
Desde el momento en que muere Carlos IV de Francia sin sucesión (1328), los preparativos bélicos y diplomáticos se llevaron a un ritmo febril, tanto por parte de Inglaterra como de Francia. Alfonso XI se encontró con proposiciones de ambos lados. Para Francia, Castilla era la aliada que podría facilitarle las fuerzas navales que necesitaba, a fin de atacar las posiciones que desde tiempo inmemorial los ingleses habían conservado en Gascuña. Para Inglaterra no se trataba exclusivamente de una cuestión militar, sino también económica. En un momento en que en Castilla se había producido la revolcuión de la lana, la monarquía inglesa necesitaba a toda costa estar a bien con los castellanos, a fin de que la competencia mercantil en este producto fuese fijada dentro de unos límites leales.
La postura francesa fue la que acabó prevaleciendo en la corte castellana. Si Alfonso XI se mantuvo neutral en cuanto estalló el conflicto, permitió en cambio a Felipe VI el libre alquiler de barcos en la costa cántabra. Eduardo III de Inglaterra, tras algunos éxitos parciales frente a las armas francesas, intentó ganarse la amistad castellana. Pero todo fue inútil, ya que Alfonso XI se mostró firme en su postura. Lo único positivo que el soberano inglés sacó de la Península fue el compromiso de Pedro IV de Aragón de permitir a caballeros de su reino alistarse en las filas inglesas. En 1345, los franceses se apuntaron un éxito al lograr la embajada encabezada por el arzobispo de Reims el compromiso de un enlace matrimonial entre el heredero de Castilla, futuro Pedro I, y una infanta francesa.
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