20 sept 2014

EL MILENARISMO

Los cristianos de Occidente habían visto pasar ante sus ojos, con la rapidez de una estrella fugaz, el temido Año Mil, sin que el mundo saltara en pedazos, como algunos aguardaban, acompañado tan sólo de señales que la credulidad de las gentes acrecentaba hasta lo fabuloso: el cometa que durante una noche de septiembre llenó el cielo con su resplandor y la tierra con la incertidumbre de alguna calamidad inminente; el dragón que algunos ojos aterrados creyeron ver también en el cielo, o el terremoto de que nos habla la crónica de San Medardo de Soissons. Hubo, además, otras calamidades, menos espectaculares pero más perjudiciales y mortíferas, como la epidemia del 997, llamada el "mal de los ardientes", las hambres del 1002 y 1033 o el movimiento herético de Lientard, cuyos partidarios llegaron a pisotear el crucifijo y se negaron a pagar los diezmos, en una posición propia de aquellos a los que el sufrimiento y la angustia han roto la voluntad de seguir viviendo.
Mas esta psicosis colectiva ante la creencia del próximo fin del mundo y la consiguiente liberación de Satanás, ni fue general ni estuvo localizada en un año determinado. Entre los que interpretaban al pie de la letra el texto del Apocalipsis, que asigna al mundo mil años de duración a partir de Cristo, había quienes comenzaban a contar desde su nacimiento, mientras que otros lo hacían desde la Pasión. Mas, unos tras otros, señales y plagas, y con ellas los temores, se fueron disipando. La Iglesia había hecho particular hincapié en resaltar que sólo a Dios le correspondía señalar la hora en que había de comenzar la "noche del mundo". La confiana volvía a los corazones de los que habían desesperado. Un monje coetáneo podía escribir: "Pasados unos tres años del año Mil, la tierra se cubría de una blanca túnica de iglesias".
Más por obra de la casualidad que por una recuperación de la moral colectiva de la humanidad, una vez disipados los temores al ver qeu el mundo no se acababa, lo cierto es que el siglo XI nos ofrece una clara recuperación del Occidente europeo en todos los niveles. Hay un acrecentamiento de la población al conseguirse la paz exterior -Europa deja de ser invadida-, acompañada de un aumento de recursos procedente del mejoramiento de las técnicas agrícolas y de las nuevas colonizaciones. Se produce además una reactivación del comercio, y con él un florecimiento de la vida urbana (aparecen los primeros burgueses). Renace la confianza en el orden público, y los Estados se comprometen en garantizar la seguridad de los caminos. Podríamos decir, pues, que se produce una cadena de progreso; que la paz y la ausencia de calamidades permitieron el aumento de la población. Sólo en el siglo XVIII, con la revolución industrial, se dará un nuevo paso demográfico equiparable, un nuevo eslabón en la cadena social.
España no fue ajena a los terrores del Año Mil ni al movimiento expansivo que por yuxtaposición le sucediío. La literatura milenarista había tenido entre nosotros amplia difusión, sobre todo a través de los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana, cuyas ilustraciones, realizadas en los escritorios monásticos con extraordinaria pulcritud y realismo, ofrecían a los ojos de quienes no sabían leer una imagen vívida de los momentos postreros de la humanidad. Calamidades tampoco les faltaban. El furor destructivo de Almanzor dio ocaión a que no pocos vieran en él la figura del Anticristo. Pero también aquí los años difíciles fueron borrados por la llegada de un nuevo amanecer que alumbró para a los reinos cristianos una larga temporada de prosperidad. La destrucción del califato cambió el signo de las relaciones entre la España cristiana y la islámica. El aumento del territorio estuvo acompañado del correspondiente desarrollo interno de cada uno de los países cristianos, que, en mayor o menor grado, experimentaron el mismo proceso descrito para Europa. Pero una vez más la Reconquista actuará como factor diferenciador respecto a Occidente, bien que se trate de matices y no de líneas fundamentales. Habrá una expansión agraria, se extenderá el comercio y la vida urbana, mas siempre con una impronta propia que trascenderá, a su vez, a la organización de la sociedad y el Estado.

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