
Semejante gesto del joven monarca castellano era un reto, ya que Alfonso el Batallador seguía llamándose emperador aun después de separarse de Urraca, la cual, al parecer, le había dejado ese título y la soberanía sobre Castilla o parte de ella. No contento con ese paso, Alfonso VII invadió Castilla, llegando a apoderarse de Burgos. El aragonés andaba entonces por Granada ayudando a los mozárabes. Al saber lo ocurrido, regresó con sus tropas a Castilla. Pero no hubo lucha. Dos de sus mejores colaboradores franceses, Gastón de Bearn y Céntulo de Bigorra, gestionaron las paces de Tánmara, firmadas en 1127, por las que el castellano renunciaba a las conquistas que Sancho II y Alfonso VI hubieran hecho en el valle del Ebro, y el Batallador abandonaba el título imperial y cuanto ocupaba en Castilla. Era un evidente retroceso en el proceso integrador de los reinos hispánicos. El reino de Aragón renunciaba al papel que Alfnoso VI le había asignado como cabeza de todos ellos. El de Castilla, a su vez, reconocía las conquistas del Batallador en el valle del Ebro y renunciaba, por el momento al menos, a los derechos que sobre esa zona esgrimieran sus antecesores.
En los años siguientes, la idea imperial parecía reverdecer como tronco en el que se unificaban las diferentes ramas o reinos peninsulares, gracias a la vigorosa acción de este joven monarca castellano, pero con una particularidad: con Alfonso VII el título imperial se feudaliza. Mediante la prestación del vasallaje feudal, uno tras otro, la mayoría de los príncipes cristianos van quedando prendidos en la corona del leonés; y esto no supone un paso atrás de la monarquía, como podía temerse del hecho de que todo lo feudal parece llevar dentrode sí una merma del poder real. Lo que sucede es que entre el rey de Francia y los grandes señores feudales, la monarquía utiliza los mismos vínculos feudales para recuperar su autoridad sobre ellos. Aquí el recurso a ese procedimiento viene obligado por la existencia en los otros estados de monarquías firmemente establecidas. Si quería tener algún dominio legal sobre ellas no le quedaba otra solución que recurrir a los vínculos vasalláticos.
Los primeros en prestarle juramento fueron los portugueses. Alfonso VII hubo de intervenir en este país en 1127 para poner orden entre su tía Teresa y el hijo de ésta, Alfonso Enríquez, a quienes movian las mismas disensiones que se dieron antes entre el emperador y su madre doña Urraca. Alfonso VII entró en Guimaraes, capital del territorio, y allí los vasallos de Alfonso Enríquez le prestaron homenaje en nombre de su señor, quien quedó como dueño de la situación, obligando a su madre Teresa a huir de Galicia en compañía de su amante, el conde de Traba. Después de los portugueses, fue un reyezuelo musulmán, Sayf Al-Dawla, al que los cronistas cristianos llamaron Zafadola, hijo del último rey moro de Zaragoza, que conservaba unos minúsculos dominios en torno a Rueda de Jalón, cuya fortaleza entregó a Alfonso VII, a cambio de promesas del castellano de ponerlo al frente del movimiento antialmorávide que empezaba a sacudir a la España musulmana. Algo se hizo con este fin. Una expedición castellano-leonesa, presidida por el propio Alfonso VII, llegó hasta Cádiz en 1133, regresando cargada de botín.
Entretanto, Alfonso el Batallador moría durante el verano de 1134 a causa de las heridas recibidas en el sitio de Fraga. Este cruzado noble e idealista, que tras el fracaso de su matrimonio con Urraca no había contraído nueva nupcias, no dejaba descendencia, lo mismo que su predecesor y hermano Pedro I, otro espíritu dominado por la idea de cruzada. Fiel a sus sentimientos, Alfonso el Batallador dejó en su testamento por herederos a las tres principales órdenes militares de Jerusalén: la del Santo Sepulcro, los templarios y los hospitalarios. Nadie mejor representaba en esos momentos, a los ojos de la cristiandad, los ideales de lucha contra el Islam que esos monjes-soldados, a los que, por consiguiente, el Batallador encomendaba proseguir la Reconquista. Pero las dificultades que la ejecución de tan original testamento llevaba consigo eran tan grandes que nadie pensó en cumplirlo. Contradecía el derecho tradicional navarro-aragonés, que imponía una determinada línea de sucesión, al margen de la voluntad del monarca difunto. Lesionaba la honra de los "ricoshombres", quienes, en su calidad de vasallos, debían prestar homenaje y recibir sus honores y tenencias no de una institución, sino de un hombre, el cual había de conducirlos en la guerra. Una parte de los estados del Batallador, Navarra, proclamó rey a García Ramírez, un descendiente de los reyes privativos de Navarra, quien, para defender su independencia de Aragón, se hizo feudatario de Castilla, prestando vasallaje a Alfonso VII.
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