
Pero mientras Dominco empleaba toda su dulzura en apartar del error a los albigenses, ellegado pontificio, Pedro de Castelnau, precipitaba los acontecimientos hacia el acto final del drama. Alrededor de 1207 se ocupaba en organizar una liga para combatirlos más eficazmente, en la que invitó a participar a los señores destacados. el conde de Toulouse se negó a entrar en ella, y algunos nobles más se mostraron igualmente reacios. Al año siguiente, el asesinato del legado pontificio por un caballero provenzal, vasallo del conde de Toulouse, vino a hacer más delicada la situación, ya que la voz popular acusaba a éste de complicidad en el crimen. Por su parte, el rey de Aragón, cuyas relaciones cono Roma empeoraban por causa de su pretendido divorcio con María de Montpellier para casarse con la reina de Jerusalén, María de Monferrato, no podía ver con agrado que un extraño, aunque fuera legado del Papa, moviera la guerra dentro de su propio territorio y contra sus mismos súbditos. El legado volvio entonces los ojos hacia Felipe Augusto, que estaba ansioso de intervenir. Se predicó la cruzada en el norte de Francia, y un gran ejército avanzó hacia el mediodía, el cual superponía al objetivo de combatir a los herejes el de anexionar el Languedoc al gobierno entral de París. Las operaciones militares fueron rápidas y fulminantes. Ramón VI de Toulouse se había sometido y reconciliado. Los cruzados se apoderaron de Béziers y Carcasona, cometiendo a su paso innumerables saqueos y matanzas. Pronto destacó como jefe de los mismos Simón de Montfort, de origen normando. Simón recibió el vizcondado de Béziers-Carcasona y fue elegido jefe de los cruzados. Empezaba su fortuna sobre el Imperio occitánico. Padro II se negó en principio a aceptarlo como feudatario suyo, aunque luego intentó atraerlo a su causa, convencido ya de que en las manos de este caballero normando, duro y poco escrupuloso, estaba el porvenir de los dominios aragoneses en el sur de Francia.
Demasiado vinculado a algunos señores afectos a la herejía, como el conde de Toulouse, preocupado por las tropelías cada vez mayores que los cruzados cometían contra sus vasallos, Pedro II hubiera necesitado de una extremada prudencia y gran tacto para cumplir sus obligaciones de defender a sus súbditos y mantener sus intereses sin enfrentarse con los cruzados, representantes en buena medida de los intereses de su oponente, el rey de Francia. Mas Pedro II carecía por completo de las cualidades que eran menester. A medida que la situación empeoraba, él se iba hundendo más en tan delicado asunto. Sus últimos intentos para atraerse al de Monfort resultaron inútiles, a pesar de acordarse el matrimonio del hijo del rey, el futuro Jaime I el Conquistador, con Amicia, hija del afortunado condottiero, y de entregarse a éste la custodia del primogénito de Aragón. No valió de nada. Roma desconfiaba del conde de Toulouse, nuevamente reconciliado tras un viaje a la ciudad eterna, y Simón de Montfort codiciaba sus estados. Después de ocupar algunos pequeños territorios circundantes, en 1212 se decidió a lanzar el ataque definitivo, previa excomunión de Ramón VI por parte del legado y la consiguiente investidura de sus estados al jefe de los cruzados. Pedro II acudió en 1213 a defender a su aliado de la expedición que se tramaba contra él. Se instaló con tropas reducidas en Toulouse y trató de negociar con el de Montfort y con los legados pontificios que estaban reunidos en el Concilio de Lavaur. Todo fue inútil. Ya nadie podía detener a la soldadesca ni a su jefe, engolosinados con la presa que ya creían alcanzar. Sobrevino el encuentro en Muret, el 14 de septiembre de 1213. Pedro II presentó batalla con muy pocos recursos y sin tomar las precauciones más elementales. Ni siquiera se había cuidado de descansar la noche anterior, entrando fatigado en el combate. Las tropas aragonesas fueron derrotadas y su rey cayó muerto en el campo de batalla.
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