31 ago 2014

LOS REINOS CRISTIANOS ANTE EL CALIFATO (IV): LA CAMPAÑA DE LA OMNIPOTENCIA

Abd Al-Rahmán vivía en Córdoba un ambiente de triunfalismo que se plasmaba en las magníficas realizaciones urbanísticas, como el palacio de Medina Azahara (Medinat Al-Zahra), el cual se venía construyendo desde el 936. Los esclavos, principales colaboradores de su administración, le sugirieron la posibilidad de una campaña definitiva, otro jaque mate, pero esta vez contra el rey de León, Ramiro II. Ciertamente, tanto él como sus colaboradores estaban cometiendo el error de sobrevalorar sus posibilidades al tiempo que minusvaloraban las del enemigo. De ahí que, dejando rienda suelta a su optimismo y con ánimo de acabar para siempre con el poderío cristiano, pregonara por sus dominios la convocatoria de una campaña que, por ser excepcional, bautizó él mismo con el orgulloso nombre de "campaña de la omnipotencia. Mandó levantar dos levas con las que juntó un ejército de 100.000 hombres, a quienes se añadieron los que se encontraban en la frontera superior. A la cabeza de todos ellos, Abd Al-Rahmán cruzó el Sistema Central y se encaminó directamente al corazón del reino leonés empleando las calzadas romanas de más de 600 años de antigüedad y que suponían las únicas vías de comunicación en la Península. De este modo llegó a Simancas. Allí le esperaba Ramiro II, quien no se había descuidado en preparar la resistencia, para lo cual contaba además de con las tropas leonesas, con las castellanas, mandadas por Fernán González, y las navarras que había enviado la reina Toda, quien se desentendió en cuanto pudo del vasallaje prestado a Abd Al-Rahmán III y acudió en persona a combatirlo, uniendo su suerte a la del rey leonés. El combate, entablado en el mes de julio de 939, duró varios días sin que en ellos sucediera nada de relevancia. Hay que observar que, durante los primeros días no se llegó a un choque frontal de ambos ejércitos, sino que únicamente se producían cargas aisladas seguidas de rápidas retiradas al campamento, desde el que vigilaban al adversario y descansaban por la noche. Esta táctica, seguida normalmente, buscaba forzar un punto de debilidad de alguno de los flancos del enemigo, ocasión que era aprovechada para cargar sobre él con el grueso de las tropas. Por eso, cuando Ramiro II observó que las tropas regulares del califa cejaban en su ardor combativo, pensó que era llegado el momento del ataque decisivo y cargó contra ellos con todas sus fuerzas. Previamente, el monarca cristiano había ordenado abrir un foso a espaldas de los musulmanes, de forma que en la huída precipitada que emprendieron fueron empujados hacia él, y allí, no siéndoles posible salvarlo con sus caballos, perecieron la mayor parte de ellos. El resto de las tropas, mucho menos avezadas y faltas de coordinación por lo precipitado de su alistamiento, se dieron también a la fuga, y los cristianos hicieron sobre ellas una gran carnicería. El mismo califa hubo de ponerse a salvo mediante la huída, abandonando en el campo de batalla cuanto allí tenía, entre otras cosas un ejemplar del Corán extraordinariamente valioso y su cota de mallas de oro (aunque estos objetos fueron luego devueltos).
La victoria obtenida por los cristianos tuvo gran resonancia, particularmente entre los reinos cristianos de Europa. Y tampoco estuvo exenta de consecuencias. El califa cordobés descargó su ira sobre la oficialidad de su ejército, a cuya falta de ardor combativo atribuyó la humillante derrota que acababa de sufrir. Las orillas del Guadalquivir se llenaron de horcas y cruces y presenciaron el macabro espectáculo de más de 300 oficiales de caballería ajusticiados. El mismo rey decidió no volver a exponer su persona en el campo de batalla. En lo sucesivo, las campañas serían conducidas por sus generales. Por su parte los cristianos decidieron que era llegado el momento de dar el salto a la otra orilla del Duero e iniciaron la repoblación de las tierras sitas al sur de su cabecera y en la zona media.

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