4 dic 2014

PEDRO III DE ARAGÓN

Efectivamente; hallándose en Játiva, en el verano de 1276, Jaime I enfermó. Se retiró a Valencia, donde renunció a sus reinos en favor de Pedro III, a excepción de Mallorca, Rosellón y Montpellier, que los dejaba a su otro hijo, Jaime. Cuenta la Crónica de Jaime I que, después de darle los pertinentes consejos a su primogénito en el lecho de muerte, tomó el rey su espada y, entregándosela al heredero le dijo: "Toma esta espada con la que, por virtud de la gracia de Dios, he salido siempre vencedor". Le encomendó que la llevase siempre consigo y que obrase varonilmente. Era como la entrega del reino, simbolizada en el instrumento por el que los reyes de Aragón lo habían obtenido. Acaso el viejo Conquistador quería decir algo más. Su padre y predecesor había infeudado el reino a la Santa Sede, reconociendo con esto los derechos que ésta se arrogaba sobre la Península. Jaime I, tan celoso de su soberanía en el exterior como de su autoridad en el interior, se había negado toda su vida a reconocer la infeudación. Dos años antes de morir había acudido a Lyon para que el Papa le dispensara de ese reconocimiento, condición que la Santa Sede ponía para coronarlo solemnemente. El Papa se mantuvo firme en su exigencia, a pesar de los alegatos del rey, que afirmaba haber contraído suficientes méritos con la cristiandad para que se le dispensara de esa subordinación. En consecuencia, hubo de regresar a sus estados sin coronarse. Ahora, en el último instante de su vida, infundía a su heredero el celo que él había demostrado en salvaguardar su soberanía, al tiempo que le entregaba su espada, símbolo del único y exclusivo título por el que poseía el dominio absoluto de sus reinos: el derecho de conquista.
Con Pedro III los problemas entre el rey y los súbditos, tanto en Aragón como en Cataluña, no solamente no disminuyen, sino que, al relacionarse con la política exterior de este monarca, se complican y agudizan. Por eso, antes de referirnos a su gran empresa exterior, la conquista de Sicilia, hemos de hacer mención a la prosecución de estos conflictos.
Nada más comenzar su reinado, las revueltas estallaron con gran virulencia. Jaime I había sido autoritario y prudente. Pedro III era autoritarrio... y nada más. En 1277 tenía contra él a los condes de Fox, Pallás, Urgel y al vizconde de Cardona. Casi toda Cataluña se levantó en armas. El motivo de esta revuelta fue que el rey, después de haberse coronado en noviembre de 1276 en la Seo de Zaragoza, no había ido a Barcelona a celebrar Cortes con los catalanes ni les había confirmado sus fueros, usos y costumbres. El cronista Desclot explica que los motivos del monarca se basaban en que muchos de esos usos eran perjudiciales y que éste quería reconsiderarlos antes de confirmarlos para suprimir los más gravosos y confirmar los demás. Pero no es difícil adivinar, bajo ese deseo de mejorarlos, la intención de extender su real autoridad sobre los nobles y los municipios. También se unía a las reclamaciones un esfuerzo de los nobles por mantener algunos impuestos, como el bovaje, con carácter de subsidios voluntarios, votados cada vez en Cortes, y no obligatorios, como pretendía el monarca. Pero con la ayuda de Barcelona y algunos varones, en 1280 la revuelta quedó pacificada. Un ejército de catalanes y aragoneses puso sitio a los rebeldes en Balaguer, entregándose éstos poco después. Al tiempo que se dedicaba a someter a los nobles, Pedro III orientó sus esfuerzos a solucionar la cuestión mallorquina, planteada por el testamento de su padre, que dejaba ese reino a su hermano Jaime. Éste había alentado la revuelta de los condes catalanes, por lo que la actitud de Pedro III fue más que enérgica. No obstante, llegaron a un acuerdo: el rey de Aragón reconocía a su hermano como rey de Mallorca, y éste le prestaba homenaje por el Rosellón y Montpellier, tierras consideradas como parte de Cataluña. Solucionada estas dos cuestiones, Pedro III encaminó sus esfuerzos a la gran empresa de su vida: la cuestión siciliana.

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