9 oct 2014

IMPERIALISMO HISPÁNICO. ALFONSO VII. (V)

Alfonso el Batallador tenía un hermano, Ramiro, conocido en la Historia como "El Monje", ya que en ese momento profesaba en el monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca y con anterioridad había sido abad de Sahagún y obispo de diversas diócesis. La nobleza aragonesa, reconociendo sus derechos, le proclamó como sucesor y Ramiro aceptó, más por el interés del reino que por su ambición. Alfonso VII aprovechó este momento para recuperar cuantas tierras castellanas quedaban en poder de los aragoneses, y resucitando antiguos derechos debidos por el vasallaje de los reyes musulmanes de Zaragoza, ocupó la ciudad en 1134, obligando a Ramiro II a refugiarse en Besalú. Zaragoza fue entregada en feudo a García Ramírez, rey de Navarra. Por entonces se habían declarado ya vasallos del rey de Castilla algunos señores ultrapirenaicos, como el conde de Tolosa, Alfonso Jordán y Guillermo de Montpelier. Alfonso VII decidió coronarse solemnemente emperador en la ciudad de León, en mayo de 1135, debido a que, como dice un cronista, dominaba desde el Atlántico hasta el río Ródano. A su lado, como leal vasallo, figuraba el rey de Navarra.
En Aragón, Ramiro II había contraído matrimonio con Inés de Potiers, a fin de dar sucesor a la monarquía. Pronto nació una hija, Petronila, que venía a solucionar el problema dinástico. Mas sobre Aragón se cernían las ambiciones castellanas, las amenazas del Papa, que no reconoció la legitimidad del matrimonio de Ramiro II y exigía el cabal cumplimiento del testamento del Batallador, y acaso también las insolencias de los nobles, que pensaban manejar al rey monje, y cuya reacción daría origen a la leyenda de la campana de Huesca. El rey buscó primeramente una reconciliación con Castilla y, en una entrevista con Alfonso VII, se acordó el matrimonio de Petronila con el primogénito de Castilla. Por un momento se vislumbraba en el horizonte la reunificación peninsular. El castellano devolvió Zaragoza a Ramiro, y éste le prestó vasallaje por ella.
En la cuestión de la herencia del Batallador, quedaban tan sólo pendientes de satisfacción las exigencias de la Santa Sede. Por medio de su legado, el cardenal Guido, propuso la solución satisfactoria. Petronila contraería matrimonio con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona desde 1131, quien, en su condición de templario, recibía en depósito los derechos de las órdenes militares, las cuales serían compensadas económicamente. Esto salvaba las apariencias legales por ambas partes. En 1137 se celebraron los esponsales de la princesa, que apenas contaba... ¡2 años de edad!, y el ya maduro conde catalán. Ramiro II cedió sus poderes a su yerno, y se retiró a un convento. Por el lado aragonés se habían cumplido las reglas del derecho sucesorio. Petronila, en su calidad de mujer, no estaba capacitada para gobernar, pero sí para transmitir el derecho de descendencia, pudiendo entretanto gobernar su marido en su nombre. Además, en Aragón se miraba con más satisfacción esta fórmula que la castellana, a causa de los malos recuerdos que la anterior experiencia había dejado. Ramón Berenguer IV, por otra parte, actuó con gran prudencia, defendiendo por igual a los dos estados que quedaban bajo su autoridad, Cataluña y Aragón, los cuales mantuvieron su total autonomía. Ni siquiera adoptó el título de rey, contentándose con el de "príncipe". Pero había que dar satisfacciones a Castilla. Ramón Berenguer se presentó en Carrión, y allí rindió homenaje por Zaragoza a Alfonso VII, que, obsesionado por atraer príncipes de otros estados a su corte, le puso como condición la de asistir con un sable desenvainado a futuras coronaciones de reyes castellanos.
La solución imperial, que rodeaba a Alfonso VII de reyes y condes vasallos, y cuya resonancia es recogida en todos los rincones de Europa, servía para paliar la verdadera realidad de los estados españoles, que era su progresivo distanciamiento y su robustecimiento interno. Portugal nos va a prestar la última prueba al respecto. En la independencia portuguesa y en su reconocimiento como reino independiente, la Iglesia juega un papel de primer orden. Se ha dicho ya que Portugal presta vasallaje a Alfonso VII. Esto era, en realidad, un arma de dos filos, pues mientras mantenía la apariencia de sumisión, podía maniobrar dentro de su territorio, gracias al gran margen que los vínculos feudales le dejaban, sin dejar sus deberes como vasallo. Como la única institución que entonces poseía división territorial racionalmente establecida era la Iglesia, Alfonso Enríquez procuró hacer coincidir los límites de una circunscripción eclesiástica con lo que él deseaba que fuera su reino, dotándola además de la más amplia autonomía. Braga fue elevada a la calidad de sede metropolitana, y se le atribuyeron como sufragáneas las restantes diócesis del territorio portugués: Oporto y Coimbra. Se creó el monasterio de Santa Cruz de Coimbra, a fin de que el reino poseyera clérigos regulares propios. Todo parecía dispuesto para dar el paso definitivo. En julio de 1139 los portugeses obtuvieron un resonante triunfo sobre los musulmanes en Ourique y, dicen algunos cronistas e historiadores, que fue en ese momento eufórico cuando Alfonso Enríquez decidió tomar el título de rey ( si bien se ha demostrado que ya lo venía usando desde meses antes). Habida cuenta de su estrecha alianza con la Iglesia no parece descabellado pensar, no obstante, que sus victorias sobre los musulmanes sirviesen de excusa para justificar su independencia y proclamación sobre las tierras conquistadas. Alfonso Enríquez podía afirmar que recibía aquellos territorios como feudo de la Santa Sede.

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