13 dic 2014

LA BAJA EDAD MEDIA

La división cronológica que se acostumbra a utilizar al estudiar el mundo medieval es la ya consagrada de Alta, Plena y Baja Edad Media. Cada uno de estos períodos respondería, respectivamente, a la formación, apogeo y decadencia de esta parte de nuestra Historia.
Los siglos XIV y XV suponen ya unos tiempos nuevos que anticipan el Renacimiento. Más aún, numerosos gérmenes de éste se encuentran ya implícitos, pues hablamos de un mundo en profunda transformación, que va en las dos mencionadas centurias.
A lo largo del siglo XIV tres crisis van a causar un profundo trauma en la sociedad medieval: una, de carácter frumentario, muy aguda entre 1315 y 1320. Al calor, posiblemente, de condiciones climáticas desfavorables, las pésimas cosechas de estos años hacen del fantasma del hambre una auténtica pesadilla. Apenas superadas estas dificultades surge la segunda crisis: la financiera, entre 1333 y 1345, con la quiebra de algunas importantes firmas bancarias (los Bardi, los Peruzzi...). Por último, la crisis más grave: la demográfica, marcada por una serie de oleadas de peste, la más catastrófica de las cuales se produce entre 1348 y 1350. Aunque los niveles en los índices de mortandad se encuentran muy irregularmente repartidos a lo largo del espacio geográfico europeo, las cifras de bajas fueron sensiblemente superiores a las de épocas normales.
El impacto de estas calamidades en la estructura social del Occidente europeo habrá de ser profundo: a nivel rural, lo primero que salta a la vista es el retroceso de los cultivos en amplias zonas roturadas en los siglos anteriores, acompañado del vacío que se produce en numerosos núcleos de población: son los despoblados castellanos, los franceses y los vides villageslost villages ingleses. Precios y salarios experimentan violentos bandazos al compas de estas convulsiones. Si la nobleza aspira en los siglos XIV y XV a recuperar algo de la fuerza y posición social perdidas en los años anteriores, este fenómeno tiene su paralelo en violentos movimientos campesinos, demasiado desorganizados e instintivos como para poder caracterizarlos de revolucionarios. Son ejemplos la Jacquerie francesa en torno a 1358, que puso en pie de guerra al campesinado de una amplia zona septentrional del país contra los señores y gentes de armas del rey; la rebelión de los campesinos del litoral flamenco en torno a 1328, y la rebelión de los campesinos ingleses a finales del siglo XIV contra las punciones fiscales y en pro de la abolición de la servidumbre. El destino de todos estos movimientos será su aplastamiento por los poderes establecidos.
Dentro del ámbito urbano el malestar es palpable en todo el Occidente europeo. Aunque la tónica general viene dada por el descontento frente al patriciado urbano, auténtico monopolizador de la vida social y política de las ciudades, los distintos movimientos rara vez alcanzan un nivel que pudiésemos catalogar como democrático. En todo caso, los maestros de oficios pueden ser los beneficiarios de las distintas revoluciones locales. Si el pueblo "menudo", el proletariado, se mueve, rara vez obtiene mejoras sustanciales. La reacción acabará por imponerse las más de las veces. Explosiones dignas de mención a lo largo del siglo XIV serán los "maitines de Brujas" de 1302, verdadero ensayo de un gobierno de artesanos; la revuelta de Gante de 1337, con Jacobo van Artevelde al frente de tejedores y bataneros; la de la misma ciudad en 1382, dirigida por Felipe, el hijo del anterior... En las ciudades italianas, la convulsión más violenta será, sin duda, la revuelta de los "ciompi", en Florencia, en 1377.
En aquellos países con un poder monárquico al frente: Francia, Inglaterra, los reinos ibéricos, éste podrá actuar de árbitro en las disputas locales. Donde este poder aglutinador no se dé, como en las ciudades del norte de Italia, el apaciguamiento vendrá dado, con distintas alternativas, por la progresiva sumisión -en detrimento de sus libertades tradicionales- a un señor determinado o, mejor dicho, a un linaje: los Visconti, en Milán, los Médicis, en Florencia, los Doria, en Génova... representantes, muchas de las veces, de unos intereses económicos que suponen el prólogo de la moderna economía capitalista.

El relativo equilibrio político alcanzado en el mundo europeo a lo largo del siglo XIII quiebra de forma estrepitosa en la siguiente centuria. En el ámbito de las relaciones internacionales, ya desde fines del siglo XIII se aprecian los primeros síntomas cuando chocan en el Mediterráneo occidental anjevinos y aragoneses, enzarzándose en una disputa que amenazará con hacerse interminable. En Oriente, el empuje otomano en el espacio balcánico-danubiano, que culminará con la caída de Constantinopla en 1453, supone el repliegue de una cristiandad que en las anteriores centurias había llevado, con las Cruzadas, sus avanzadas hasta el corazón mismo del mundo musulmán.
Pero el fenómeno más grave para la ruptura del equilibrio europeo viene dado por la magna confrontación que dura buena parte de los siglos XIV y XV y que ha pasado a la Historia con el nombre de "Guerra de los Cien Años". Si a primera vista puede ser tomado como un choque anglo-francés, un análisis no excesivamente profundo nos lleva a considerar este fenómeno como una auténtica "guerra europea", ya que detrás de los dos principales contendientes lucharán otros Estados, formando sendos bloques de alianzas. Así, detrás de Inglaterra, Portugal y esporádicamente, Aragón, el Imperio y las ciudades de Flandes prestarán su apoyo incondicional. Detrás de Francia, sin embargo, estarán Escocia y la Castilla Trastámara. No se trata ya de uno de tantos choques feudales de los que el Medievo ha estado salpicado, sino de una auténtica guerra general, en la que se invierten recursos tan cuantiosos que llevan, en ocasiones, a los contendientes a auténticas bancarrotas. No hay que olvidar tampoco otros matices del fenómeno: los factores económicos que incidieron en el conflicto, sobre todo la pugna por el dominio de las rutas del canal, imprescindible para mantener expedito el comercio de la lana con vistas al aprovisionamiento de la industria pañera flamenca. La intervención castellana encuentra en ello una de sus mejores explicaciones. De otro lado, es necesario tener en consideración que la Guerra de los Cien Años no fue un conflicto continuado, ya que, aparte de los naturales períodos de tregua, hay un lapso de más de veinte años -fines del siglo XIV y comienzos del XV-, que suone una auténtica solución de continuidad en la naturaleza de tan magna confrontación. En efecto, antes de 1390 se trata fundamentalmente de un conflicto dinástico; desde 1415 presenciamos una pugna entre el imperialismo inglés lancasteriano y el nacionalismo francés. En este período quizá podamos encontrar el germen de los futuros conflictos de las monarquías nacionales del Renacimiento.

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