
Del Ródano al Ebro aparecía un solo dominio, regido por Alfonso II rey de Aragón, el Estado más occidental y más al margen de este Imperio que los trobadores habían denominado occitánico. Después venían los condados catalanes que habían ya fraguado cierta unidad interna. Eran los dominios patrioniales de los condes/reyes. Y luego, condados, vizcondados y ciudades libres, unidos con el bloque anterior por la comunidad de lengua, la lengua de oc, contrapuesta a la de oil, que se hablaba en la parte superior de Francia. La comunidad languedociana suplía la fragmentación política de ese mundo feudal y permitía agrupaciones sumamente frágiles, como la realizada ahora por Alfonso II. Sobre la base de la unidad linguística, favorecida por la prosperidad material, había surgido una brillante y refinada cultura, a la que el ambiente había dotado de una sensibilidad especial para el arte y para el amor. Sus heraldos eran los trovadores, que entonces se difundieron por todo Occidente, no como inventores de la lírica, según se había pensado, pues ésta ya era cultivada entre nosotros por los mozárabes y galaico-portugueses, pero sí como sus mejores intérpretes, y por ello buscados como ornato de todas las cortes. Los trovadores se mantienen en un tono más elevado que los juglares, quienes habían alegrado a los públicos con sus mimos, acrobacias y cantos poéticos en lengua romance. El trovador provenzal cultiva también la lengua romance; mas no actúa en público ni pierde su compostura, dignificando sí su lengua hasta convertirla en el idioma de los nobles, y a su poesía, en la expresión de los más altos ideales caballerescos. Por eso encontramos entre sus cultivadores a gentes del pueblo, como Ramón Vidal Besalú; a nobles, como el caballero Hugo de Mataplana, y al mismo rey Alfonso II, que montó su corte al modo provenzal, se rodeó de trovadores y se convirtió a veces en un trovador más.
Alfonso II moría en 1196, tras haber sentado las bases del futuro dominio aragonés en Cerdaña y haber mantenido íntegros sus derechos sobre el sur de Francia. Siguiendo la costumbre de algunos antecesores, dejó la monarquía de aquellos a su segundogénito Alfonso, quedando sólo una parte, junto con los territorios peninsulares, para el primogénito, Pedro II. El nuevo monarca, apodado "el Católico", tendrá un triste destino en relación con el imperio occitánico, por el que, no obstante, habrá de velar continuamente. No sólo acabará perdiéndolo todo, sino que en su empeño perderá también la vida.
El elemento perturbador que provocó la catástrofe fue la heregía albigense. Este movimiento religioso tiene raíces muy antiguas, y por su doctrina entronca con las corrientes maniqueas. No se originó en el mediodía francés, pero fue allí donde encontraron refugio y ambiente propicio los fugitivos de algunas sectas como los cátaros y los valdenses, que, por establecer su centro en la ciudad de Albi, en Carcassone, fueron designados en lo sucesivo con el nombre de albigenses.
Esta doctrina era una manifestación más de las tendencias religiosas de la época hacia el prfeccionamiento de la vida cristiana, que durante la Alta Edad Media había perdido muchas de sus cualidades en medio del proceso de retroceso y desculturalización general, mezclándose con graves abusos y ofreciendo muchas veces formas de espiritualidad demasiado rudimentarias. Precisamente en el Languedoc se había desarrollado una sociedad culta y refinada, precominantemente urbana, acostumbrada a la lírica de los trovadores, que ni siquiera aceptó los tonos caballerescos que dieron a la espiritualidad algunos reformadores como Bernardo de Clairvaux. Por esa razón, se encontraba más dispuesta a aceptar estas nuevas doctrinas, mucho más próximas a sus anhelos íntimos de perfección y refinamiento, pero que en realidad llevaban dentro graves gérmenes destructores, capaces de acabar con la sociedad misma.
Los cátaros eran un movimiento de origen oriental. El nombre que ellos mismos se dieron procedía del griego, y significaba "puros" o "purificados". Como su predecesora, la herejía maniquea, respondía a una aspiración íntima de alcanzar la perfección absoluta y de satisfacer únicamente los deseos más elevados del alma, ignorando lo que en realidad constituye la grandeza y miseria del hombre y que define la naturaleza humana, que es estar compuesto de materia y de espíritu, de cuerpo y de alma, de flaqueza y heroísmo. Por eso, a pesar de su encomiable primera intención, cayeron en seguira en desviaciones ideológicas y aberraciones prácticas que les revelaron a los ojos de sus coetáneos como una grave carcoma social.
En el centro del pensamiento cátaro está la vieja teoría del doble principio, uno creador del bien y otro del mal. El creador del mundo había sido el Dios malo, el Dios de los judíos, a quien se debe toda la materia y la procreación, a través de la cual el hombre, como ser material, se perpetúa sobre la tierra. El Dios bueno sólo intervino en el mundo cuando envió a su hijo, Jesús (cuya figura humana era sólo aparente), a fin de que triunfara sobre el Dios del mal. Como quiera que ese triunfo era necesario e infalible, todos los hombres se salvarían, por lo cual negaban la existencia del infierno y el purgatorio. El sacramento de los cátaros era el consolamentum, al que sólo tenían acceso los catecúmenos o creyentes que habían sido suficientemente probados. El consolamentum los convertía en seres nuevos, purificándolos de todo pecado y disponiéndolos para entrar en el Reino de Dios. Ese sacramento no pocía repetirse, y quienes, después de recibirlo, volvían al pecado, se tenían que reencarnar a su muerte e iniciar otra vez la vida terrena. Si sus pecados habían sido muy vergonzosos, se reencarnaban en un animal. Los que habían recibido el consolamentum se llamaban "perfectos" y se obligaban a vivir en absoluta castidad. Condenaban la procreación como un pecado abominable, por considerarla un instrumento a través del cual se perpetuaba el mal sobre la tierra. La prostituta era preferida a la mujer casada, y su maternidad se vilipendiaba como algo demoniaco. Para vencer las tentaciones carnales, se abstenían de comer carne, contentándose con legumbres, verduras y pescado, y a veces se hacían sangrar. Los cátaros conodenaban el homicidio y la guerra y negaban al poder público la capacidad de juzgar, proclamando la resistencia frente a él y justificando el suicidio, que muchos "perfectos" de hecho practicaron. Los valdenses o "pobres de Lyon", que habían surgido como uno de tantos movimientos evangélicos, eran mucho más inofensivos que los anteriores, a los que se acercaban por aceptar el consolatum y negar el purgatorio y el derecho del poder público a administrar justicia. A finales del siglo XII fueron expulsados de su ciudad, y buscaron también refugio en Languedoc.
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