13 sept 2014

NACIMIENTO DEL FEUDALISMO EN ESPAÑA

Durante el siglo del califato, los estados cristianos de la Península habian llevado una vida política muy precaria a causa del vigor con que Córdoba imponía habitualmente su voluntad. En cambio, pudieron desarrollar un proceso de evolución interna que condujo, al cabo del tiempo, a hondas transformaciones.
A comienzos del siglo X, el Estado más importante era el reino astur-leonés. Más aún, era el único que hasta entonces se había adornado con la dignidad regia, montando una corte y toda una serie de instituciones en torno a su monarca. Ya vimos que todo esto lo hacían a imitación de lamonarquía visigoda, y no por puro mimetismo, sino porque se consideraban herederos y sucesores de los reyes godos que habían gobernado la España que habían destruído los musulmanes. La herencia visigoda les imponía, por tanto, la obligación de restaurar la antigua unidad peninsular, expulsando de España a los invasores. La Reconquista nacía así como un deber del reino asturiano, pero al mismo tiempo como un derecho qur otorgaba a sus monarcas un dominio potencial sobre toda la geografía peninsular.
Pero el desorden que la ocupación musulmana trajo consigo hizo que muy pronto la situación real fuera distinta y ofreciera ciertas discordancias con la nítida concepción unitaria astur-leonesa. el norte peninsular se fue salpicando de núcleos de resistencia cristiana, que de una forma u otra iban sacudiéndose el yugo islámico. Comenzaban una etapa de vida más o menos independiente y de expansión reconquistadora, aspecto en el que iban a emular al reino asturiano. Es verdad que todos lo hacian bajo un común sentimiento hispánico, pero cada cual mantenía su propia organización política y ganaba la tierra a los musulmanes en beneficio propio. Los condados catalanes y aragoneses habían conseguido independizarse gracias a la colaboración de los francos, con los que siguieron en relación. Esto les sustraía más todavía del antiguo orden gótico, del que Asturias primero y luego León se convirtieron en portaestandartes. Aquí la constante emigración de mozárabes colaboraba a mantener vivo el recuerdo de aquella tradición, de la que, en los aspectos culturales, eran sin duda los más genuinos herederos. Aunque debemos reconocer que Cataluña también recibió abundante inmigración mozárabe, la cual dejó su impronta en las leyes y costumbres, políticamente quedaba neutralizada por su temporal dependencia de los francos. El núcleo navarro, por su parte, seguía una línea de independencia respecto a éstos, pero al mismo tiempo era el territorio peniunsular donde menos huellas había dejado la España visigoda. No podía esperarse, por tanto, de ellos ninguna actitud de acatamiento hacia los monarcas astur-leoneses.
Precisamente en los comienzos del siglo X, Sancho Garcés I lograba reunir bajo su poder gran parte del territorio de los vascones y, tras apoderarse de Pamplona en 905, se constituía en ella como rey de Navarra. Era el segundo monarca cristiano de la Península. La cancillería leonesa debió acusar el golpe que el empleo de tal título suponía para sus aspiraciones unitarias. Tal vez para mantenerlas se decidió asginar a su rey un título superior, capaz de abarcar bajo sí la pluralidad de los reinos que comenaban a existir en esos momentos en la Península. De ahí que sus hijos y sus vasallos llamasen a Alfonso III "magnus imperator" o "imperator nostro". La creciente frecuencia con que a partir de entonces se designa a los monarcas leoneses con el título imperial, antes de que adquiriera en posteriores centurias un sentido nuevo, no indica en modo alguno que el reino leonés adquiriera unas estructuras jurídicas de naturaleza imperial. Refleja, eso sí, la pretensión hegemónica de éste sobre todos los estados cristianos y su aspiración a integrarlos dentro de sí mismo, como único medio de restaurar la unidad española.
Pero no debemos identificar una aspiración cancilleresca con la realidad política. Aunque todos los principados cristianos veían la obra de la Reconquista como una restauración de la España anterior a los musulmanes, ya nadie pensaba en un poder político unitario. Las nuevas circunstancias económicas, sociales y culturales, que habían producido el empobrecimiento general del Occidente europeo, y con él, la desintegración de los estados en inferiores estructuras feudales, no iban a permitir que en los reinos cristianos españoles triunfara una monarquía poderosa y organizada, ni siquiera del estilo de la visigoda. Es cierto que la monarquía astur-leonesa, al tener que mantenerse en guardia ante el peligro musulmán de forma permanente y necesitar combatirlo con relativa frecuencia, obligaba a conceder a sus reyes un poder superior al que disfrutaban entonces sus colegas europeos, pero no nos engañemos. El alcance de estos poderes era bastante limitado. En un territorio empobrecido por las constantes aceifas islámicas, el Estado carecía de recursos. El país vivía de la agricultura y la ganadería. Sobre estas fuentes únicas de riqueza hubo de basarse la tributación al Estado. Por otra parte éste había reducido al mínimo sus funciones públicas, limitadas casi exclusivamente a la defensa del territorio, administración de justicia y dirección de la Reconquista, así como del consiguiente reparto de las tierras reconquistadas.
La administración de justicia no requería desembolso alguno, sino que más bien era una fuente de ingresos, ya que se imponían penas pecuniarias conocidas con el nombre medieval de calonnias, de las que una parte era percibida por el rey y otra por los jueces delegados. Si tenían derecho a exigir tributos a los súbditos, habían de ser exclusivamente en función de la guerra ofensiva y defensiva. Pero en el campo militar, en vez de centralizar los recursos y equipar al ejército por su cuenta, se sigue el procedimiento de los estados pobres o carentes de una administración suficiente para montar todo el mecanismo burocrático que la percepción de aquéllos requiere. Se deja que quienes puedan adquieran su propio equipamiento militar, recompensándoles con parte de los beneficios que se obtengan en el ejercicio de sus funciones o, principalmente, concediéndoles exenciones económicas de impuestos, lo que les coloca al lado de las clases altas, de las que pasarán a formar parte a partir de un proceso de institucionalización. Mas hay otros que por su superior condición económica están en situación de poder equipar militarmente a otras personas, como peones, o incluso a algún que otro jinete. En estos casos, el rey les encomienda esta función y les cede, para sufragar los gastos, sus derechos sobre algún lugar o villa del reino. Todas las tierras estaban gravadas, por tradición del Bajo Imperio romano, con unos tributos pagaderos al Estado. Pero al extenderse el régimen latifundista y formarse grandes señoríos, los dueños de éstos tendieron a suplantar dentro de los mismos al Estado en sus funciones, que éste, por otra parte, no estaba en condiciones de desempeñar. En definitiva, los impuestos que esas tierras habían de pagar no llegaban al rey, sino que eran percibidos por el señor feudal, quien, a cambio, debía proporcionar al monarca un grupo de combatientes que, en las guerras, solía encabezar él mismo.
De aquí derivan varias consecuencias, todas muy importantes. La primera es el empobrecimiento del Estado, que se ve privado de la mayor parte de los tributos territoriales. Éstos, al ser percibidos por los señores, pronto pierden su naturaleza de impuesto público y se confunden con las rentas que pudiera pagarles cualquier colono a quien hubieran arrendado sus tierras propias. Por eso su fuente principal de ingresos no es otra que el patrimonio real o conjunto de bienes pertenecientes a la corona, que ahora no se distinguen del propio patrimonio de la persona regia, administrados conjuntamente por el mayordomo de la corte y una red de funcionarios (merinos) distribuídos por todo el territorio. Estas propiedades reales aumentan con la Reconquista, mediante la incorporación de tierras no cedidas a nobles, eclesiásticos y demás personas privada, a las que hay que añadir los bienes abandonados por sus dueños y las tierras yermas, que pertenecían al príncipe en el derecho romano, imitado en España por cristianos y musulmanes. Sobre estas tierras el rey podía, a través de sus funcionarios, colocar colonos, quienes le pagaban unos censos similares a los que percibían nobles y eclesiásticos en sus seoríos y que se percibían casi siempre en especie, por unidades familiares. Otros ingresos de la Hacienda real procedían del aprovechamiento por los súbditos de algunos derechos exclusivos del monarca: montazgo, o impuesto debido por sacar leña de los montes; herbazgo, por el aprovechamiento de los pastos; aduanas, que gravaban el tránsito de mercancías por la frontera del reino, o los portazgos, al atravesar las puertas de la ciudad para ir al mercado. El rey percibía también parte de las penas pecuniarias dictadas por los jueces en sus sentencias, las multas impuestas en su señorío particular y las que habían de pagar aquellos que, estando obligados, no acudieran a la guerra, a las cuales se denominaba fondasera y anubda, según se tratara de una guerra ofensiva o de servicios de vigilancia, etc... Esta multiplicación de las fuentes de ingresos, cuya enumeración completa sería sumamente fatigosa, no viene sino a poner de manifiesto la ausencia de un sistema tributario eficiente que proporcionase al Estado los recursos que necesitaba, razón por la ley escrita de los visigodos, por el Fuero Juzgo, súbditos en mísera rebatiña, para curbir unas necesidades reducidas al mínimo.
La segunda consecuencia de la descentralización de las funciones y de la percepción de los ingresos del Estado fue el engrandecimiento de los señores, en perjuicio del poder real. Los magnates laicos y los señoríos eclesiásticos, monacales o episcopales fueron beneficiarios de la enajenación por el príncipe de sus principales rentas. Unas veces se trataba de tierras cuya reconquista o repoblación encomendaba el rey a algunos de ellos con la consiguiente anexión de los lugares colonizados a sus señoríos, por lo cual no pagaban tributos a la Corona; otras, de recompensar servicios prestados al rey, que debía desprenderse de parte de sus dominios directos con las correspondientes rentas, las cuales passaban también a engrosar los señoríos. A veces, sobre todo en las ciudades y lugares fronterizos, el rey concedía la exención del pago de todo impuesto a quienes fueran a habitarlos, ya que, por su peligrosidad, no encontraría repobladores a no ser en estas excepcionales condiciones. Incluso algunos de los ingresos de carácter público que antes hemos señalado, eran enajenados por el príncipe en beneficio de los señores. La política de los monarcas, con sus diferentes frentes y problema, exigía cuantiosos desembolsos que enriquecían a los magnates, siempre oportunistas para buscar el partido que más les conviniese.

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