29 nov 2014

CORONA DE ARAGÓN. GOBIERNO Y DESGOBIERNO DE JAIME I.

Con todas estas tentativas, la situación interior había empeorado. Los problemas que el rey había tenido con los súbditos en los comienzos de su reinado reaparecen ahora de forma más virulenta. Un monarca impetuoso y casi siempre brillante, como había sido Jaime I, no podía por menos que impulsar la política autoritaria que sacude a todas las monarquías de la época, con lo cual las tensiones con los súbditos, los nobles especialmente, se habían acentuado. Una de las causas de conflicto había sido la conquista de Valencia, que éstos habían intentado incorporar a Aragón, a fin de repartírsela en honores y tenencias, al estilo del viejo reino. Jaime I se propuso sustraerla a su codicia, para lo cual la constituyó en un reino nuevo. El acto que evidenciaba esa actitud del rey fue la concesión a Valencia de un fuero propio, distinto del que regía en Aragón, con lo que las leyes y costumbre de este reino, invocadas por los ricoshombres, no tenían allí aplicación. Con gran habilidad, el monarca encargó la redacción del fuero a los obispos de Huesca, Zaragoza y Tarazona y a algunos nobles del mismo país. Mas eso no engañó a los restantes, que pidieron que la tierra se rigiese por los fueros aragoneses. Jaime I, para sentirse más obligado a respetar el fuero otorgado a Valencia, lo juró públicamente, mucho antes de que sus sucesores se vieran obligados a jurar las leyes aragonesas. Era una forma de utilizar ese juramento en provecho propio. Pero los nobles no se dieron por vencidos. Una solución de compromiso fue la de que el derecho aragonés siguiesse utilizándose en aquellos lugares concedidos por el rey a sus súbditos de ese reino. Sin embargo, la cuestión no se dio por zanjada. La monarquía, yendo contra sus promesas, intentará imponer a todos el nuevo fuero de Valencia, a lo que los aragoneses opondrían una tenaz resistencia. En cada nuevo enfrentamiento, la cuestión reaparecerá como uno de los puntos de fricción más espinosos.
En la misma línea descentralizadora de la monarquía está la codificación del Fuero de Aragón que ocho años más tarde, en 1247, se llevó a cabo en las Cortes de Huesca. La obra se debe principalmente al obispo de Huesca, Vidal de Canellas, jurista de gran talla. A su promulgación como ley general del reino, salvando los fueros propios de cada localidad, asistieron representantes de los tres estamentos, declarándose además que en aquellas cosas que no quedaban previstas en él se siguiera la equidad y la razón natural. Era una puerta abierta a la ciencia jurídica, por la que los oficiales del rey, gente instruída en derecho, entrarán para introducir el absolutismo monárquico en casa de los aragoneses.
Ésta y otras medidas, que sin duda tendían a racionalizar el gobierno del Estado, no consiguieron, sin embargo, poner orden entre los súbditos. Un furor de engrandecimiento sacudía por igual a las monarquías que a las casas nobiliarias. Éstas, practicando las leyes feudales, hacían guerra a aquellos de quienes creían recibir perjuicios o agravios. Constituían alianzas entre sí sin respetar fronteras, no sólo entre aragoneses y catalanes, sino también con los castellanos. Eran como pequeños sistemas políticos dentro de los sistemas estatales, más extensos, pero todavía no del todo congruentes. Así, de vez en cuando se formaban cadenas con esas pequeñas anillas a lo largo de la Península. Fácilmente se pueden imaginar las perturbaciones del orden público a que daban lugar. A ellas debemos añadir las que provocó el mismo Jaime I con su política, a veces desconcertante, como en el caso de sus testamentos y los consiguientes repartos de los reinos entre sus hijos, lo que da lugar a continuas desavenencias con los primogénitos, que se sienten perjudicados. En 1260, la muerte del mayor de ellos, don Alfonso, motivó nuevas disensiones entre los hermanos. Jaime I luchaba por su cuenta contra el conde de Urgel, cuyo título ambicionaba, mientras que aquél se sentía apoyado por gran parte de la nobleza catalana.
La inestabilidad, la guerra y, a su sombra, el bandidaje se extendían por Aragón y Cataluña. Semejante desgobierno inquietaba sobre todo a los habitantes de villas y ciudades, más ajenas al quehacer de la guerra. Y esto hubo de provocar entre ellas gran descontento. Pasando a la acción, trataron de organizarse en juntas o hermandades, de las cuales las más importantes fueron la que surgió en las montañas de Sobrarbe, en torno a Ainsa y Nabal, y la que agrupó a las grandes ciudades aragonesas, desde Jaca hasta Teruel. Su fin era el de perseguir a los malhechores y prohibir los rieptos o desafíos, que conducían a duelos continuos, con la consiguiente secuela de muertos. Se organizaron con autoridades y fueros propios y se dieron normas y estatutos que todos los miembros juraron cumplir. Se castigaba con pena de muerte a quienes dieran alimentos a los bandoleros que vivían fuera de la ley; si alguno era desafiado, toda la hermandad debía prestarle ayuda contra el retador; la hermandad se reservaba la administración de la justicia contra los malhechores presos. Esta organización, de origen privado, fue luego reconocida por la autoridad del rey, que la empleó como agente mantenedor del orden público, reglamentándola, así como a sus autoridades, los sobrejunteros, según ya se ha dicho.

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