lisa y llanamente el desmantelamiento de la potencia nazarí. No obstante, los objetivos inmediatos sólo fueron cubiertos a medias. Jaime II fracasó ante Almería, objetivo alejado de sus bases de operaciones. Fernando IV se reveló impotente para expugnar Algeciras, minado su ejército por las discordias nobiliarias. El saldo favorable de la campaña para los castellanos se tradujo en la consecución de objetivos menores: la ocupación de Gibraltar por el infatigable Alfonso Pérez de Guzmán, la recuperación de algunas plazas como Quesada y Bedmar, y el compromiso por parte de Granada de pagar anualmente a los castellanos, en concepto de parias, la cifra de 11.000 doblas.
Los benimerines, recuperados tras su última crisis, serán los grandes beneficiarios del fracaso de las veleidades expansionistas granadinas. No sólamente consiguieron la recuperación de Ceuta, sino también afirmar sus posiciones en Ronda y Algeciras. La inopinada intervención africana en el conflicto rompía el precario equilibrio en que se desenvolvía el Estado nazarí. El resultado sería la deposición de Muhammad III por el arraez de Málaga, Abu Sad Faray, un incondicional de los africanos, y la entronización de Ismail I.

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