1 sept 2014

LOS CALIFAS, ÁRBITROS DE LA ESPAÑA CRISTIANA (I)

Las relaciones entre la España cristiana y la islámica durante el cuarto de siglo comprendido entre la muerte de Ramiro II y la implantación de la dictadura de Almanzor carecieron de la espectacularidad que le dieron las grandes campañas habidas antes y después de este período. Son años grisáceos para el norte cristiano, todavía más oscurecidos por el gran brillo que entonces se alcanza en la España del sur. Los problemas internos, motivados por una aristocracia ávida de buscar en el Estado posiciones ventajosas que les rentaran pingües beneficios, produjeron cierta inestabilidad e inoperancia en los reinos, que padecieron una tendencia disgragadora.
A Ramiro le sucedió, en el 951, su hijo Ordoño III, un rey de buenas cualidades, pero a quien las circunstancias adversas no dejaron brillar demasiado. Parecía que todo se conjuraba contra él. La Navarra regida por doña Toda, que oscurecía con su enérgica personalidad a la de su hijo, el rey García Sánchez; la Castilla de Fernán González, que alternaba los períodos de sumisión a León con los de auténtica independencia; los magnates gallegos y portugueses... coincidían extrañamente en reprobar la sucesión de Ordoño III y apoyar a un hermano de éste, de nombre Sancho. Semejante personaje tenía toda las cualidades para no ganarse la admiración de sus contrincantes, aunque, paradójicamente, conseguía aunar a todos los príncipes cristianos en su favor. Sin duda las fuerzas centrífugas hacían mella en la monarquía astur-leonesa y buscaban la sustitución de un rey verdadero por otro de paja. Sancho, conocido en la Historia con el apelativo de "El Craso", padecía de una obesidad mórbida que entorpecía sus movimientos, le impedía montar a caballo y empuñar las armas. Moralmente no resplandecía mucho más, siendo calificado por Ibn Jaldún de "vano y orgulloso". Mas, a pesar de las dificultades, Ordoño III logró salir adeante afianzándose en León, mientras Sancho tenía que ir a refugiarse a Navarra al lado de su protectora, la reina Toda.
Respecto a Córdoba, tras llevar Ordoño una campaña victoriosa contra Lisboa y Fernán Gonález contra San Esteban de Gormaz, comprendieron que no estaban las cosas para andar hostigando a Abd Al-Rahmán, que maduraba en años y experiencia, teniendo al lado en las cosas de su gobierno a su hijo y presunto sucesor Al-Hakam. Es por ello que decidieron emprender la vía de la negociación solicitando al califa una tregua. Éste envió a León a dos embajadores, Muhammad Ben Husayn y el judío Abu Yusuf Hasday, hombre éste de extraordinaria cultura, que dominaba gran número de idiomas y gran conocedor de los secretos de la medicina. Las condiciones que éstos impusieron al rey de León fueron la entrega o desmantelamiento de ciertas fortalezas que constituían la defensa del río Duero. Se acababa también de firmar la paz entre Fernán González y el califa, cuando Ordoño III muere inesperadamente en Zamora durante el verano del 956.
La muerte del rey dejaba vía libre a Sancho, quien regresó de Navarra para ocupar el trono astur-leonés. Pero pronto tuvo que tomar el camino de regreso hacia su destierro. Un error inicial de su política le ganó la hostilidad de Abd Al-Rahmán III. El nuevo rey se creyó en la obligación de denunciar el tratado suscrito por su antecesor, lo que demuestra la importancia de las concesiones que éste había hecho. Efectivamente, lo que en el fondo se ventilaba en l concesión de las plazas fuertes y las riberas del Duero era la posesión de la línea fronteriza, la cual había quedado en poder de los cristianos durante los enfrentamientos militares precedentes. Ahora Córdoba intentaba recueprar las poiciones perdidas mediante una batalla diplomática, cuyas primeras escaramuzas son las que acabamos de describir. La actitud de Sancho I El Craso al negarse a devolver las plazas en cuestión estaba más que justificada; mas no había calculado sus fuerzas ni las consecuencias de su tajante negativa. En 957 las tropas califales, comandadas por Ahmad Ben Yala, fueron en busca del rey leonés y le infligieron una seria derrota. Éste, menospreciado por sus súbditos a causa de su excesiva gordura, no tardó en ser blanco de las maquinaciones de Fernán González, quien quería a toda cost un rey de León que fuera hechura suya. Aprovechando el descrédito que le trajo su revés ante los musulmanes, consiguió que una conspiración le alejara del trono y regresara al lado de su abuela y protectora, Toda de Navarra.
Entretanto, los magnates leoneses, volviendo al viejo sistema electivo, encontraron un digno sustituto del infeliz monarca en la persona de Ordoño IV, un miembro lejano de la dinastía reinante, de constitución física deforme, pues era jorobado, y no menor dotado moralmente, ya que se le tachaba de adulador y cobarde. Una vez más se había encontrado el tipo de monarca que convenía a Fernán González, principal inspirador de la elección, y a los otros magnates del reino. Pero la enérgica reina de Navarra no podía permitir que su nieto Sancho fuera impunemente desposeído del trono y se propuso emplear toda su firmeza para conseguir su restitución. Por de pronto resultaba imprescindible que el infeliz fuera curado de su obesidad, ausa de escarnio de que era objeto por parte de sus súbditos. No encontrando otra posibilidad, la reina volvió los ojos hacia Córdoba, cuya ciencia deslumbraba a todo el Occidente, y mandó mensajeros a Abd Al-Rahmán solicitando el envío de algún médico que pudiera curar la enfermedad de su nieto y pidiéndole, al mismo tiempo, ayuda para restablecerlo en su reino. El califa, muy complacido de verse requerido como árbitro de un asunto interno de los cristianos, accedió y se vino a mandarle al médico que le pedían, que no fue otro que el judío Abu Yusuf Hasday, quien poco antes había ido a León a negociar la tregua solicitada por Ordoño III. El mismo Abu Yusuf recibió el encargo de tratar las condiciones en que había de prestárseles la ayuda militar contra el actual rey de León.
Una vez en Pamplona, tras asegurar a la reina que curaría a su nieto, Abu Yusuf convino con ella que serían entregadas al califa diez plazas fuertes de la frontera del Duero, una vez que Sancho ocupara el trono leonés. De nuevo los califas habían puesto su mirada en el viejo objetivo fronterizo. Pero ahora iban a intentar llegar más lejos. El hábil diplomático judío llevaba el encargo de obtener que la reina, su hijo y su nieto acudieran a Córdoba, a fin de ultimar personalmente los detalles con el califa. Lo que éste intentaba, en realidad, era dejar plasmada su condición de árbitro de los reinos cristianos en un acto solemne, y nada mejor para sombolizarlo que el desfile por su corte de las tres reales personas, a las que, por supuesto, se dispensó la más fastuosa acogida, mostrándose el califa en toda su augusta majestad en el marco incomparable de Medina Azahara. La reina Toda, su hijo y su nieto, no obstante recibir toda suerte de agasajos, consideraciones y parabienes, no podía menos de sentir una sensación de tristeza, pues, no se les ocultaba que su papel en la corte cordobesa era el de los humillados y el de los pretendientes. En cambio, para Abd Al-Rahmán III aquel día debió bastar para disipar de su corazón las sombras de amargura que todavía le quedaban veinte años después de la derrota de Simancas.

No hay comentarios: