4 nov 2014

EL IMPERIO OCCITÁNICO. DECLIVE.

La victoria de los cruzados sobre Pedro II significó el final del Imperio occitánico. Simón de Monfort, que había quedado dueño absoluto de la situación, actuaba en nombre del rey de Francia. En su poder habían quedado los herederos de Provenza y de la Corona de Aragón. El de este reino fue devuelto a sus súbditos por orden de Inocencio III, que mandó fuera acompañado por un legado pontifcio. Pedro de Benevento, que en aquelos momentos difíciles para aragoneses y catalanes actuó en plan de regente, disponiendo cuanto fuese necesario para la entronización del pequeño Jaime I y para el gobierno del reino. Inocencio III ejercitaba así, a través de su legado, la soberanía que le correspondía sobre Aragón, en virtud del vasallaje que le había prestado el rey anterior.
En Languedoc, Simón de Monfort se lanzaba a una amplia política de descatalanización de las tierras, a fin de unirla lo más profundamente posible a la monarquía de París. Puesto que el instrumento principal de la influencia catalana en aquella zona habían sido los vínculos familiares con los respectivos señores, el nuevo dueño se propuso acabar con ellos procurando que cuantas herederas de castillos y plazas hubieran de casarse, lo hiciesen con caballeros del norte de Francia. De no ser así, necesitaban un permiso especial de Simón de Monfort. Con ello fueron desapareciendo los vínculos familiares que unían a estas tierras con Cataluña, especialmente en las grandes casas languedocianas y provenzales, que ven cómo los sucesivos enlaces con nobles y caballeros del norte francés las están orientando de forma ineludible hacia el gobierno de París.
La situación en que el desastre de Muret había dejado a los estados de la Corona de Aragón no era menos alarmante. La minoría de edad de Jaime I permitió alentar las ambiciones de sus tíos, los infantes don Sancho y don Fernando, abad de Montearagón, quienes, pretextando que el matrimonio de Pedro II y María de Montpellier había sido nulo, a pesar de haberse declarado ya su validez, intentaron arrebatar a su sobrino los derechos del trono, levantando al reino en bandos y parcialidades. Los nobles seguían a un u otro partido, según esperasen recibir más a la hora de los repartos de honores y tenencias, que tenían lugar en los comienzos de cada reinado. Mas el legado pontificio salvó los derechos de Jaime I, haciendo que fuera jurado por todos los súbditos, aragoneses y catalanes, en las Cortes de Lérida de 1214, y que fuese luego entregado a la custodia del maestre del Temple, que lo condujo al castillo de Monzón. El infante don Sancho fue reconocido allí procurador general de Aragón y Cataluña. Se tomaron además otras medidas para el gobierno de los reinos, nombrándose tres gobernadores, uno para Cataluña y dos para Aragón, al norte y al sur del Ebro respectivamente. Finalmente se creaba un consejo para asesorar al regente.
Por el momento, el infante don Sancho parecía haber ganado la partida al quedarse con el gobierno efectivo. De acuerdo con sus propios intereses provenzales, su primera preocupación fue ponerle freno al desmoronamiento del Imperio occitánico. Para ello prestó ayuda al Bearn y a Bigorra, donde intentó instaurar su propia dinastía, y a la Provenza, en la que realizó una interesante labor de apoyo al comercio y a las libertades comunales y envió tropas a recobrar la ciudad de Toulouse, siempre en lucha con los intereses de Francia y el papado, quien le amenazó con la excomunión. Esto le impidió conseguir su propósito. Era ya tarde para que la meta propuesta, que no era otra que la recuperación del Languedoc y Provenza, pudiera realizarse. Francia había tenido tiempo de tomar posiciones, que ya sería muy difícil hacerle abandonar.
Se imponía un cambio de orientación política, esta vez hacia los intereses peninsulares. En tan importante viraje influyeron, sin duda, las luchas nobiliarias y las presiones pontificias. Los ricoshombres aragoneses y muchos catalanes no veían con buenos ojos la política occitánica de don Sancho. Sobre todo existía una gran rivalidad entre éste y su hermano don Fernando, que atrajo hacia su partido a todos los descontentos, entre los que figuraban, además de muchos nobles, las más importantes ciudades aragonesas, como Jaca, Huesca y Zaragoza, que formaron por segunda vez una hermandad para la común defensa de sus intereses. Don Sancho y sus partidarios hubieron de enviar una embajada a Roma, que recomendó a los rebeldes la vuelta a la obediencia al rey. Lo que siguó no hizo sino aumentar las banderías, en las que los nobles de Aragón y Cataluña hacían a veces alianzas entre sí. Los caballeros que les seguían no aspiraban más que a obtener una mayor parte de las tierras si triunfaba su partido. Las ciudades reclamaban la confirmación de sus privilegios. El procurador general de la Corona de Aragón debió pensar entonces en la conveniencia de apoderarse de la persona del rey, que seguía en el castillo de Monzón. El único ricohombre aragonés que se mantiene neutral y atento a los intereses del rey es Jimeno Cornel, quien, para salir al paso a unos y otros, organizó una confederación de nobles y prelados para la defensa de la persona del rey y para evitar que fuera manejado por un partido. Dos años más tarde se llegó a un acuerdo en las Cortes de Lérida, según el cual el propio Jaime I, que apenas contaba once años de edad, presidiría las juntas de gobierno. Su tío don Sancho renunció a la procuración general, a cambio de una fuerte pensión.


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