
El arreglo, que no satisfacía todas las demandas, fue pasajero. La misma condescendencia de Jaime I animó a la nobleza a continuar en sus reclamaciones. Al regreso de la campaña de Murcia, mientras recorría Cataluña y Montpellier, recibió el desafío de un altivo señor aragonés, Ferriz de Lizana. En 1268 tuvo que enfrentarse con la nobleza catalana, a causa de su pretensión de incorporarse a Urgel y Ager. Una fuerte oleada de rebelión recorría a ese estamento en todos los reinos peninsulares. En la Corona de Aragón se ponía a la cabeza el hijo bastardo de Jaime I, Fernán Sánchez, quen, para realzar su enfrentamiento con la monarquía, cuyos intereses defendía el primogénito, futuro Pedro III, se alió con el enemigo capital de éste, Carlos de Anjou. Jaime I, a pesar de sus capitulaciones, casi siempre obligadas por la necesidad, era un buen conocedor de la forma de tratar a la nobleza y podía dar consejos a su yerno, Alfonso X, para enfrentarse al problema. Le dirá que procure ganarse el amor de sus súbditos y de los prelados y personas eclesiásticas.
El rey de Aragón tenía bastante ocasión de aplicar los consejos en sus propios reinos. Fernán Sánchez, como antaño el infante don Fernando de Montearagón, había atraído en torno a sí a todos los descontentos, tanto en Aragón como en Cataluña. Se entabló una guerra cruel con su hermano Pedro, agraviado especialmente por los tratos que tenía con el de Anjou. Jaime I quiso impedirla, haciendo concesiones a Fernán Sánchez y a la nobleza. No hizo sino encender más los odios y el furor del primogénito, que no cesó hasta derrotar a su hermano bastardo y ahogarlo con sus mismas manos en el Cinca. La guerra había sido general, afectando a catalanes y aragoneses. El asesinato de Fernán Sánchez en 1275 provocó más alteraciones, que alcanzaron también al reino de Valencia. Por entonces, la llegada de los benimerines a Andalucía, que hizo abandonar a Alfonso el Sabio sus pretensiones al Imperio, alarmó también a Jaime I. Éste envió a su hijo Pedro con 1.000 jinetes y 5.000 peones y convocó a los nobles y caballeros de sus reinos para ayudar a Castilla. Simultáneamente se alborotaron las banderías existentess en la ciudad de Zaragoza, y en los tumultos que se siguieron pereció el jefe de uno de los grupos, Gil Tarín, y algunos ciudadanos más. El rey encomendó poner orden en la ciudad al justicia de Aragón, Fortún de Ahe, quien mandó ejecutar a los culpables. A finales del mismo año 1275 se producían alteraciones similares en Valencia. Aquí el levantamiento tenía un claro carácter antimonarquico, y cundió entre la población, que además de derribar algunas casas de ciudadanos principales, la emprendió contra los oficiales del rey, a los que persiguió y arrojó de la ciudad en medio de atropellos e insultos. Al socaire de estos desórdenes se hizo famoso un bandolero, Miguel Pérez, quien con otros participantes en anteriores tumultos se echó al campo, formó cuadrillas y, ayudado también por los levantiscos mudéjares, dio audaces golpes de mano en diferentes lugares del reino. Jaime I hubo de juntar a su gente de armas del reino de Valencia e ir contra ellos, obligándolos a disolverse y salir del reino. Poco después tenía lugar la sublevación de los mudéjares valencianos, en cuya pacificación iba a consumir Jaime I el Conquistador los últimos meses de su vida.
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