14 dic 2014

LA BAJA EDAD MEDIA (II)

En el ámbito de la teoría política, los siglos finales del Medievo presencian un profundo proceso de secularización. El Príncipe, de Maquiavelo, resultaría difícilmente explicable si no tuviésemos en cuenta que previamente otros autores habían ido preparando el camino, si bien sus diferencias con el autor florentino son marcadas. Así, Marsilio de Padua, con su Defensor Pacis (1324) niega la autoridad de la Iglesia para proveer soberanía alguna, e incluso para pronunciar excomuniones. Marsilistas serán las tesis de Juan de París, Guillermo de Occam o el emperador Luis de Baviera, al deponer al papa Juan XXII en 1328.
Más moderados son los argumentos de Dante en su De Monarchia (1310), donde aboga por la independencia entre Iglesia y Estado, poderes que no son más que meros accidentes para remediar las debilidades del hombre. Frente a estos argumentos, la teocracia pontificia seguirá teninedo sus defensores: el dominico Agostino Trionfo o el portugués Álvaro Pelayo, con su De statu et planctu Ecclesiae (1332), aunténtico anti Defensor Pacis. Sin embargo, la secularización de la teoría política va resultando, cada vez más, un hecho incontenible e incontestable.
El cenit del poder pontificio se ha tomado simbólicamente en la bula Unam Sanctam, promulgada en 1302 por Bonifacio VIII en defensa de las libertades eclesiásticas. Efímero triunfo. Las presiones de los poderes laicos -la monarquía francesa en concreto- provocarán el traslado de la sede pontificia a Aviñón. No se trató, como algunos historiadores han propuesto, de una "cautividad de los Papas". Por el contrario, alejados de las intrigas de Roma, dispusieron de un amplio margen de libertad para perfeccionar su aparato burocrático. Sin embargo, el afrancesamiento del papado a lo largo de su estancia en la ciudad del Ródano, amén de la corrupción desenfrenada en que se desenvolvió su corte, redundó en perjuicio de su misión de universalidad.
En 1378 los males de la cristiandad occidental se agravan con el estallido del cisma. El escándalo de dos bloques de naciones obedeciendo a dos pontífices distintos llevaría a la universidad de París a arbitrar una serie de soluciones. De todas ellas, sólo na habrá de obtener éxito para la solución de los problemas más inmediatos: el Concilio Universal como elemento de decisión para liquidar tan anómala situación. Se puede afirmar que, desde este momento, surge todo un cuerpo de doctrina, el "conciliarismo", el cual aspiraba a dar a la Iglesia una estructura más democrática. Los mismos Marsilio de Padua, Occam y Juan de París son sus precursores. Si el pontificado, una vez vuelta la Iglesia a la unidad en 1415, se impuso a las "tesis conciliaristas", su prestigio se encontraba ya un tanto deteriorado. Los papas del Renacimiento no van a ser, por otra parte, ningún modelo de espiritualidad.
Desde finales del siglo XII, los movimientos heterodoxos, que hasta entonces habían afectado casi exclusivamente al estamento eclesiástico, empiezan a transformarse en movimientos de masas. La tónica empezó siendo dada por el catarismo, el valdismo y el joaquinismo. De todas esas corrientes, la joaquinista (del monje Joaquín de Flore, cuya obra Evangelio Eterno, no veía en la Iglesia visible más que un simple producto histórico), fundida con principios de la extrema izquierda franciscana, que pretendía la aplicación con todo rigor de la regla del "poverello de Asís", será la que más juego de en los siglos de la Baja Edad Media. El movimiento de los "fraticelli" llegará a oponerse de forma enérgica a la Iglesia establecida. Si bien fue condenado por Juan XXII en el año 1323, su espíritu seguirá manteniéndose de foma más o menos subterránea, y contará con amplias simpatías entre los sectores de población más humildes.
Sin embargo, serán el wiclefismo y, sobre todo, el hussismo, las dos grandes corrientes heréticas de fines del Medievo. Han sido aceptadas de forma tajante como el anticipo de la futura escisión protestante. El husismo, con su epicentro en Praga, pero con ramificaciones por toda la Europa central, ha sido tomado por los autores marxistas como algo más que una herejía: una auténtica revolución social. La tesis resulta, en efecto, aceptable si tenemos en cuenta la confluencia de una serie de factores: la crisis económica que sacude al mundo europeo en estos momentos, con más grave perjuico para los estratos sociales menos privilegiados; la exacerbación de las pasiones, frente a una jerarquía eclesiástica demasiado mundanizada, y, en definitiva, las ideas de signo comunistizante que prenden entre los grupos más radicales del husismo: taboritas y adamitas.
Si el movimiento acaba siendo aplastado en sus reivindicaciones de carácter social, no hay por ello que olvidar que constituye todo un síntoma del malestar en que se debate un mundo en transformación.
La misma religiosidad popuar refleja la angustia del hombre ante las calamidades de los siglos XIV y XV: peste, hambre, guerra, crímenes políticos, persecución de brujas... Manifestaciones literarias como Danzas de la Muerte, Dies Irae, Vida del Anticristo, Ars moriendi... nos muestran una auténtica obsesión por el temor ante la muerte, combate supremo en que se decide el destino en el más allá. La acentuación el culto a la Virgen y a los santos, la preocupación acuciante por la acumulación de indulgencias o reliquias, que convierten la piedad en una "auténtica aritmética", significan para el cristiano del momento la búsqueda de defensas ante la muerte eterna. Esta angustia creciente neesitaba de una respuesta que la Iglesia establecida no quiso o no supo dar en su debido momento. La Reforma protestante será la que se atreva a dar este paso, aun a riesgo de romper para siempre la unidad de la cristiandad occidental.

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