14 sept 2014

IMPERIALISMO LEONÉS E INDEPENDENCIA DE CASTILLA

El empobrecimiento del Estado y el enriquecimiento de la nobleza dio lugar a que aquél apenas pudiese desarrollar sus cuadros administrativos en una forma que le permietiese ejercer el control efectivo sobre todo el reino. El esquema de funcionarios con los que el rey gobernaba el territorio no podía ser más pobre: unos juecces o potestades, al frente de los distritos en los que de forma irregular estaba dividido el reino, quienes, a su vez, dividían su mandación en circunscripciones menores, con un vicario al frente, más algunos sayones como auxiliares ejecutivos a sus órdenes. Demasiado poco, ciertamente, si los monarcas querían mantener un poder real y efectivo sobre sus súbditos. Pero aún hay más. Esos altos cargos administrativos eran en principio designados libremente por el rey, quien solía otorgarlos a aquellos magnates que ostentaban el título de conde, el cual entonces era tan sólo una dignidad personal concedida por el rey con carácter vitalicio, al modo de los antiguos comites o miembros de la comitiva imperial romana, y que, por consiguiente, no suponía aún un dominio sobre un territorio determinado. Por razones obvias, el rey se veía precisado muchas veces a nombrar para la administración de esas mandaciones - que pronto se llamarían condados en su mayor parte - a los señores más poderosos de ellas, pues eran los que poseían los medios para poder gobernarlas y se evitaba así que ofrecieran resistencia a los delegados del rey. Los grandes señores venían a unir así a su creciente poder económico el poder político que provenía de sus cargos, en cuyo ejercicio la ausencia de una burocracia suficientemente desarrollada dejaba amplio margen a su iniciativa particular.
En semejantes condiciones, la monarquía leonesa se debatía en un terrible dilema. Por una parte, como sucesora legítima del Estado visigodo, se sentía llamadaa restaurar, bajo su autoridad, la unidad de la España cristiana. Por eso, cuando percibe la pluralidad existente y que algunos territorios empiezan a usar el título de reino, intenta preservar la unidad mediante la adopción de un título superior, capaz de englobarlos a todos, que siguiera expresando ese afán de supremacía sobre ellos. De ahí el empleo del título imperial. En el otro platillo de la balanza se encontraba la propia debilidad y el raquitismo de la organización territorial leonesa, incapaz por su misma naturaleza de hacer llegar su autoridad efectiva ni siquiera a los confines de sus dominios en cuanto éstos habían crecido un poco. En tales circunstancias, la titulación imperial suena a una confesión de la propia impotencia, a un intento de mantener un mito que choca de la forma más violenta con la situación real del país, la cual no es otra que la tendencia a organizarse en unidades políticas más reducida, susceptibles de ser gobernadas sólo con los medios personales del príncipe y con los reducidos cuadros estatales entonces existentes. Dentro de este contexto histórico hay que situar la independencia de Castilla.
Las tendencias disgregadoras del reino astur-leonés se manifestaron, como era lógico, en los puntos más alejados de la capital. Por debajo de los dos extremos de la franja cantábrica que constituía inicialmente su geografía, se fueron desarrollando hacia el sur, al amparo de la obra reconquistadora, dos apéndices que, andando el tiempo, se sustraerían a la autoridad leonesa para formar los estados independientes de Castilla y Portugal. Al primero le dieron nombre los musulmanes, tomado -como vimos- de la multitud de castillos y fortalezas con las que los cristianos habían jalonado sus avances. El nombre de Portugal, cuya evolución política se retrasa en algo más de un siglo a la de Castilla, se lo dieron los propios cristianos a comienzos del siglo X, derivado de la ciudad de Portucale u Oporto, de donde empezó a denominarse aquella zona "territorium portucalense".
Volviendo a Castilla, las tierras repobladas del Alto Ebro y su penetración en el valle del Duero, constituyentes ambas de la primitiva Castilla, recibieron muy pronto una organización administrativa similar a la del resto del reino astur-leonés. Según la leyenda popular, en sus comienzos los castellanos habían elegido a dos jueces para que la gobernasen: Laín Calvo y Nuño Rasura, con los que rompían la vinculación a Asturias y la obligación que ésta les imponía de emplear el Fuero Juzgo como texto legal para la resolución de sus pleitos y diferencia. Pero la existencia de estos jueces, hoy negada por casi todos los historiadores, no puede ser sino un recuerdo de la más primitiva organización de aquellas tierras. En él se mezclan datos relativos a la administración de la justicia y a la independencia política, pertenecientes a épocas distintas. En un momento determinado, la comarca castellana, que seguía dependiendo del reino asturiano, fue organizada como un distrito administrativo más, a cuyo frente figuraba no uno, sino varios condes. Uno de ellos llevaba el título de "conde de Castilla", y el primero que nos es conocido se llamaba Rodrigo, que la regía hacia el año 850. Alfonso III creó dentro de la comarca el condado de Álava, encomendado a Vela Jiménez, y más tarde los de Lantarón y Cerezo y Burgos. Aunque el primer conde de Castilla fuera sucedido por su hijo, Diego Rodríguez, el nombramiento dependía del rey, quien los ponía y deponía, siendo incluso frecuentes los cambios de un condado a otro. Por el de Castilla desfilaron en la primera mitad del siglo X Munio Núñez, Fernando Díaz, Fernando Ansúrez y, finalmente, Gonzalo Fernández. Estos condes eran, como ya se ha insinuado, magnates terratenientes que habían formado buenos patrimonios y buscaban ampliarlos mediante la prosecución de una política reconquistadora, que a veces chocaba con los intereses de los propios monarcas astur-leoneses, preocupados por el excesivo engrandecimiento de sus súbditos. Uno de esos señores era Gonzalo Fernández, quien había levantado el castillo de Lara cerca del Arlanza, dotado de singular resistencia, base de unos dominios cada vez más firmes y extendidos, dentro de los cuales quedaba la ciudad de Burgos, su primer título condal. Pero Gonzalo Fernández no cesaba de increpar su señorío ni de añadir a su persona nuevos títulos. Fomentó las relaciones con el reino de Navarra, casándose con una hermana del rey García Sánchez I. En su afán de extenderse por el territorio castellano, encontró un rival en la persona de Fernando Ansúrez, quien controlaba las tierras del Ebro y del Arlanzón, mientras el primero se enseñoreaba sobre las del Duero y el Arlanza. Lo importante de esta rivalidad no es sólo el proceso unificador que en torno a ambas personas se desarrolla, sino además la actitud que ambos guardan en relación con la monarquía. Mientras Fernando Ansúrez y sus sucesores se muestran siempre fieles partidarios de ella, los señores de Lara van a encarnar el espíritu de resistencia.

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