6 oct 2014

IMPERIALISMO HISPÁNICO. ALFONSO VII. (II)

La idea de una España unificada y regida por un emperador encontró sus primeros opositores teóricos en los monjes cluniacenses venidos a la Península y que, con Bernardo de Salverat, arzobispo de Toledo, a la cabeza, habían escalado los puestos más importantes de la jerarquía eclesiástica española. Todos los afanes universalistas del papado se vendrían abajo, de regularizarse semejantes proyectos. También la casa de Borgoña, unida desde su llegada a España en suerte e intereses a este sector del cleron, veía que sus planes fracasarían por la misma causa. Enrique de Borgoña, casado con la infanta Teresa, había recibidode su suegro, Alfonso VI, el gobierno de una zoba de Portugal comprendida entre el Miño y el Tajo, con la mayor parte de los derechos patrimoniales y señoriales que el rey tenía sobre ella. no se trataba de una separación legal de León y Castilla; pero de hecho, Enrique y Teresa venían actuando cada día con mayor independencia. No les interesaba de manera ninguna que se reactivara cualquier idea imperial o unificadora. En Galicia se había creado un poderoso partido en torno a Raimundo de Borgoña y, tras su muerte en 1107, en torno a su hijo Gelmírez, obispo de Compostela, que, obsesionado por engrandecer la sede del Apóstol, movía con singular energía todos los resortes al alcance de su mano. Deseaba convertirla en metropolitana y hacer de Galicia un feudo de Santiago. las presiones que, junto con la nobleza, había ejercido sobre Alfonso VI, movieron a éste a investir a Urraca, viuda de Raimundo, y a su hijo Alfonso del gobierno de Galicia. El pequeño príncipe fue desde entonces el centro en torno al que giraron las ambiciones de este grupo gallego.
Ahora, el testamento de Alfonso VI venía a echar por tierra todas las esperanzas que confluían sobre la descendencia borgoñona del emperador. Todas las fuerzas se pusieron en movimiento. Enrique colocó al frente de las diócesis portuguesas a obispos franceses, de cuya fidelidad no le cupieran dudas. Braga y Compostela, que aspiraban ambas a ser metropolitanas, solucionaron rápidamente antiguas diferencias sobre distribución de diócesis sufragáneas. En Galicia crecía la oposición al matrimonio de Urraca y Alfonso el Batallador, aunque aquí las fuerzas se hallaban divididas entre el arzobispo y sus partidarios y el grupo nobiliario, capitaneado por el conde de Traba. Mientras el primero seguía defenciendo los derechos de la reina, el segundo pretendía la proclamación de su hijo, Alfonso Raimúndez, como rey de Galicia. Para enfrentarse a todos ellos habría sido suficiente que Alfonso el Batallador hubiese actuado en plena armonía con su esposa. Mas la disparidad de caracteres de ambos fue causa de que esa armonía faltase cuando era más necesaria. Al principio parecía que ambos estaban dispuestos a enfrentarse con total entereza a las dificultades. La primera lanza la rompieron los extranjeros por boca del arzobispo de Toledo, quien declaró que el matrimonio era ilegítimo, ya que los cónyuges estaban unidos por parentesco, por ser bisnietos de Sancho el Mayor. Como reacción, los reyes hicieron un pacto en 1109 que consagraba la unión de los reinos de uno y otro. Urraca fue investida como señora natural de todos los dominios patrimoniales del rey de Aragón, obligando a sus naturales a prestarle vasallaje. A su vez, la reina donaba a Alfonso todos sus reinos y cuantos se ganaran en lo sucesivo. Caso de tener algún descendiente, éste habría de heredar los dominios de entrambos.
Promovidas por los borgoñones, máximos perdedores en todos estos acuerdos, estallaron violentas revueltas contra el aragonés, sobre todo en Galici, apoyadas por el conde de Traba. alfonso estaba en Aragón. Antes de poder volver a Galicia a ajustar cuentas a los revoltosos, aún hubo de defender las tierras castellanas de los almorávides, a quienes derrotó en Valtierra. El rey saqueó finalmente los dominios del conde, ayudado por los burgueses de Lugo y por los hermandinhos, especie de hermandad formada en Galicia por la nobleza inferior para defensa de los derechos de la reina y por temor a un triunfo excesivo de la alta nobleza. Entretanto, el clero había obtenido del Papa Pascual II la nulidad del matrimonio, que fue solemnemente leída y publicada por el arzobispo Bernardo de Toledo en el monasterio de Sahagún, es decir, en el que había sido primer reducto de los cluniacenses en lo reinos castellano-leoneses. Era todo un símbolo. La reina empezó a sentirse incómoda al lado de su marido a pesar de que habían pactado resistir a la excomunión llegado el caso. Ya fuese por temor a las censuras eclesiásticas, ya porque sintiese escrúpulos por el desinterés que mostraba hacia los derechos de su hijo, Alfonso Raimúndez, Urraca decidió apartarse de su maridoy entregarse al bando del conde de Traba, con la idea de que su hijo fuese proclamado rey. Pero en seguida volvemos a hallarla al lado del Batallador, y entre ambos, casi a continuación, se produce una nueva desavenencia. Esta vez las cosas resultaron tan violentas, que Alfonso I ordenó encerrar a su esposa en el Castellar, fortaleza edificada en un risco sobre el Ebro, encarcelando al primado y a varios obispos también. Algunos nobles castellanos liberaron a la reina y formaron un poderoso ejército. Las disensiones conyugales trascendían al campo de batalla. Cerca de Sepúlveda, en Candespina, las tropas de Alfonso derrotaron a las de su mujer, causándoles graves pérdidas, entre otras el propio conde de Candespina.
De esta situación, los más beneficiados a la larga, fueron los condes de Portugal, Enrique y Teresa, y el arzobispo Gelmírez de Santiago. Hacia los primeros volvió los ojos el partido del conde de Traba y, tras el enfrentamiento bélico con su marido la propia Urraca. Los condes no se precipitaron en adherirse a una causa, y sólo cuando vieron la situación clara decidieron apoyar a la reina, pero a costa de obtener importantes territorios para Portugal, que incluían hasta la ciudad de Zamora. Con la ayuda recibida, Urraca consiguió encerrar a su marido en la fortaleza de Peñafiel y someterlo a un estrecho cerco durante el invierno de 1110. Mas compreniendo el mal paso que había dado, a causa de las excesivas concesiones hechas a los condes de Portugal, ordenó a los burgueses de las ciudades en cuestión que no las entregaran e inició una nueva reconciliación con su marido. Como de costumbre, ésta duró apenas unas semanas. La única virtud que tuvo fue apartar a Urraca de la costosa alianza con Portugal y ponerla en brazos de Gelmírez. Con gran habilidad, éste supo adelantarse a los acontecimientos y arbitrar una solución que conciliara a los dos partidos gallegos, consistente en que los reinos fuesen gobernados conjuntamente en nombre de Urraca y de su hijo Alfonso, que tenía seis años de edad. Para dar más realce a la nueva situación, Alfonso VII fue coronado solemnemente en la catedral de Compostela el 17 de septiembre de 1111 como rey, no sólo de Galicia, sino de cuanto le pertenecía por su madre. De nuevo se encendió la guerra con Urraca a un lado y Alfonso el Batallador a otro. Las ciudades se veían rasgadas por las luchas fraticidas de uno y otro bando. Enrique de Portugal se aprovechaba para obtener la donación de Zamora y Astorga. Las rapiñas y los atropellos se sucedían por doquier. Tras algunas victorias del rey de Aragón, seguidas de otros triunfos de sus adversarios; tras una nueva y última conciliación con su esposa, todas las vías de solución parecían agotadas. Algún cronista afirma que, para provocar una ruptura definitiva, Teresa de Portugal avisó al aragonés de que intentaban envenenarle. Alfonso estaba cansado y convencido de que no lograría nunca un entendimiento con ella ni con sus subditos. También pesaban sobre él las censuras eclesiásticas. Al fin decidió entregársela a los castellanos, hacia el 1114, en Soria, manifestando, según se dice, que "no quería vivir con ella en pecado".

No hay comentarios: