2 oct 2014

DEFENSA CRISTIANA. DEL CID A ALFONSO EL BATALLADOR

El primer golpe de los almorávides, la batalla de Sagrajas en octubre de 1086, tuvo un resultado favorable para los invasores. En un lugar comprendido entre la fortaleza de Azagala, próxima a Badajoz, y el río Zapatón, se encontraron los soldados de la cruz y la media luna. La vanguardia cristiana iba comandada por Alvar Fáñez, quien no tardó en hacer retroceder a los musulmanes españoles dirigidos por Al-Mu'támid de Sevilla. Mas entonces entraron en combate los beréberes de Yusuf, que permanecían en la retaguardia. Iban precedidos del redoblar ensordecedor de centenares de tambores de hipopótamos traídos del Níger. Los cristianos, que desconocían la utilización de semejante instrumento, quedaron aterrados y al mismo tiempo desconcertados por la forma de combatir de esas masas humanas que actuaban de forma compacta, frente al combate singular al que ellos estaban acostumbrados. La derrota cristiana fue espantosa. Alfonso VI tuvo que huir, herido en un muslo por la guardia negra de Yusuf, y los almuédanos tocaban al día siguiente a oración escalando los muros sobre el montón de cabezas cristianas allí apiladas por orden del jefe almorávide.
Alfonso VI, que demasiado alegremente había desafiado las iras del caudillo africano, hubo de recapacitar acerca de lo grave de su situación, y no tuvo más remedio que solicitar ayuda de todos los príncipes cristianos, españoles y extranjeros. Suerte tuvo el emperador castellano-leonés en que Yusuf hubiera de pasar a África para atender a sus asuntos en aquellas tierras, a causa de la muerte de su primogénito, a quien había puesto al frente de ellas. Sólo quedaron en España 3.000 jinetes beréberes en apoyo de los taifas. A pesar de todo, los auxilios ultrapirenaicos resultaron ineficaces. Un ejército borgoñés llegó capitaneado por Raimundo de Borgoña, quien acaso concertó entonces su matrimonio con la infanta Urraca, hija de Alfonso VI, del que se derivarían importantes consecuencias para los reinos occidentales de la Península. Mas atentos a sus intereses personales, nada tuvieron que hacer frente al empuje almorávide. Decididamente, la contención iba a ser gloria y empresa exclusiva de los españoles.
La defensa cristiana basculó sobre tres puntos claves: Toledo, Aledo y Valencia, cada uno de los cuales estuvo defendido por una gran figura, Alfonso VI, García Jiménez y el Cid Campeador. Para obtener la colaboración de éste, el rey hubo de morder rencores y recelos, llamarlo de su destierro y restituirlo a su amistad. El Cid fue dotado con los señoríos de Langa y Gormaz y se puso nuevamente al servicio de Alfonso. Su primera misión fue trasladarse a Zaragoza, desde donde inició la importante tarea de reconversión hacia Castilla de los taifas levantinos, de los cuales ya hemos hablado. Defendió y sostuvo a Al-Qadir en Valencia, frente a las ambiciones de Al-Háchib de Lérida y Denia, quien contaba con el apoyo de Berenguer Ramón II de Barcelona. Sometió a tributo a Albarracín y Alpuente, último reducto éste de los Banu Qasi aragoneses. El Cid actuaba como árbitro indiscutible en el valle del Ebro y la región valenciana, y armaba a sus príncipes para oponerlos a los almorávides.
Pero una desgraciada circunstancia iba a desarticular en parte este sistema defensivo. Yusuf regresó de África y, por instigacón del rey de Sevilla, fue a sitiar el castillo de Aledo, máxima avanzadilla cristiana, bien guarnecido y defendido por García Jiménez. Alfonso VI salió de Toledo con un ejército en socorro de los sitiados y ordenó al Cid que acudiera también con sus fuerzas para reunirse con él en Villena. El enlace de ambos ejércitos no llegó a efectuarse, ya que el Cid se retrasó por un error de cálculo, y, aunque para entonces los sitiadores se habían marchado desalentados, el rey, instigado por los nobles enemigos del Cid, atribuyó el retraso a la mala fe, privándolo nuevamente de su amistad, de las tierras que le había cedido en señorío y hasta de sus propias heredades. Desterrado y abandonado a su propia suerte, Rodrigo corrió a buscar fortuna a tierras levantinas, donde con su solo esfuerzo reconstruyó su poder. Berenguer Ramón II, que quiso alzar contra él a los reyes de taifas de aquella zona, cayó prisionero en Tevar. El pacto firmado por ambos en Daroca en 1090 atribuyó a Cataluña las regiones de Lérida y Bajo Ebro para su conquista y proporcionó al Cid poder y dinero procedente de rescates.
Mientras en el campo cristiano las disensiones dividían a sus miembros, la España musulmana se veía recorrida por un amplio movimiento a favor de los almorávides, que permitiría a éstos adueñarse de todo el territorio y restituirle su ya olvidada unidad. En el fondo de este movimiento estaba la cuestión de los impuestos. Mientras que los almorávides defendían terminantemente que no había que exigir a los creyentes ningún tributo más que los que estaban contenidos en el Corán y la Sunna, los reyes de taifas, que debían mantener a sus ejércitos mercenarios y pagar las parias cada vez más elevadas a los cristianos, no tenían otro remedio que aumentar los impuestos exigidos a los súbditos, por lo que entre éstos crecía el malestar, alentado por los alfaquíes o doctores de la ley islámica, que siempre habían predicado contra esos abusos. En 1090 los alfaquíes granadinos lanzaron un escrito declarando ilegal el cobro de los impuestos extraordinarios. Este suceso puso en marcha una guerra entre Yusuf, apoyado por la población, y los principales reyes, que hubieron de echarse en brazos de Alfonso VI. Mas no les valió de nada, al contrario. Un segundo escrito de los alfaquíes los declaraba indignos de seguir reinando y uno tras otro fueron cayendo en manos de los almorávides. De Sevilla salió huyendo hacia la corte de Alfonso VI la viuda de su último rey, Faths Al-Ma'mún, la mora Zaida, que pronto se convertiría en concubina del monarca castellano. Con ella llevó consigo como dote las plazas de Cuenca, Uclés, Ocaña y Consuegra. La situación para los cristianos era alarmante, a pesar de todo. De nuevo el Cid fue llamado, como apagafuegos de todas las situaciones difíciles. Por mediación de la reina Constanza, se reconcilió con Alfonso VI y se aprestó a colaborar en defensa de la cristiandad. En 1092 cayó el castillo de Aledo, y ya muy pocos reinos musulmanes escapaban al poder de Yusuf ben Tashufín, que podía llevar a cabo entonces la política de africanización de Al-Ándalus y su deseo de reducirlo a una práctica más rigurosa del Islam.


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